Se murió el último guionista. Uno de los escasos en su profesión cuyo nombre en los títulos de crédito de una película, nos llevaba a verla. Como Rafael Azcona, como Age y Scarpelli, Suso Cecchi D´Amico o el múltiple Ennio Flaiano, aunque más conocido y valorado que estos grandes. Todos ellos europeos, representaban a priori una garantía de calidad. No parece haber ocurrido lo mismo en Hollywood. Se recuerdan los nombres de los grandes escritores que, en forma episódica y por lo general con relativo éxito, pasaron por Hollywood para salir de su sistema decepcionados y desgastados en su verdadero interés: la literatura. Raymond Chandler, William Faulkner o Scott Fitzgerald forman parte de esa lista ¿Alguien en cambio recuerda a Ernest Lehman, autor del inmejorable guion de Intriga internacional, o a I.A.L Diamond, el genial y juicioso coguionista de Billy Wilder, autor de la réplica final más famosa e impecable de la historia del cine: “Nadie es perfecto” (Una Eva y dos Adanes)? Tuvieron que pasar ochenta años para que el trabajo de zapa de Pauline Kael y David Fincher, diera cierta notoriedad pública a Herman Mankiewicz como guionista de El ciudadano. El guionista es la cenicienta de la fama.
Jean Claude Carrière, en cambio, era un sello, solo o asociado con su par y mentor, Don Luis Buñuel; Carrière sumaba espectadores, no tantos como Truffaut o Berlanga, por caso, sino en la medida y proporción de su más discreto oficio de guionista, pero tal vez más que cualquier otro en la historia del cine. Su muerte marca el fin definitivo de una época. Su talento múltiple se manifestó primero con Jacques Tati, junto a quien empezó su carrera; luego con Godard y, sobre todo, con Luis Buñuel, entre tantos otros nombres y títulos mayores y menores que completaron su nómina de alrededor de trescientos guiones (Pierre Etaix, Volker Schlondorff, Louis Malle, Luis García Berlanga, Andrej Wajda, Peter Brook, Milos Forman, Fernando Trueba, Michael Haneke).
¿Cuál era su don, la ubicua capacidad que le permitió ser el colaborador imprescindible de cineastas tan distintos como Tati o Buñuel? No tengo la respuesta, sin embargo arriesgo una hipótesis: Jean Claude Carrière era un notable escritor profesional, pero su talento camaleónico, su verdadero don de artista era el de mimetizarse con los genios, buscar en la profundidad de sus zonas más oscuras para luego acompasarse a sus mecanismos de creación. Tal dote lo hizo único. Cuando era un joven escritor incipiente, Jacques Tati le propuso que novelara los guiones de Mi tío y Las vacaciones del señor Hulot. De allí en más su carrera no se detuvo nunca hasta su reciente muerte, al borde de los noventa años. Durante todas esas décadas de actividad como guionista, escritor y ocasional actor, reivindicó siempre su método de trabajo, el de la inmersión en el inconsciente, la búsqueda de una aleatoria guía de acción en su propio interior, su territorio más oscuro e instintivo, afrontando la libertad y los peligros que la acompañan. Tal profesión de fe equivalía a ponerse la camiseta de un antiguo equipo ya disperso, el de los surrealistas que, ya concluida su escandalosa vida útil, contaba todavía con un único y gran representante activo en el mundo del cine: Luis Buñuel. Carrière fue a su manera el último integrante de aquel mítico equipo, el más joven, el menos sujeto al dogma. Un surrealista práctico, si se me permite el oxímoron, que rescató la libertad, anarquía y salvajismo de Breton y sus discípulos y la puso al servicio de su propio talento. Luis Buñuel fue, por supuesto, su profeta. La unión entre ambos era inevitable y se produjo pronto; en 1963 escribieron El diario de una camarera. De allí en más concretaron una serie de obras maestras: La vía láctea, Belle de jour, El fantasma de la libertad, El discreto encanto de la burguesía y Ese obscuro objeto del deseo. Un recorrido libérrimo, inocente, por momentos de aire ligero, en otros profundo, lejos siempre de cualquier solemnidad. Los dos maestros, el viejo Buñuel y el joven Carrière, se sumergieron –y nos llevaron con ellos- en el inconsciente para emerger de él cuantas veces quisieron, como pescadores de perlas que vuelven del fondo del mar con las gemas más extrañas y brillantes. Es claro que después de esos viajes, de esas inmersiones de autoconocimiento, Carrière estaba preparado para cualquier desafío; la rústica dignidad del Danton de Wajda, la literalidad de El tambor en versión de Schlondorff, el terror historicista del Haneke de La cinta blanca (en donde, como una corriente obscura y subterránea, circulan los fluidos salvajes del surrealismo, libres por una vez del férreo, cruel y piadoso control germánico de Haneke).
Carrière fue también un escritor; alrededor de treinta libros, novelas, ensayos históricos o sobre cine, manuales de escritura de guion, otros ensayos sobre el budismo, uno de sus intereses de la madurez luego de adaptar el Mahabarata, el libro sagrado hindú, para la película de Peter Brook. Desconozco toda esa parte de su obra, que fue traducida y publicada en España; me queda no obstante el consuelo de haber leído Mi último suspiro, la autobiografía de Buñuel que éste comienza con el siguiente epígrafe: “Yo no soy hombre de pluma. Tras largas conversaciones, Jean Claude Carrière, fiel a cuanto yo le conté, me ayudó a escribir este libro”. Las historias, la articulación de su incierta memoria anciana, llena de episodios vividos o inventados, son puro Buñuel (muchos de esos episodios aparecen luego en El fantasma de la libertad o El discreto encanto… ¿Recreaciones autobiográficas? ¿Fantasías que luego incorporó a su memoria como realmente vividas, desdibujando en forma deliberada los límites entre la ficción y la hipotética realidad? Ya lo dijimos, puro Buñuel). La escritura, fluida, simple, bella, atrapante, es en cambio puro Carrière. La simbiosis de ambos talentos se fue gestando en miles de comilonas mojadas con altos vinos (otra de las aficiones de JCC) y conversaciones y se concretó en este libro, publicado en España en 1982, un año antes de la muerte del maestro aragonés. Una alianza poco común en la historia del cine. Carrière se nutrió de Buñuel como cualquier joven discípulo de su maestro. Pero Buñuel afirmó la grandeza de su obra final, su gloriosa despedida, en el talento homólogo de ese hombre que lo complementaba, que le guio la mano para firmar el adiós en un libro impar. Casi cuarenta años más de vida y trabajo, completaron luego la trayectoria enorme de este ahora anciano Jean Claude Carrière que se marchó de pie hace unos días. El último guionista, el penúltimo gran viejo de una saga que se extingue (todavía nos queda Eastwood). No incurriré en el lugar común de decir que Buñuel y Carrière se habrán encontrado en algún incierto trasmundo. Lo que hicieron juntos quedó aquí, entre nosotros, formas vivas de una existencia que se agota con el fin de la materia, tal como ambos creían. Gracias, maestros.
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