Hollywood, como última representación del sistema capitalista, es una máquina de producir dinero (que casi siempre va a caer en pocas y concentradas manos; pero esa es otra historia y no precisamente de cuento de hadas). Ante la nueva versión de La bella y la bestia lo primero que se nos viene a la cabeza es que Hollywood encontró una nueva máquina de hacer chorizos de la mano de la factoría Disney (como si la explotación y apropiación del universo Marvel no le diera ya suficientes beneficios megamultimillonarios) gracias a la reversión de los clásicos animados del congelado Walt, ahora en con personas de carne y hueso. Luego del suceso de la excelente El libro de la selva y antes de la esperada versión de Dumbo por la dupla Tim Burton- Danny De Vito, tenemos ahora  la remake de La bella y la bestia, aquella película que, junto a La sirenita (1989), reactualizó el fenómeno Disney a comienzos de la década del 90 y antecedió a las otras icónicas (la mayoría obras maestras del cine de animación) Aladino (1992) y El Rey León (1994).

Cuando la Disney y, una década más tarde la Pixar, llevaron los mitos de ese mundo lleno de princesas, castillos, hadas madrinas y mucho trauma (recordemos DumboBambi o El Rey León, para poner solo algunos ejemplos de la crueldad culpógena tan propia de la marca) a un mundo contemporáneo en el que el foco está puesto en las relaciones entre padres e hijos, en el fin de la infancia y en los miedos de la adultez, parecía que allí se acababa todo. Si bien es posible pensar al cine de Disney (y existe el cliché, enarbolado por parte de cierta crítica que convierte esa mirada en totalizante) como un cine moralizante y cruel con sus personajes, en el que cualquier virtud queda atrapada en la mayor visibilidad de los defectos, las fábulas que nos han contado a lo largo de los años salen airosas por la precisión de la animación, por la solidez narrativa y porque no le temen a incursionar de manera osada en las géneros. La pericia de Disney al incursionar en el melodrama o la comedia, construyendo arquetipos que quedan definitivamente anclados en la memoria colectiva de generaciones y generaciones, ha ofrecido uno de los mejores  homenajes a la literatura clásica. Es, en suma, el poder hipnótico que tienen estas historias la causa por la que el emporio Disney vuelve sobre ellas, reactualizando esos mitos fundantes como una manera también de pensar al cine y, a su vez, a  la industria.

La bella y la bestia versión 2017 es muy similar a la historia original, casi igual diríamos. Pero hay  algo tan poderoso en el personaje de Bestia, en ese prolongado encierro sobre sí mismo, en esa furia descontrolada (a la Hulk) que solo puede ser saciada con amor, que recuerda también a otra fabula icónica del cine clásico como lo es la de King Kong. La bestia que solo se civiliza mediante la pócima del amor en un mundo que carece de él. La descripción de ese mundo espantoso que se sostiene en base a apariencias, liderado por un villano cínico y despiadado como Gastón (interpretado por un  notable Luke Evans) y que no duda en cometer las peores tropelías, revigoriza el mito, central en el universo Disney, de la belleza (interior y exterior) como sostén emocional frente a la crisis.

La película no deja de tener una ambición de gran escala (evidente luego de los récords de taquilla) y cumple con todos los parámetros del cine-espectáculo (el costo, de hecho, fue de 160 millones de dólares) en la actualidad. Emma Watson como Bella moderniza con gracia y actitud (fundamental atributo para un clásico aggiornado es la gracia con la que los protagonistas reinventan lo narrado desde un lugar distinto al tedio de la repetición) el mito de la Princesa clásica. Aquí Bella luce apasionada por los libros y el mundo que éstos encierran, y ese deseo de aventura es lo que finalmente la lleva a enamorarse de Bestia. Ese mundo interior, oculto en el Monstruo, es lo que le permite a Bella sentir la irrefrenable atracción por lo oculto, superando todas las barreras sociales. También es para destacar la intervención de los personajes-objetos, animados por las voces de Ewan Mac Gregor, Ian Mac Kellan, Stanley Tucci y Ema Thompson  (cuyo mérito ya estaba en la original) desarrollados con notable gracia. Las escenas finales, preocupadas en resaltar  ciertos trazos de solemnidad opacan, en algún sentido, los logros narrativos desarrollados a lo largo de la película, que no había temido en incursionar en la zona oscura de algunos personajes, y que finalmente terminan rindiéndose a cierta sencillez y candor.  Las canciones, las mismas de la versión animada, recuperan ese recuerdo divertido y simpático, salpicado con ciertos pasos de comedia ligera (es para destacar, en este sentido, el papel de Josh Gad como un Le Fou, salido del closet que no teme en mostrar su amor por el irritante Gastón).

En una época en la que el cine mainstream recurre a la adaptación sistemática de cómics para sobrevivir ( el propio Disney al comprar a Marvel está utilizando ese universo para construir una entramado narrativo nunca antes visto en la industria) , esta ola de reversiones, recicladas con actores de carne y hueso, por lo menos demuestra que, más allá de lo oneroso de la producción, es el poder de una buena historia lo que hace que una película finalmente  funcione o no.

La bella y la bestia (Beauty and the Beast, EUA, 2017), de Bill Condon, c/Emma Watson, Dan Stevens, Luke Evans, Kevin Kline, Ewan McGregor, Ian Mc Kellen, Emma Thompson, Stanley Tucci, 129′.

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