Si algo define la elegancia formal y el tono de Interlude, es el uso de las elipsis. Sirk, maestro de la puesta en escena, viejo mago del estilo, hace aquí una operación de ocultamiento que es equidistante al que la historia del cine ha tenido con su película. Relegada a un mero eslabón en la estadística, jamás entrará al podio de sus obras más reconocidas (tal vez alguna retrospectiva o una honrosa remasterización cambien ese destino). Existen también discrepancias históricas acerca del proceso de adaptación y el texto de James M. Cain del cual se nutre el guion. Algo es cierto: la película es una remake de When Tomorrow Comes (1939), de John M. Stahl, que adapta con enorme elasticidad “A Modern Cinderella”, aunque hay quienes aventuran que también se cuelan algunos retazos de “Serenade”. Lo cierto -y relevante- es que tanto Stahl como Sirk deshojan el tono de desazón socio-política de su germen literario, limpiando de asperezas las relaciones de clase entre los personajes, y se centran desprovistos de toda culpa en el melodrama romántico. Y es en esa fiera determinación que tanto Sirk como Stahl acaban por respetar -traicionándolo para hacerlo propio- el espíritu libertario de la prosa de Cain.

En su regreso a Alemania luego de su exilio, Sirk construye su puesta en escena alrededor de un puñado de aspectos puramente cinematográficos: el paisaje de Munich y sus grandes escenarios, y el protagonismo indesmentible de la música (Schubert, Wagner, Brahms, Mozart). Son el espacio y el sonido dos personajes tan relevantes como Helen (una gélida June Allyson), la norteamericana que viaja a Alemania para “conocer algo del mundo”, y Tonio (Rossano Brazzi), un conflictuado director de orquesta que se codea con la alta sociedad y carga con un oscuro secreto familiar. Realidad e ilusión, la exuberancia de la naturaleza y la opresión de los espacios interiores, son como un juego de espejos que Sirk devela y enfrenta poco a poco; cerca del inicio de la relación de Helen y Tonio, cuando las cartas apenas están echadas, un simple reflejo de un rostro en la tapa de un piano nos sugiere la tormenta a punto de estallar. El plano es magistral, con una composición atenta a la sorpresa, con Tonio de espaldas tocando una melodía mientras el realismo se codea con el misterio. Y allí donde otros develarían lo innecesario, Sirk hace gala de su manejo de los tiempos narrativos, y corta el plano (e interrumpe la escena, como lo hará en casi todos los instantes relevantes del relato, antes que diga más de lo que ya ha evidenciado). No será el único juego narrativo -simple y complejo a la vez- que se baraje a lo largo de Interludio. Serán las elipsis un elemento central para el (des)conocimiento de los protagonistas y el desarrollo de una historia de amor que pronto será sometida a decisiones de índole moral, o filosófica, acerca de las consecuencias de sus actos. Pero por sobre todo los de Helen, tironeada por el confort que le propone un compatriota que la quiere llevar de vuelta a su país, y otras fuerzas menos tranquilizadoras que la impulsan hacia lugares más ambiguos.

Rodada en un hermoso Cinemascope que aprovecha los exteriores para pintar de color y armonía los encuadres, pero también de cierta fiereza y sino trágico a los interiores, Interludio juega a que esas “fuerzas de la naturaleza” (una tormenta, el lecho de un lago, el paisaje de una ciudad entre montañas) se involucren de manera decisiva en la historia; una historia en la que la amargura y el “deber ser” sonarán como notas discordantes alrededor de una pasión que será puesta a prueba por el carácter definitorio de algunas decisiones, que como en todo melodrama con mayúsculas, marcarán los destinos no solo de la pareja central, sino también los de otros personajes. Esas fuerzas desatadas que chocan contra el umbral de la razón parecen encontrar en la música (son tenazmente bellas y largas las escenas dedicadas a involucrarla en la trama), un contrapunto ideal para que Sirk despliegue su mejor juego: el de una puesta en escena elegante, expansiva en los límites del encuadre, descriptiva en los umbrales desde los cuales se miran los personajes -el espacio detrás de escena de la orquesta, los camarines del teatro, los salones suntuosos- y que obstinadamente, hasta que la cuerda amenace con quebrarse, los amantes tratarán de cruzar para pulverizar las distancias que los separan. Para Helen, y para nosotros, espectadores involucrados en un juego en el que nadie es del todo inocente ni culpable, el viaje será una fábula de descubrimiento y desengaño. No queda más que dejarse llevar por el camino que propone Sirk, y descubrir en una de sus obras menos conocidas, la mano inspirada de su autor.

Interlude (Estados Unidos, 1957). Dirección: Douglas Sirk. Guion: Franklin Coen, Daniel Fuchs, Dwight Taylor, Inez Cocke. Fotografía: William H. Daniels. Elenco: June Allyson, Rossano Brazzi, Marianne Koch, Keith Andes, Frances Bergen. Basada en el cuento Interlude, de James M. Cain. Duración: 90 minutos.

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