Con las mejores intenciones. La ciudad de Cochabamba es considerada la tercera capital de Bolivia, después de La Paz y Santa Cruz. Pero es la que más personas privadas de su libertad alberga. Aproximadamente el veintidós por ciento se encuentra en el instituto carcelario del barrio de San Sebastián. El hacinamiento y la superpoblación se presentan como uno de los temas centrales en muchos de los encuadres de Cocaine prison de Violeta Ayala, presentado en la Competencia Latinoamericana del FIDBA. La omnipresencia de una cámara que cada tanto encuadra desde un plano picado el patio de la prisión promueve un sitio donde el espacio necesario para vivir se encuentra tan asfixiante como imposible. El entorno en el interior del penal, el día a día, la soledad de los alojados forzadamente en ese depósito de pobres, la cotidianeidad de la sensación de olvido del mundo hacia ellos, más sus historias individuales, se presentan a partir de un dinamismo estructurado por planos secuencia, cámaras en mano y tomas cortas en función del enriquecimiento narrativo de lo que a priori podría haberse pensado más llanamente desde una mostración más general, desde una documentalización cuasi anónima y sin particularidades. Pero la directora misma se interna en el submundo a través de la entrevista y de una licencia para espiar selectivamente los periplos de tres historias reales extrapoladas narrativamente del conjunto. Una es la del joven Hernán, utilizado como mula para pasar a la Argentina dos kilos de cocaína, y detenido en el intento. Otra historia es la de su hermana, Daisy, el único familiar visible en casi toda la película, que averigua todas las instancias posibles para la liberación de Hernán, hasta el punto de evaluar la posibilidad de hacer ella misma el papel de mula para el mismo traficante que encargara el traspaso a su hermano, a modo de tenderle una trampa en combinación con la Justicia boliviana.
La tercera historia es quizá la más conmovedora dado que su protagonista, Mario Bernal, se quiebra ante la cámara cuando relata el largo tiempo que pasó sin saber absolutamente nada de sus hijos. “Solamente los sueño”, expresa acongojado. Otro hilo delgado en la cadena del tráfico de cocaína, que ni llegó a entrar en el delito concreto: lo encarcelaron antes de su primer viaje. Este último caso es el que más devela la consecuencia de las carencias económicas. Imposibilitado de hacerle una llamada a la esposa porque no puede pagar siquiera la llamada, impotente por no poder pagar su fianza de mil dólares, es el personaje que más solo se encuentra. También son entrevistados los abogados de las causas y “espiadas” por la cámara las conversaciones con sus defendidos.
La consistencia de Cocaine prison se encuentra en el recurso del montaje alternado, donde las tres historias se interrelacionan y unen en algunos tramos, incluso mediante escenas de diálogos entre los tres protagonistas. De este modo el ritmo está pensado para no decaer, en función de un relato orgánico donde los destinos confluyen hacia la justicia poética, a sabiendas de que en la mayoría de tales historias se carece de ella. Ese suele ser uno de los peligros de una narrativización en función de la estructura ascendente que frecuentemente opera desde la búsqueda de un cierre tranquilizador, en este caso a partir de la selección de casos en los cuales los reclusos recuperaron la libertad. Ese fuera de campo que son el grueso de las otras historias inconclusas, desafortunadas, crueles, quedan resignadas como fondo ante la pregnancia de la figura de aquellos que tienen la oportunidad, como se dice habitualmente, de “comenzar de nuevo”. La intención de Violeta Ayala es la más noble y esperanzadora, pero eclipsa el pensamiento acerca de las causas de una problemática que se gesta en la otra punta de la pirámide social, gran ausente de la película.
Una cámara tímida. Otra propuesta, en este caso de la Competencia Internacional, la ofreció Trinta Lumes de la directora gallega Diana Toucedo. También un documental estructurado ficcionalmente, aunque en modo más expreso. Un resultado de varios años del cuál Toucedo ofrece lo que considera la mejor síntesis de su investigación. La región de O Caurel de Galicia, España, no es solo el sitio en el cuál transcurren los escasos sucesos de la película: el marco más bien se presenta como protagonista casi exclusivo. En primer término, lo que ofrece la región según la cámara de Toucedo, es la atmósfera del lugar a través de la imagen y el sonido. En efecto, el plano general merece para la directora un tiempo suficiente para establecer un vínculo sensorial, plano con frecuencia ensombrecido por la promoción desde el tratamiento lumínico de una percepción de horas del día casi lindantes con el alba y el crepúsculo. Tal opacidad tiñe la imagen de extrañamiento y misterio, aspecto que se presenta como terreno favorable a los aspectos ficcionales del relato, pero a la vez intrusivo para la sensorialidad documental. La preadolescente Alba, punto de vista dominante en la película, expresa por ratos su percepción del lugar; ávida de investigación y reconocimiento de lo que percibe como presencias latentes de los muertos y de quienes emigraron de la región: “Se pasan horas mirando desde las ventanas. Inmóviles. A mí no me gusta acercarme a ellas. Sobre todo, desde que me dijeron que podía coger su aire; el aire de los difuntos. Pero cuando están tan próximos, cuando casi podría tocarles la mano, busco un espejo y me aseguro que no los veo en él.”
Por otra parte, en momentos en que la subjetividad de Alba se retira, aflora el registro de corte pretendidamente naturalista desde la mostración de los habitantes del pueblo y sus costumbres, como estructura paralela del material. La cámara se presenta desde una pretensión lo más fenomenológica posible, casi como un estar ahí, con el riesgo de resignar por momentos la búsqueda de la relación perceptiva en función de dar paso a la mera contemplación, esta vez a través de planos de conjunto, primeros planos y planos detalle. Hábitos de la región como las expediciones de caza del jabalí que incluye el plano de una presa ya despellejada, en el momento del corte de su cabeza. O el trabajo rural a través de las tareas de ordeñe o de recolección de las papas y de enormes calabazas. Diálogos entre padres e hijos a la luz del fuego, elemento de la naturaleza recurrente en los ochenta minutos de Trinta Lumes. La impronta fuertemente religiosa en la cultura de la región a través de una misa y de la referencia constante a los muertos, que incluye la visita al cementerio local y la limpieza de los nichos. La relación con los muertos como forma de trascendencia, se encuentra muy arraigada ancestralmente. De hecho, la joven narradora relata que su abuela, anciana a la cuál la cámara encuadra tejiendo en un sillón mientras mira la televisión, “lavaba y preparaba a los muertos”. Diana Toucedo se encarga de retratar a distancia la comunidad de creyentes, pero carece de lectura aparente sobre el hecho de lo religioso o de la fidelidad.
Lo que queda de manifiesto es que a través del tiempo este mundo de pocos habitantes se va abandonando; y que la vida en condiciones precarias casi pareciera ir de suyo. La relación de dicho mundo con el espectador, la directora la piensa atmosférica, pero lo meramente sensorial se presente insuficiente para conformar un cosmos. Tan insuficiente como el aporte de aspectos minimamente narrativos, desde recorridas de Alba y su amigo Simón por casas abandonadas hace años, donde según ella laten esos muertos que Toucedo actualiza tímidamente. Una timidez que expresa toda la película.
Cocaine Prison (Bolivia, Australia, Francia y Estados Unidos, 2017), de Violeta Ayala. 90′.
Trinta Lumes (España, 2018), de Diana Toucedo. 83′.
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