Pensemos primero en esto: Buster Keaton hizo La ley de la hospitalidad hace 98 años. Vemos una película de hace casi un siglo, que no ha perdido un gramo de modernidad, a pesar de provenir de una época en la que el cine era tracción a sangre e imaginación para crear un verosímil sin efectos especiales ni nada que se le parezca.

La introducción del relato, situada en 1810, parece remitirnos a tiempos pre-modernos en los que asistimos a un drama prototípico del cine americano, con sus componentes de venganzas y duelos que darían génesis y serían el sostén del western. Pero en el salto temporal que implica la elipsis de la historia, Keaton nos lleva a 1830. Y entonces sí, la modernidad irrumpe de manera contundente: no solo lo refleja el contraste entre la nocturnidad de la introducción y la luminosidad diurna de la continuación, sino la aparición de la ciudad -Willie, el protagonista, ha crecido en Nueva York- y lo que trae consigo, en especial las máquinas representadas en la locomotora que tira de una formación que asemeja más a un grupo de diligencias que a lo que conocemos como trenes. Pero la aparición de la máquina implica, sobre todo, el movimiento. El desplazamiento de los personajes en el espacio y el enfrentamiento de la máquina con los obstáculos de la naturaleza -piedras, animales- que en otros géneros derivaba hacia la aventura -de nuevo el western, con las caravanas que atravesaban el desierto, por ejemplo- o hacia lo dramático, en La ley de la hospitalidad se vuelven comedia por su persistencia en el absurdo. No se trata de un continuo desarrollado a lo largo del viaje, sino de la irrupción de momentos que, como cuñas, entran en el eje narrativo -que recién comienza a coquetear con el romanticismo no desarrollado pero previsible entre los protagonistas que comparten el “vagón”- para desvirtuar cualquier posible tono solemne. Algunos de esos momentos siguen siendo aún hoy hallazgos notables en lo que implican como forma de resolver la aparición de obstáculos: si hay piedras, las vías siguen por sobre ellas; si un burro se instala en las vías, en lugar de correr al burro se corren las vías; si se cree que el tren es la manera más rápida de viajar, se le opone el perro de Willie, que por momentos hasta se adelanta a la locomotora.

Si el absurdo se detiene en el momento en que el tren llega a Rocksville, es porque aquí la oposición entre la modernidad y el pasado se resuelve de otra manera, apelando al desajuste entre el personaje central y el entorno en el que empieza a moverse. Willie llega al pueblo sin conocer la historia de la rivalidad entre los Caufield y los McKay, lo que lo lleva a una inconsciencia del peligro que se replica una y otra vez. Pero a la vez revela la permanencia del pueblo en ese estado de pre-modernidad que no solamente se percibe en el contraste entre la casa que hereda y la que había imaginado -que pertenece más a la idea de mansión de ciudad que a la de un pueblo-, sino en la violencia que circula a su alrededor y que lo atraviesa de una manera u otra. De nuevo, ese cruce se va resolviendo a partir del absurdo, del recurso a lo inesperado que toma el relato para involucrar a Willie -en especial, la forma en que la explosión del dique le permite no ser descubierto por los Caufield, o la manera en que se resuelve su intento de intervenir en la paliza que un hombre le da a su esposa-.

Esa deriva por el espacio público del pueblo -donde existe el riesgo para el personaje- se transforma en una inserción en el espacio privado, donde el juego humorístico empieza a encontrar otras coordenadas. Es allí donde empieza la conciencia del personaje en relación al entorno y al lugar que ocupa en él. Y es donde el espacio comienza a cobrar una dimensión fundamental. Si allí el adentro y el afuera devienen espacios claramente delimitados por la moral y la legalidad -la ley no es más que un cartel puesto en la casa de los Caufield a cuyo contenido la familia ha decidido honrar por sobre todas las cosas-, funcionan además como punto de referencia para reconstruir un humor más deudor de los cortos de Keaton. Solo que aquí, las persecuciones no van de habitación en habitación, sino que se registran como tensión continua en los límites: toda la comedia se resume en la existencia de puertas y ventanas. Pero en lugar de recurrir a los artificios del vaudeville -con sus habituales puertas que se abren y se cierran-, Keaton prefiere usarlas como elementos estáticos, como demarcatorias de límites que no se deben trasponer -o en los que debe buscarse una forma de esquivar la reacción de los hermanos guardianes. La paradoja es que la casa del enemigo termina resultando el sitio más seguro. Es entonces que lo que vemos se vuelve una puesta en escena de aquello de que la tragedia se repite como farsa: el enfrentamiento familiar jurado como venganza se topa con los límites del honor familiar aún cuando se produzca una intrusión del otro, y si el afuera era el espacio del enfrentamiento bajo un diluvio en el pasado, una tormenta similar en el presente es lo que desarma la posibilidad de repetición.

Hay, por cierto, en el final, un intento de escapatoria, marcado nuevamente por lo imprevisto. El tren vuelve a ponerse en movimiento en sentido contrario al original, pero el obstáculo ahora toma la forma de la persecución. La película vira hacia una aventura en la que, sin embargo, cada personaje se mueve por su cuenta, como si en cada uno se recompusiera parte de ese espacio en el que no pueden terminar de convivir. La doble secuencia de los rápidos y la cascada -primero con Willie, luego con la chica- sigue siendo un prodigio de destreza fílmica (vean, para comprender de qué manera se filmaron esas escenas, el notable documental Buster Keaton: A Hard Act to Follow, de Kevin Brownlow), que desemboca en un regreso al punto de partida: el personaje comprende que el único espacio seguro es la casa de su enemigo y la única forma de saldar la distancia es con la pertenencia forzada a la familia.

La ley de la hospitalidad no es una comedia en estado puro, como pueden ser Las tres edades o Go West. Pero sí puede verse como una especie de borrador de las ideas que Keaton desarrollaría en El maquinista de La General. O como una relectura burlona de la historia de Romeo y Julieta. Pero es el punto de partida de la comedia cinematográfica moderna, el eslabón esencial entre los cortos de dos rollos y el desarrollo de una narrativa en la que la comicidad se liga con el movimiento, el uso del espacio y los cuerpos puestos en él. Y, por sobre todo, es la primera obra maestra de Keaton en ese formato, del que sería el rey indiscutible de esa década.

La ley de la hospitalidad (Estados Unidos, 1923). Dirección: Buster Keaton y John G. Blystone. Guion: Jean Havez y Joseph Mitchell. Fotografía: Gordon Jennings y Elgin Lessley. Reparto: Buster Keaton, Joe Roberts, Ralph Bushman, Craig Ward, Monte Collins, Joe Keaton, Kitty Bradbury, Natalie Talmadge. Duración: 74 minutos.

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