Drama de puertas cerradas, Gett: El divorcio de Viviane Ansalem es la crónica de una obsesiva pelea por la libertad destinada al fracaso. Situada en la zona del mundo en donde transcurre, su elegido encierro, su opresivo desarrollo que aparenta desplegarse en un continuo tiempo presente -apariencia solo desmentida por los carteles que de tanto en tanto advierten: “unos meses después”- puede resultar también una metáfora involuntaria de otros encierros, otras luchas por la libertad y otros sacrificios como el que ofrece en su culminación.
Viviane Ansalem quiere divorciarse de su marido; ambos son judíos de origen marroquí, parte de una comunidad cerrada y tradicionalista, respetuosa de códigos milenarios de conducta y disciplina. Los hermanos Elkabetz, codirectores de la película; Ronit (también protagonista) y Shlomi, son miembros de esa comunidad y culminan con Gett: El divorcio… una trilogía dedicada a mostrar el sometimiento de la mujer dentro de las reglas de esa comunidad.
En Israel no existe ley civil para regular las relaciones entre las personas; ese lugar lo ocupan las milenarias normas religiosas; ellas prescriben que la disolución de un matrimonio es posible siempre que sea el hombre quien lo solicite o acepte el pedido de su mujer. Viviane quiere divorciarse, su esposo no. Tal es todo el conflicto, una propuesta militante, una denuncia de actualidad. Si los resultados van más allá habrá que preguntarse por qué.
Gett: El divorcio… tiene la apariencia de un drama teatral de la índole del Huis Clos sartreano. Toda la acción se desarrolla en el interior del tribunal rabínico que debe decidir sobre el divorcio; unidad de lugar que la cámara explora hasta el último detalle, con todo el repertorio de planos y movimientos centrado en Viviane, Elisha (el esposo), Carmel, abogado de la mujer, los tres jueces y poco más. El encierro es común a todos, es físico pero bordea lo metafísico, aún cuando con acierto los hermanos Elkabetz se concentren sólo en lo material de la acción. La reclusión es la ley milenaria que equipara a todos en distintos grados de obediencia; Viviane es el vértice, el resto apenas figurantes que no pueden salir de su rol, o aparentan estar cómodos en él (los jueces, el hermano de Elisha).
La sumisión de Viviane es igual a la de Elisha. Ella quiere huir, él no lo permite; “estamos prisioneros, carcelero…” ; porque al fin todos resultan celadores de alguien y cada uno está preso de otro. Viviane es la más expuesta y sufriente, es imposible romper los muros del sometimiento a la ley masculina; Viviane ruega cuando podría pelear o simplemente irse, ella quiere, sin embargo, que sea la palabra de Elisha quien la libere, por eso acepta el sacrificio final de la soledad impuesta, con lo que tributa a la ley que pretende romper y vuelve a caer en el huis clos del encierro. Nadie saldrá nunca del laberinto de esa habitación. Carmel lleva marcados los signos de una rebelión frustrada; hosco, desafiante, se niega a usar la kipá dentro del recinto aún cuando los jueces han dejado de prestarle atención al detalle; luego nos enteramos de que su padre es un célebre estudioso de la Torá, un rabino al que respetan los propios miembros del Tribunal; sabemos entonces que su rebelión es antes que nada rebeldía adolescente ejercida contra la ley del padre, un movimiento estéril que no llega a resolverse en madurez y afirmación del propio yo, otro modo del encierro. Hasta los propios jueces y el hermano y abogado religioso de Elisha, tan afirmados en su condición de custodios de la ley, tambalean y se molestan ante la persistencia del reclamo de la mujer, que los aleja de la comodidad de su propia reclusión. Elisha, tan duro y despótico en apariencia, tiene sin embargo una debilidad que lo vuelve también prisionero perpetuo: ama a Viviane.
Ella es el símbolo de que algo se ha desajustado allá afuera: el micromundo del Tribunal y el de esa familia, que no termina de deshacerse pero que ya nunca podrá volver al antiguo equilibrio, se transforman en otra cosa, en una pieza más de un sistema que debe reprimir y encerrar para sobrevivir, dos alternativas que en realidad no son tales. Por un lado la ley de los ancestros, por el otro la modernidad con sus necesidades y deseos expuestos se han unido en una sociedad que no parece ofrecer salidas, que sojuzga al prójimo y se recluye en sí misma. Las paredes del hogar son tan altas como los muros que separan a los dominantes de los dominados. Un orden patriarcal explica un orden político; dominantes y dominados son víctimas y victimarios girando en un círculo sin solución. Desde la pequeñez del cuarto en donde intercambian sus roles, amos y esclavos pretenden imponer el imperativo de sus conductas como ley universal; el orden patriarcal que ya no puede dar cuenta del mundo, la razón que, en su pretensión de libertad unidimensional, termina por transformarse en totalitaria e impone su yugo bárbaro al vecino y al semejante. Tal es la disyuntiva de los agonistas de Gett: El divorcio…: ni aquí, ni allá, ni la tradición ni la vacilante luz del pensamiento, el pasado y el presente acorralando al futuro. La acción de estos hombres (y mujeres) transformándose en el presupuesto de una temible ley universal.
Gett: El divorcio de Viviane Amsalem (Israel/Francia/Alemania, 2014), de Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz, c/ Ronit Elkabetz, Simon Abkarian, Gabi Amrani, 115’.
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