LR-ELITE-SQUAD-The-Enemy-Within-L-R-Seu-Jorge-and-director-José-PadilhaViolencia e hipocresía: breves apuntes sobre el concepto de “justicia” en la filmografía reciente de José Padilha. El 3 de diciembre del 2013, Córdoba, “La Docta”, la ciudad con la segunda Universidad más antigua de América, la ciudad de Tosco y el Cordobazo, de la industrialización metalúrgica, la Reforma Universitaria y los claustros jesuitas que siempre hicieron apología de la educación y el conocimiento, sufría un repentino acuartelamiento policial: desde las 12 del mediodía, más o menos, todos los policías desaparecieron de las calles y se atrincheraron en un cuartel. Tipo dos de la tarde, varios grupetes de personas indistintas comenzaron a arrimarse a los grandes supermercados y distribuidoras de supermercados en la periferia de la ciudad para ver si podían robar algo. Sí, sí podían, y empezaron a saquear de manera absolutamente impune esos centros de consumo. Los medios televisivos se acercaron a cubrir inmediatamente lo que sucedía. Viejos, jóvenes y niños salían con changos llenos de productos de todo tipo. La mayoría no robaba comida o artículos de primera necesidad. Todos robaban alcohol, LCD, tablets y demás objetos electrónicos. Las imágenes eran elocuentes: robaban porque podían y podían porque evidentemente querían y no había ninguna fuerza externa que los detuviera. De hecho, muchas de estas personas se estaban recibiendo en ese mismo momento de “delincuentes”: con el televisor o la heladera que sacaban del hipermercado, estaban robando por primera vez en sus vidas. Todo parecía una gracia, una travesura. Saqueaban y se reían. Festejaban. Celebraban. Subían las fotos con los botines a Facebook o Twitter jactándose de la proeza y anunciando lo que seguirían robando con el correr del día. El día siguió su curso y los saqueos comenzaron a abandonar los grandes supermercados periféricos para centrarse en los barrios y en el centro comercial de la ciudad. Barrios pobres, de clase media o alta, no importaba. Los focos de saqueos comenzaron a florecer en todos los sectores. En algunos robaban minimercados, kioscos, librerías barriales y locutorios. En otros, locales de ropa, ferreterías, casas con productos para bebé y hasta motos de concesionarias. No había límites ni discriminación. Había una mínima (aunque efectiva) organización: aparecían en motos o camionetas y metían adentro todo lo que podían. No había manipulación mediática ni organización política. A mi hermano y su mujer embarazada los intentaron emboscar en el auto dos motochorros revoleando cadenas (se emboscaban autos en los puentes de acceso a la ciudad, que son numerosos) mientras volvían del trabajo. Mientras cerraba la reja de mi casa, dos personas se bajaron de una moto, entraron al local de ropa que queda cruzando la calle, que no tiene prendas de más de 500 pesos, y matándose de la risa, le robaron todo lo que había en el lugar. Hoy ese negocio de ropa se transformó en un kiosco ya que el dueño no pudo reponer la mercadería.

Tropa_de_Elite-710060008-largeEran casi las 10 de la noche y comenzó la contraofensiva. Los dueños de los negocios se empezaron a defender. A los tiros y a los palos. Los estudiantes universitarios, que habitan algunos de los barrios más ricos del centro de Córdoba, bajaron de sus cómodas viviendas y comenzaron a moler a palos a cualquiera que pasara en una moto. Era el renacer de La Liga Patriótica y el gen de la locura de los linchamientos de hace algunas semanas en Buenos Aires. Eran las 12 de la noche y el impresentable gobernador de Córdoba, que había canchereado la situación cuando las mujeres de los policías comenzaron a amenazar con el paro un par de días antes, todavía no hacía pié en el aeropuerto de la ciudad (se había ido a Panamá a un congreso de algo). Eran las 2 de la mañana y los policías seguían sin arreglar los aumentos de sueldo con el gobernador recién llegado. Los gritos y las corridas por todos lados eran alarmantes. La locura siguió toda la noche. El gobierno municipal no hizo nada para detenerla porque no tenía ninguna fuerza de seguridad a su cargo para enviar a controlar la situación. Apenas se dignó a decretar feriado para el transporte público, las escuelas, los comercios y los bancos. El gobierno provincial seguía fallando en las negociaciones y los policías provinciales continuaban acuartelados. El gobierno nacional aprovechó la situación para vengarse de un rival político, como lo es el gobernador de Córdoba, negándose a actuar de oficio, negando quizás que los cordobeses también son argentinos, y no envió a la Gendarmería nacional para que controlara la situación. Los Estados municipal, provincial y nacional habían fallado burdamente. La justicia había fallado burdamente. La conciencia ciudadana había fallado burdamente. El sistema democrático había fallado burdamente. Ahora imperaba la ley del más fuerte. Ahora, lamentablemente, se había acabado de consumar y corroborar una terrible paradoja: la única manera de mantener el orden y la paz bajo un régimen democrático es a través de personas armadas que custodien y administren ese orden. Y eso sucedió recién el día 4 de diciembre cuando, tipo una y media de la tarde, los policías arreglaron con el gobernador una suba de sueldos y volvieron a patrullar los barrios. La anarquía y los saqueos cesaron de inmediato. Al día siguiente, a raíz de miedo a los allanamientos policiales, muchos de los ladrones (la mayoría de forma anónima) comenzaron a devolver lo que habían robado. Las armas y los oficiales habían vuelto y, al parecer, la armonía y la convivencia social. El 10 de diciembre, con muy mal tacto -no por la celebración en sí, que era más que justificada, si no por el ninguneo que se le hizo a esto que había pasado en Córdoba-, la presidenta festejaba con bombos y platillos y Gerardo Romano, Moria Casán y hasta Sofía Gala entre sus invitados, los 30 años de democracia, el fin de los militares, de las armas en el poder. El festejo, al menos mirado desde Córdoba, parecía un acto de demagogia banal. El festejo, al menos mirado desde Córdoba, era triste, muy triste porque Córdoba misma estaba triste (durante los saqueos, entre otras atrocidades y cientos de heridos en el Hospital de Urgencias de la ciudad, habían muerto dos personas). Como me dijo el kiosquero de enfrente: “El mismo tipo que venía todos los días a comprarme esa cerveza, ahora vino a robármela”. Las personas no comenzaron a delinquir ese 3 de diciembre porque no les quedaba otra opción en la vida, porque la necesidad material los asfixiaba, sino que, por el contrario, el robo fue una opción y la eligieron de manera masiva, rapiñera y, sobre todo, voluntaria. El problema, al margen del sistema (democrático) y sus instituciones, fueron las personas. De hecho, las personas son el problema principal dado que el sistema y sus instituciones son formados, regidos y acatados por personas. El problema, en definitiva, es el ser humano, y en ese principio, asociado a la “falla” del hombre y su individualismo, José Padilha tensa su visión de la justicia a lo largo de sus últimas tres películas.

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Casi 6 años antes de que sucedieran los saqueos en Córdoba, en el 2007, este director brasileño estrenaba su Tropa de elite. En esta película, el Estado era corrupto, la policía era corrupta y la mayoría de sus ciudadanos (ricos, medios y pobres) también lo eran. Por eso, en palabras del memorable capitán Nascimento interpretado por Wagner Moura, “Hay una guerra”. Al parecer, la única solución para terminar, o al menos, combatir, esta guerra era mediante el accionar de un grupo “de elite” que se diferenciara de esa corrupción generalizada. Un grupo selecto y puro en ideales, incorruptible por sobre todas las cosas, y capaz de adentrarse sin miedo en esta batalla y generar un cambio. Ese grupo es el BOPE, la tropa de elite de la policía militar brasileña, la otrora conocida como “brigada de la muerte” por turistas argentinos que se animaban a ir más allá de Florianópolis en las vacaciones y terminaban en Río de Janeiro.

Para el BOPE, el fin justifica los medios. Su fin es eliminar la delincuencia y, por lo tanto, todo medio para eliminarla es válido. Por eso el BOPE secuestra, humilla, tortura y mata con total impunidad. Usa los medios que usan sus adversarios, los delincuentes, y los usa de manera más terrible. Con la impunidad que le otorga la justicia del Estado, el BOPE es peor que su enemigo. Sin embargo, la guerra, a pesar de esa brutalidad, no se va ganando. Por esta razón, Nascimento está cansado, con ataques de pánico, con un hijo por nacer, y con ganas de dejar toda esa locura para vivir con su familia en paz. Necesita, para ello, un sucesor que lo reemplace. Lo busca en un policía honesto y derecho, Neto, pero falla en la elección. Neto no está interesado en el fin si no en los medios. Neto quiere matar solamente. Neto muere en una emboscada. Nascimento se frustra. Encuentra, más adelante, otro posible sucesor: Matías. El policía honesto, el negro, el que venía de un hogar humilde, el que quería ser abogado, el que andaba con la chica rica que jugaba a hacer trabajo social en las favelas liberando así un poco de culpa burguesa. Matías es diferente a Neto: los medios son necesarios solo si hay un fin. Por eso, en el final, acepta el arma y apunta a la cara del traficante que mató a Neto. Por eso hay fundido en blanco y el sonido de un disparo. Por eso cada vez que el BOPE mataba a un delincuente se lo echaban “a la cuenta del Papa” (ya que su visita había determinado el inicio de la “limpieza” en las favelas, para que pueda descansar sin peligros en una de ellas durante su estadía en Río).

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La ironía y el pragmatismo de Padilha en esta película generaron un escozor terrible entre intelectuales y neo humanistas amantes del “Manual del buen Foucault”. Para Padilha, en Tropa de Elite I la justicia es un método más, no un fin. El fin es erradicar la delincuencia a como dé lugar. La muerte es la “solución inmediata” más eficaz, pues la justicia es corrupta y, en caso de no serlo, de funcionar correctamente, ofrece una “solución a largo plazo” altamente corruptible. El BOPE mata porque no tiene otra alternativa que la de matar. Y esta “encrucijada” es lo que despertó que los seguidores del “Manual del buen Foucault” pegaran el grito en el cielo y dijeran que la película era altamente fascista, machista, abyecta, y, en cierta medida, xenófoba. Y lo es, sin dudas, pero no porque esa fuera la posición defendida por Padilha, si no porque la justicia pragmática (no idealista), en el sentido de “causa/efecto” que observa Padilha, funciona, o debería funcionar, así: si lo que se quiere es una “solución inmediata” para la delincuencia, ya sea porque el Papa viene de paseo o porque la gente no quiere sufrir más robos, asaltos, ni asesinatos, entonces, hay que matar al delincuente. Todo otro proceso es una “solución a largo plazo” y el Papa venía en menos de un mes.

A pesar de esta incómoda seguridad en su exposición cinematográfica, José Padilha tomó nota de estas críticas y filmó Tropa de elite II (2010) casi como una contestación (¿justificación?) a esas voces. La película empieza con un guiño formidable: la esposa de Nascimento decidió dejarlo y criar a su hijo con un profesor universitario, humanista, típico estereotipo del amante del “Manual de buen Foucault” que servía siempre de mediador entre los presos y la policía o el mismo BOPE. Es decir, la esposa de Nascimento había cambiado a Nascimento por un hablador, un educador ubicado de manera urticante en las antípodas del mismo Nascimento. Este educador, Diogo Fraga, interpretado por Irandhir Santos, sostiene que el delincuente es víctima de la sociedad y no de sí mismo;, por lo tanto, si se cambia a la sociedad, se cambiará al delincuente. Sólo a través del diálogo, la sociedad puede cambiar. Sólo a través del diálogo hay comunicación, civilidad y entendimiento, es decir, educación. Y la educación es la única que salva. Que puede salvar. Mentira, asegura Padilha. La mentira, la hipocresía de este pensamiento, queda demostrada cuando el hijo de Nascimento es secuestrado: su ex mujer y el propio Fraga no recurren “al diálogo” para intentar recuperar al niño,  no intentan “educar” a los secuestradores para que se den cuenta de su error y les devuelvan voluntariamente al niño; no, recurren a Nascimento y a los métodos que él empleará para recuperarlo, por más violentos y depreciables que sean.

El idealismo se rompe cuando el problema es inmediato. La “solución a largo plazo” se tiñe de hipocresía cuando se necesita desesperadamente una acción urgente. El “Manual del buen Foucault” sólo sirve cuando el problema no lo toca a uno de lleno; cuando no hay necesidad de emplear la violencia para defenderse. Una vez más, Nascimento deberá matar. Deberá usar este medio para un fin: para recuperar a su propio hijo. Para devolvérselo a su ex esposa y a Fraga, que lo odia pero lo necesita. El paneo aéreo hacia el final de la película sobre la ciudad de Brasilia y el congreso brasileño es elocuente: mientras el Estado no asuma políticas concretas y, sobre todo, efectivas para soluciones a “corto” o “largo” plazo con respecto a la delincuencia, el BOPE seguirá matando; a menos que el mismo Estado haya implementado estos asesinatos como solución (¿este Mundial de fútbol que se viene y la militarización de las favelas como ejemplo?) y los encubra detrás de la presencia -voluntaria o involuntaria- de los Diogo Fragas, de los humanistas de escritorio, de personas a las cuales no les secuestran los hijos y su radio de acción no trasciende mayormente el claustro universitario.

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De esto se desprende que, en la reciente remake de Robocop (2013), Padilha y su sentido de la justicia comiencen precisamente en este punto: en el Estado y sus soluciones, en el Estado y su manera de operar para encontrarlas. Un magnífico Samuel L. Jackson comienza la película interpretando al inescrupuloso conductor televisivo de un programa político exitoso, en el que critica brutalmente al gobierno de los EE.UU. por no levantar la ley que prohíbe que se utilicen robots como fuerza policial o anticrimen dentro del territorio estadounidense. Lo critica porque hay pruebas de que los robots son usados fuera del suelo yanqui y, al parecer, con gran eficacia (aunque la escena de lo que sucede en Irán con estos robots deja muchas dudas al respecto). Para el personaje de Jackson, la delincuencia es una cosa homogénea que requiere una “solución inmediata”. No le importa por qué los delincuentes son delincuentes. Le importa solamente que desaparezcan. Los policías no sirven para este fin porque son humanos y fallan, ya sea por inoperancia, inutilidad, corrupción o, simplemente, sentimentalismo. Las máquinas, en cambio, son incorruptibles porque no tienen sentimientos. Son programas lógicos y precisos. Son perfectas para eliminar un crimen imperfecto. Una gran corporación, la OCP, comienza a jugar un rol muy importante. Si el Estado no es garante de justicia a través de sus instituciones (la policía), tiene que buscar a alguien más. Acá no hay gendarmería que valga. Lo privado es más efectivo que lo público. Hecha la ley, hecha la trampa. Un híbrido entre humano y robot no está prohibido. Un engendro entre hombre y máquina es construido en una fábrica de la OCP en China para demostrar esta la validez de esta teoría. Sin embargo, en las pruebas, Robocop falla porque su parte humana lo hace fallar. Su parte mecánica le amplía notablemente su potencial (fuerza, velocidad, capacidad analítica, uso de armas, puntería), sin embargo, su parte humana, sentimental, lo vuelve lento, conflictuado, compasivo, solitario. Su parte humana lo hace dudar y, ante la duda, el crimen gana, se ramifica, pudre, prospera.

Con Robocop, Padilha construye casi una charada de sus películas anteriores, vuelve a mostrar su sentido de la justicia con total plenitud: en Tropa de elite I, sólo una “elite” humana incorruptible puede mantener el orden y la justicia a través de la violencia extrema; en Tropa de elite II, esa elite humana es imposible de consustanciar porque, justamente, está compuesta por humanos, por lo que el idealismo se vuelve hipócrita, muriendo la violencia pragmática e instituyendo la ley del más fuerte; en Robocop, la máquina aparece como solución a lo humano siempre y cuando prescinda totalmente de lo humano, y esto es imposible porque las máquinas son construidas y programadas por seres humanos. Mientras lo humano persista (resista), habrá dudas, y mientras haya dudas, habrá sentimientos, contradicción, confusión, corrupción. Elitismo, idealismo y tecnocracia fallan y fallarán por igual mientras el componente humano esté presente en algún nivel dentro de ellos.

Joel Kinnaman stars in Columbia Pictures' "Robocop."

Curiosamente, estas concepciones me hicieron recordar (a modo de redondeo) la obra de teatro La espera trágica (1962) de Eduardo “Tato” Pavlovsky, de reciente reestreno en Córdoba bajo dirección de Alejandro Vanegas y la actuación formidable de Brenda Sorbera, Sebastián Salomón, Juan Abraham y Trinidad Araujo. En esta obra clásica de Pavlovsky, la analogía inicial con Esperando a Godot es total desde el título de la obra hasta el teatro del absurdo que se representa. La obra, hasta los 15 minutos finales, parece quedarse en el mero gag del absurdo donde uno se ríe tenuemente sin saber bien si lo hace porque lo que ve es cómico o por ironía a “algo más”… ese “algo más”, al menos en Beckett, era la ridícula condición humana. Acá, en esta versión de la obra de Pavlovsky dirigida de manera muy lograda por Vanegas, es la incomunicación. Los cuatro personajes en escena hablan durante 45 minutos sin entenderse nunca, sin comunicarse nunca, creyendo que dialogan cuando no lo hacen, confundiendo sexo y personalidad, género y memoria, ideología y ambiciones, identidad y rol social, hasta que de repente, en esos 15 minutos finales, el personaje compuesto maravillosamente por Sorbera comienza de manera intensa y desesperante a cuestionar la falta de comunicación que tienen los otros tres personajes sentados uno al lado del otro en un mismo banco; rompe el absurdo esquizoide con una lógica sentida, política, compungida, potente, sin que los demás en escena entiendan o quieran entender. El absurdo sigue, pero este personaje que cuestionó la incomunicación cuando todos hablaban es llevado preso por un policía por haber puesto, aparentemente, una bomba. Para el Estado, la incomunicación no es un problema; por el contrario, resulta un instrumento de poder y sumisión necesario. Para el Estado, cuestionar la incomunicación, y encima poner una bomba, representa una conducta punible y, por ello, es en ese momento cuando comienza a actuar con total solvencia y de manera inmediata. Es cuando encuentra sí o sí un culpable por más que el mismo sea inocente. Por esta especulación de intereses y de manipulación del poder, en el cine de Padilha la justicia propiamente venida del Estado no importa demasiado. Importa el sentido de justicia que los hombres como individuos tienen y sostienen. La justicia no importa tanto desde lo humano (que siempre de manera inevitable tiene fallas y dudas) sino para lo humano. En Robocop, el sentido de justicia que hay en esos pulmones y ese cerebro metido entre toneladas de acero y circuitos, que es padre de un niño y esposo de una mujer, es lo que importa; en Tropa de elite, el sentido de justicia que hay en Nascimento, en Neto, en Matías, en la chica con culpa burguesa, en Fraga, en la esposa de Nascimento, en los mismos traficantes, es lo que importa. La justicia en sentido inmediato o a largo plazo, que estos individuos plantean, imponen o aguantan, es lo que importa. La justicia con y a través de las armas, tal como el Che Guevara planteaba sus revoluciones allá lejos y no hace tanto tiempo, es lo que importa; las mismas armas que cuando faltaron en Córdoba el 3 de diciembre hicieron colapsar a todo el sistema; las que cuando se impusieron en el 76 destruyeron el sistema; las que mientras sean portadas por hombres para ejercer justicia entre hombres siempre serán un inexpugnable y cuestionable peligro tanto para quienes las usan como para quienes las sufren; las que mientras sean un medio serán lamentablemente el fin en sí mismas. Y eso Padilha lo sabe, y por esa razón sigue cuestionando a los humanos que las usan, a los que a pesar de tener perfecta puntería y circuitos integrados, necesitan chatear con su esposa cada día para saber que todo está bien, que la guerra tiene sus treguas y que los sentimientos, aún y pesar de los sentimientos mismos, siguen siendo el verdadero motor del mundo: la excusa más justa para sentirse, a pesar de todo el caos circundante, vivo, comunicado, entendido. Vivo, comunicado, entendido e íntegro a pesar de que se bordee la frontera social de la permanente desintegración por la delincuencia (¿la película de Padilha Ómnibus 174 del 2002, por ejemplo?), el poder político usurero o el simple individuo oportunista al que se le ocurrió ir a robar la cerveza en vez de comprarla porque, simplemente, podía hacerlo.

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