Había que encontrar la clave, nomás. Se trataba de eso. De estar atento al gesto, al detalle, a la palabra que nos revelase en algún momento su sentido verdadero. Y para eso había que escuchar y prestar atención. No a todo lo que se decía o a la información (puras trampas, puro McGuffin), sino al tono, a la dicción, a la enunciación ostensiblemente falsa, doblada, desfasada; al proceso de deconstrucción genérica que al abandonar el fuera de campo se volvía cuerpo. Porque esa frialdad inicial de la forma en el primer episodio, que apenas nos sugería la infinitud del espacio pero nos dejaba fuera de él, impidiéndonos participar de la fantasía y presentándonos el mundo como algo externo y controlado, carente de todo riego, tenía que ver con una elección que iba más allá del exceso y la megalomanía. La desmesura que hay en La flor responde a la idea del grotesco como cosa pública y universal, como cuerpo/objeto múltiple que se abre y cambia. Es la idea del carnaval tal como la entendía Bajtin al pensar la cultura medieval, y es una idea que subyace a lo largo de toda la película como espacio para la transformación y la liberación. Llinás elige voluntariamente su máscara y se aísla, no para evitar la comunicación con el resto del mundo, sino para hacer de ese extrañamiento una subjetividad que le permita transgredir los géneros.
Los núcleos de acción son verbales en La flor. La clave de la película justamente está en las voces y en los enunciados de las mismas, ahí donde Llinás hace decir (y cantar) eso que escribe; ahí donde el imaginario dibujado en el papel (de una libreta en este caso) se vuelve imagen y materia. Allí es cuando La flor gana: cuando el relato cede ante la puesta en escena para decir -y convertirse en- otra cosa; cuando la verdad de lo escrito se cifra en la mentira de lo que se ve; cuando la falsedad se duplica: ahí está el cine de La flor. A diferencia de Historias extraordinarias, donde las historias principales eran tres, en La flor tenemos seis: cuatro de ellas empiezan y no terminan, nos dice el director; la quinta, que es una reescritura imposible de Un día de campo de Jean Renoir, tiene su comienzo y su final; de la sexta historia sólo vemos –entre velos- su resolución, que es a la vez el momento en el que la película se saca finalmente la máscara para descubrir el mundo dado vuelta y para dejarnos en claro que, más allá de la clase B, del musical, de la intriga, del cine mudo y el melodrama, por mencionar sólo algunos de los géneros transitados a lo largo de las catorce horas que dura la película, en el fondo hemos estado siempre ante una comedia.
El tercero de los episodios acaso sea el mayor ejemplo de esta idea: narrado por el propio Llinás y en parte por su hermana Verónica, el relato y la extensión del territorio, desbordados permanentemente por el torrente de palabras y por el lirismo de los monólogos interiores, se vuelven alucinantes e inconmensurables, cosa que en los primeros dos episodios se nos sugería pero nunca se nos mostraba. El viaje parece alegórico pero es real: Siberia es Siberia y Bruselas es Bruselas. La película está ahí y en cada una de las ciudades y países que se nombran. La trampa, entendida como forma de representación que yace debajo de esas superficies, también está ahí: porque Llinás habla y nos cuenta una historia de espías, una de misterio, por momentos un policial, por momentos una de ciencia ficción, como si estuviésemos sentados alrededor de una fogata escuchando a un viejo contador de hazañas antiguas con la suficiente habilidad como para mantenernos atrapados e inmóviles a lo largo de toda una noche y sólo bastase con cerrar los ojos para entregarse a la ensoñación de esa antología fantástica de cuentos. Pero ocurre que si decidimos abrirlos y nos permitimos descreer de la oralidad del artificio, el sentido del absurdo y su costado cómico se nos revelan como una de las claves principales para entender la puesta en escena de La flor.
“La cara era mayor que la voz”, se le escuchará decir a Llinás (Verónica), encargada en este episodio de narrar el proceso, el tránsito y el devenir de las protagonistas femeninas, es decir, encargada de ponerle voz a la experiencia de esos cuerpos, mientras que su hermano se hará responsable de los detalles que rodean la trama y de los monólogos interiores, como el del hombre cautivo que, al mirar las estrellas en esa noche última, recapitula su vida y acepta su destino mínimo, falto de toda grandeza. La máscara vuelve a ser referenciada como instrumento de simulación. Porque las fuentes de creación que la película reconoce pueden ser el relato oral y la literatura europea del siglo XIX, pero la representación de esa tradición literaria es grotesca. Y el juego, una vez más, vuelve a invertirse: se evoca la épica pero se recurre al absurdo; el lirismo y la intensidad de lo dicho se ven contrarrestados por lo que sucede al interior de las imágenes; se recurre a la estética del Polar francés, como en el capítulo de los amantes criminales (Laura Paredes y Edgardo Castro), pero el exceso y la desmesura, que corresponden tanto a los diálogos como al espacio recorrido, pertenecen al melodrama, y es en esta asociación entre contención gestual y desborde pasional, en apariencia irrealizable, donde el episodio encuentra su leyenda definitiva: “Llegar, besarse, matar y vuelta a casa”.
La flor es una película enorme y está llena de referencias. La más evidente y reconocible es la ya mencionada película de Renoir, a la que Llinás le quita todo su realismo para dar cuenta de lo que el cine ya no es ni puede ser. Incluso para señalar lo que el cine ha olvidado cómo hacer, tal como ocurre en el primer episodio, donde el espíritu de Cat People de Tourneur sobrevuela el valle sanjuanino pero sin asentarse nunca del todo. En La flor abundan las adscripciones a los géneros y las referencias literarias, todo con sus consecuentes transmutaciones. Pero también hay otros guiños que conmueven más, ya sea por cercanía afectiva o por experiencia personal, y que aun así justifican su inclusión dentro de la película: “y ahí estaba ella, con la granada entre sus tetas”, dice la voz en off en el clímax del capítulo dedicado a “La niña” (Valeria Correa). La frase alude al estribillo de El regreso de Mao, canción que Los redondos tocaban en los ochentas y que nunca llegaron a grabar en estudio. La letra de Solari da cuenta de la aparición del grupo guerrillero Sendero luminoso en el Perú de esa década vertiginosa y de su líder, Abimael Guzmán, a quien llamaban el “Mao blanco”, pero también se hace espacio para narrar un instante de la vida de esa militante y posible amante del líder. En este caso, la protagonista no es peruana sino colombiana, pero tanto Llinás como Solari coinciden en el carácter clandestino de sus criaturas y en su destino último: la niña “se arrastra y se espina allá arriba” para hacer explotar todo por el aire. Hay renuncia y hay método. La relación entre ambos artistas, en tanto modos de producción y difusión de sus obras, en tanto deriva lateral y subterránea, es mucho más estrecha de lo que parece.
La otra referencia es una cita textual a una película: en Historias extraordinarias, “El viejo” se daba cuenta de que había perdido el juego (“un juego rico de amores”, Solari dixit) y se decía a sí mismo que ya no estaba para esas patriadas. La reflexión remitía inmediatamente al Don Porfirio de Invasión, aceptando también la derrota de sus muchachos y repitiendo esas mismas palabras frente al espejo. Pero en La Flor, la que dice “quiero ver si son tan malos como dicen” no es el Julián Herrera de la película mítica de Santiago, sentado en un bar al sur de la ciudad, sino la Agente 50 (Elisa Carricajo). Y esa inversión del género, confirmada por la conclusión final, tiene que ver con el hecho de que esos mismos parlamentos, adjudicados originalmente a la bizarría y la entereza masculinas, aunque en el fondo no se tratase más que de un juego de niños, se vuelven sabiduría y poder de fuego en el cuerpo de estas mujeres fatales que, de pertenecer a un linaje cinematográfico (y épico), ese es el de la Irene interpretada por Olga Zubarry en la misma película de Santiago: otra vez lo clandestino, lo paralelo y lo marginal como forma de organización y construcción seria, como destierro consciente y voluntario, más allá de los resultados. Hay algo que está claro: en La Flor cabe todo el cine, toda la literatura, toda la música.
Entonces Llinás nos dice que cuatro de las historias empiezan y no terminan. Que otra empieza y acaba y que una última arranca por la mitad y «termina todo el film». El director dispone las cartas sobre la mesa/pantalla con claridad, pero aun así, aun en el caso de que aceptemos la transparencia del juego, hay que desconfiar del discurso. La otra opción es levantarse de la silla/sala e irse. Pero hacer eso sería desoír al poeta (“no pases de todo, que no está tan mal”, reza una canción lejana y nocturna) y perderse la experiencia. Porque las clausuras que hay en La flor no están dadas por la narración ni por el género, sino por un sentido más bien trascendente: todas las historias concluyen en una conversión, que son a la vez una reparación y una emancipación personal con respecto al entorno, a una vida anterior. Se trata de conversiones que son casi siempre animales o paganas: un pájaro (Pilar Gamboa), un felino (Correa), una zorra (Agustina Muñoz), un escorpión (Paredes) o un grupo de arañas (las Piel de lava); a veces una bruja (Gamboa otra vez). La maldición que una de las “reinitas” desata sobre el valle en el primer episodio es en realidad una liberación antes que una condena (otra máscara): Correa se vuelve un felino para tomarse venganza, no como producto de un conjuro. Lo mismo puede decirse de la Victoria de Gamboa en el episodio dos, sólo que allí la venganza encuentra su consumación en el desgarramiento vocal de una canción romántica y catártica como pocas: “¿y qué lograste con tanta ambición? Vivir apenas en esta canción”, canta el personaje en Como la hiedra para sentenciar al hombre que tanto mal le hizo. En este sentido, La flor es una película poéticamente justiciera.
Esto nos lleva al Llinás escritor de canciones, al hacedor de letras maravillosas que funcionan como síntesis o epílogo de las historias, sean estas pequeñas o monumentales: “duerme, ya tienes tu guardián, triste palacio junto al mar”, canta la mujer francesa en la Historia de Mar del sur en Balnearios, para dar cuenta de esa mansión desolada en medio de una playas remotas y desiertas; en La más bella niña, mientras suena la Zamba de la reina, se lee: “tu reino, que era esas cosas, mañana se habrá ido”, como resumen de la lógica efímera y un tanto absurda de los concursos de belleza; la Canción de la suerte con la que cierra Historias extraordinarias, acepta el fin del viaje pero no del movimiento: “Aquí yace, tuvo suerte: nació con el destino de andar por la vida, lejos”. Algo similar ocurre con la descripción del Río Salado (“apenas un montón de agua parda y tibia que baja como dormida hacia el mar”) o con la evocación de las dos hermanas en el capítulo homónimo (“por momentos, parece un ave de presa, un águila expectante a punto de atacar”, “es de una belleza secreta, huidiza, tardía y repentina”, se dice de Alicia y María Luisa respectivamente). Estas composiciones, aun en su naturaleza ostensiblemente artificial, son paradójicamente los momentos de mayor verdad que hay en el cine de Llinás. Son los momentos donde sus personajes le encuentran un sentido propio al viaje, a su razón de ser: «La Fox» (Agustina Muñoz, animal de cine), que creció y aprendió a los golpes, huele la manada, siempre diversa, siempre heterogénea, y comprende que ahí hay un lugar para ella. Cuando logra verse reflejada en la silueta nocturna de esas mujeres/animales que aguardan al otro lado, se da cuenta de que había estado habitando el lugar equivocado. Entonces se marcha. Pero lo notable es que el capítulo dedicado a ese personaje bien podría no estar, como bien podía no estar el episodio de Lola Gallo en Historias extraordinarias. Pero en ambos casos su inclusión es fundamental, no por la necesidad de seguir contando, sino porque el procedimiento de la puesta en abismo le sirve a Llinás para establecer una suerte de emancipación respecto de la configuración masculina de la idea de mujer: Lola Gallo, determinada ya por el apellido, entiende que los dos hombres de su vida son apenas dos niños, dos «gatos tristes y azules» que deben asumir su condición y hacerse grandes. Y es esa la razón por la que ella también se aleja de ellos. Este tipo de clausuras son las que habitan bajo la superficie de La flor. Pero el mensaje nunca pretende ser edificante. Las mujeres de Llinás pertenecen, antes que nada, al cine. Por eso el último episodio encuentra a las cautivas retornando del pasado, liberándose del tiempo, descorriendo el velo de la historia y haciendo lo que se les da la gana, incluso si eso implica volver al lugar donde fueron recluidas. Lo demás es puro McGuffin, como lo eran la cantidad de libras que Cuevas guardaba en alguna parte del África y que un acorde distorsionado de guitarra acentuaba para hacerlas parecer como lo verdaderamente importante en la «historia extraordinaria» de Z: el tesoro allí era descubrir la voz crepuscular de un hombre despidiéndose de la vida y no la motivación del dinero escondido.
La flor es de esas películas que se toman o se dejan. Que se aman o se odian. Discutir a esta altura si es una obra maestra o no, no tiene sentido. No importa. La película misma rechaza esos estatutos al adoptar la máscara del grotesco como exageración de la forma. Porque la gloria que hay en ella (suponiendo que exista tal pretensión), sólo puede surgir del encuentro con su estructura multifacética y deforme y de la aceptación o el rechazo que el acontecimiento produzca. El paraíso, en todo caso, será personal o no será. Porque La flor es otra cosa: es la vida entendida como cauce, como torrente que avanza más allá de los palos y las piedras que presenta el camino. O, para decirlo de otro modo, es el torrente que avanza con todo eso adentro como parte constitutiva de su ser, olvidada de todo prejuicio, de toda evaluación moral: ¿Es buena? ¿Es mala? ¿Es despareja? Eso ya no tiene importancia. La flor es una película que repara daños y nos libera. Es un modo de ser, es un modo de entender y de estar en el mundo, más allá de la historia y el canon. Es una ética imprudente.
Lo cierto, finalmente, es que Llinás escribe dramas y aventuras pero filma comedias. Esa podría ser una conclusión para su obra. Podríamos, incluso, parafrasear aquella frase que, se supone, alguna vez dijo Melville, eso de que «es muy difícil hacer una película y que no te salga un western«, y decir que es muy difícil que Llinás haga una película y no le salga una comedia. Y es en ese sentido que este farsante de la imagen disfrazado de escritor serio y maduro que en realidad es un niño que juega y se ríe de todo y de todos todo el tiempo, gordo tramposo que, siguiendo con la poética redonda e inédita, hace de eso que para algunos podrá ser una obra maestra su «perfección grosera», acaba de filmar su comedia absoluta, su comedia de la vida. Eso es La flor.
La Flor (Argentina, 2018). Guion y dirección: Mariano Llinás. Fotografía: Agustín Mendilaharzu. Montaje: Alejo Moguillansky, Agustín Rolandelli. Elenco: Elisa Carricajo, Pilar Gamboa, Valeria Correa, Agustina Muñoz, Laura Paredes, Edgardo Castro. Duración: 840 minutos.
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Qué garcha esta peli, por favor.
No la vi entera, obviamente, Catorce horas, qué ridículo. En ninguna de sus peliculas anteriores supo contar bien una historia y se le da por hacer una que dura como siete películas sin ir a ningun lado.
Mas ganas de llamar la atencion y parecer «transgresor» para los ingenuos, que de hacer Cine en serio.
A muchos críticos les encantan este tipo de bizarreadas porque ellos aman ver cosas que nadie más ve y disfrutar cosas que aburren a todos.
Plumas, si la película te parece una garcha, no tengo nada que decirte. Ahora, lo que me hace ruido de tu comentario es que primero me pongas al tanto de que no la viste entera, lo que me lleva a pensar que lo que te parece una garcha es un fragmento y no la película. Y después, tus seguridades acerca de lo que sería contar bien una historia y, sobre todo, lo de hacer Cine en serio, con mayúsculas. En lo personal, las bizarreadas me encantan, pero no creo que sea el caso de La Flor, y menos creo que sea algo que nadie más ve: la película se pasó en Mar del Plata, en el Bafici y ahora en la Lugones, además del recorrido que tuvo por distintos pueblos de la provincia. Es decir que estuvo presente en eventos a los que concurre mucha gente y en los lugares donde generalmente no se tiene acceso a ese tipo de experiencias. Finalmente, no creo que haya películas aburridas o divertidas. Esas percepciones tiene que ver con la experiencia personal y dicen más de uno que del objeto en cuestión, en este caso una película. Por lo tanto, menos que menos puedo creer en la capacidad de determinar cuáles son las cosas que aburren a «todos». Saludos.
Gabriel, es raro que te haga ruido mi aclaración de que no vi las 14 horas de metraje, para mí es un acto fundamental de honestidad y claridad, no estaría bien omitirlo. Tu sabia deducción, de que lo que me pareció una garcha es un fragmento, no hace más que repetir mi aclaración. Se insinúa en tus palabras la idea de que no tengo derecho a opinar porque no la vi entera. Disiento profundamente. No vi un fragmento breve, ni uno azaroso. Vi 150 minutos, más que la duración de casi todas las películas. Y los primeros 150 minutos, los que el autor eligió para que sirvieran de introducción a su obra. Es materia considerable para opinar. Así como para opinar sobre Dulce Amor no es necesario ver los 187 capítulos. Sobre todo porque ese extenso y crucial fragmento me pareció poco interesante, artificial, aburrido, insustancial, con una narrativa cinematográfica pobre, y no me generó el deseo de seguir mirando (algo esencial, ¿no?) las casi doce horas restantes. ¿Qué pasa si luego la peli se ponía buenísima? Nada. Sigue siendo una garcha. Porque una película cuyos primeros 150 minutos son una garcha es, en cualquier caso, una garcha.
Probablemente ver el resto de la película sí sea lo adecuado para publicar una Crítica. Pero podrás deducir sabiamente que mi comentario de visitante en este blog no pretendía tal cosa.
En segundo lugar, lo de que te hacen «ruido» mis «seguridades» sobre qué es una buena historia, etc, es una chicana intelectualoide muy cómoda y estéril que no hace más que negar la posibilidad de opinar sobre las películas. Dicho en este blog y de parte de alguien que se dedica -no sé si profesionalmente, pero al menos parece que sí atentamente- a la Crítica, es además ridículo. No ofrecí ninguna fórmula segura sobre cómo contar bien una historia, sino que simplemente opino que ni La Flor, ni Historias Extraordinarias, ni Balnearios, ni La más bella niña, lo logran. Esa «seguridad» es tan temeraria como la de comentar que La Flor tiene una narrativa cautivante (por esbozar una afirmación hipotética que seguramente no te haría ruido), e inmensamente más modesta y equilibrada que la seguridad de sentenciar que La Flor «es la vida entendida como cauce» y Llinás es un «farsante de la imagen disfrazado de escritor serio y maduro». Parece que algunos tienen derecho a tener «seguridades», y otros no.
Con respecto a su exhibición, en todos los sitios que mencionás (muy pocos, por cierto, si la comparamos con, por ejemplo, La Novia del Desierto, Zama, ni hablar de El Ángel) se pasó por partes, con lo cual la cantidad de espectadores que efectivamente vieron las catorce horas es probablemente muy acotada, tornando a La Flor ineludiblemente en una película de minorías. Claro que si interpretás literalmente lo de «nadie más ve», no vamos a coincidir.
Sobre la diversión y el objeto en cuestión, tus palabras ilustran muy bien el fetiche snob del que yo hablaba. Tenés la seguridad de que «no existen las películas aburridas», sino que la cosa está en el espectador, por ende ver La Flor, entera, en salas, y amarla (acciones que hallamos en muy pocos espectadores), te colocan en un lugar especial, singular, la créme de la créme, flor y nata.
Saludos
Creo que el enigmático «Plumas de Gallinas» tiene razón, Orqueda: 150 minutos es una eternidad. No es un dato menor, además, la atención que nuestro crítico avícola le ha prestado a la totalidad de la obra del director infame al que se ocupa de aniquilar. ¡Lo ha visto todo, incluso La más Bella niña, que no está en ningún lado! Lo que sí, hay algo en la psiquis de «Plumas de Gallinas» que no alcanzo a comprender. ¿De dónde viene ese impulso feroz que empuja a «Plumas de Gallinas», frente a una serie de objetos que no le gustan, a evitar la sana indiferencia y proceder al esforzado denuesto, a la minuciosa disección, a la malévola autopsia, a manifestarse , inflamado de rencor y corrupción, en contra del blanco por demás marginal que ha elegido para sus envenenadas flechas? Díganme la verdad, ¿No es raro? Existen millares de cosas que me disgustan: Ninguna de ellas me genera la pasión suficiente para escribir un largo exordio injuriante, disfrazado, para peor, bajo el desconcertante sobrenombre de «Plumas de Gallinas».
Díganme si no hay algo misterioso en ese afán.
Yo también me pregunté eso, Lupin. Lo mejor era irse y continuar la vida como si tal cosa no existiera, pero el afán de atacar (a la película referenciada más que a mí texto) pudo más, parece. Y el sobrenombre del detractor es también para mí un misterio. No así la atención puesta en la obra del infame director. Eso sí que es innegable.
No, Plumas. Nada que ver. Yo no soy quien para negarte el derecho a opinar. Podés hacerlo y me parece bien que te vayas si en 150 minutos no encontraste nada de la película que te atrape y menos aun si no se te generó el deseo, que es lo único a lo que hay que obedecer cuando de encuentros se trata. No me alcanzarían las horas del día para contarte mis huidas de las salas. Y claro que no pasa nada si después la película se pone buena (vos ya te fuiste), pero no puedo coincidir de ningún modo en que si los primeros 150 minutos de una película son una garcha, el resto del metraje también lo será. Te banco en la huida, no así en tu concepto de «película garcha». Y no, lo mío no es ninguna chicana acerca de lo que para vos sería contar bien una historia. Más allá de la opinión, como bien aclarás, creo que en la página no hay límite de caracteres para opinar y argumentar lo que uno piensa, y si vos no me das herramientas para pensar qué sería contar una buena historia, yo no tengo manera de contrarrestar eso, de ahí el ruido. Y vuelvo a repetirte: no está en mí el poder para negarte la posibilidad de opinar sobre esta y cualquier otra película, y si en el texto di por seguras algunas cosas, como que La Flor es tal cosa y Llinás tal otra, en todo momento traté de argumentar esas afirmaciones. Puede que no te convenzan o puede que los argumentos no sean los más válidos. Pero quedate tranquilo que el derecho a tener seguridades nos avala a los dos.
Sobre la exhibición, no te voy a negar el nicho: el Bafici, Mar del Plata o la Lugones son lugares transitados generalmente por gente con un cierto grado de cinefilia que sabe allí puede encontrar esas películas que de otro modo no podría ver, como podemos ser vos o yo, por ejemplo, pero mi comentario hacía referencia a la visibilidad de esos eventos y al lugar central que ocupan dentro de la agenda cultural de las ciudades en las que se realizan, además de que el precio de las entradas es bastante más barato si lo comparamos con lo que sale una entrada en un shopping y que los espacios donde se llevan a cabo son accesibles desde cualquier punto. Distinto sería si la película se proyectara en la casa de Victoria Ocampo, por que en ese caso al nicho habría que agregarle la pertenencia de clase.
Después, claro: soy fetichista. Cinéfilo y fetichista: prefiero el libro en papel al pdf, prefiero el cd (y todos sus equivalentes físicos) al mp3, prefiero el dvd (vhs, blu ray, etc) al archivo mkv o al link. Pero dejame aclararte que toda esa pavada del snobismo y el sentirse especial por ver una película que no se ajusta a la norma me importa poco y nada. Pensalo si querés, pero la cosa es mucho más simple: soy un pibe del conurbano que mira películas y que cada tanto, cuando el deseo lo invade, escribe sobre ellas lo mejor que puede. Si el evento me convoca, allá voy; si el encuentro no me potencia, hago como vos y me retiro, con lo cual llegamos al punto del aburrimiento y la diversión. Tal vez el «dicen más de uno que del objeto en cuestión» te sonó a un señalamiento de mi parte respecto a tu incapacidad para poder disfrutar de La Flor. Nada más lejos. El aburrimiento o la diversión, en tanto sensaciones, son subjetividades nacidas del encuentro, siempre personales, siempre están en uno, no en las imágenes. No existen las películas aburridas como tampoco existen las películas pochocleras, por mencionarte un ejemplo más claro y evidente. Por lo demás, de profesionalismo, intelectualidad, cremas y natas no sé nada, y vos podés seguir pensando y diciendo lo que quieras. Gracias por leer y comentar. Saludos.
Mi buen Orqueda, tenía ganas de mandarle cierto famoso video de Maradona, pero después su crítica me resultó tan apasionada que me serené. Aquello de «por ahora mi vida sigue igual» fue duro -tampoco es que uno tiene que andar por ahí cambiandole la vida a la gente- pero hacemos las paces con la idea del que escribe borgeanadas y filma tonteras, que me parece muy ingeniosa. Me alegra que haya disfrutado de la famosa granada: Valerita ha de estar feliz con su descubrimiento (y sin embargo, nadie agarró el «I smell the blood of an englishman» al final de HE). En todo caso, disfruté su crítica, y eso es poco frecuente. Gracias.
Estimado heredero de Rocambole, «Cyrano de la pègre», como alguna vez lo llamó Sartre, celebro que haya encontrado apasionado mi texto, y de paso le cuento que, gracias a esas diez horas que me faltaban ver, mi vida ha vuelto a cambiar y para bien. Cuestiones de la prestidigitación, ya ve. Pero lo cierto es que ahora podemos estar en paz. Saludos.
Si su idea era impresionar a este gordo tramposo, su reflexión (¿su obra maestra?) lo ha conseguido.
Y a mí se me ablanda el corazón de sólo saber eso.