Había que encontrar la clave, nomás. Se trataba de eso. De estar atento al gesto, al detalle, a la palabra que nos revelase en algún momento su sentido verdadero. Y para eso había que escuchar y prestar atención. No a todo lo que se decía o a la información (puras trampas, puro McGuffin), sino al tono, a la dicción, a la enunciación ostensiblemente falsa, doblada, desfasada; al proceso de deconstrucción genérica que al abandonar el fuera de campo se volvía cuerpo. Porque esa frialdad inicial de la forma en el primer episodio, que apenas nos sugería la infinitud del espacio pero nos dejaba fuera de él, impidiéndonos participar de la fantasía y presentándonos el mundo como algo externo y controlado, carente de todo riego, tenía que ver con una elección que iba más allá del exceso y la megalomanía. La desmesura que hay en La flor responde a la idea del grotesco como cosa pública y universal, como cuerpo/objeto  múltiple que se abre y cambia. Es la idea del carnaval tal como la entendía Bajtin al pensar la cultura medieval, y es una idea que subyace a lo largo de toda la película como espacio para la transformación y la liberación. Llinás elige voluntariamente su máscara y se aísla, no para evitar la comunicación con el resto del mundo, sino para hacer de ese extrañamiento una subjetividad que le permita transgredir los géneros.

Los núcleos de acción son verbales en La flor. La clave de la película justamente está en las voces y en los enunciados de las mismas, ahí donde Llinás hace decir (y cantar) eso que escribe; ahí donde el imaginario dibujado en el papel (de una libreta en este caso) se vuelve imagen y materia. Allí es cuando La flor gana: cuando el relato cede ante la puesta en escena para decir -y convertirse en- otra cosa; cuando la verdad de lo escrito se cifra en la mentira de lo que se ve; cuando la falsedad se duplica: ahí está el cine de La flor. A diferencia de Historias extraordinarias, donde las historias principales eran tres, en La flor tenemos seis: cuatro de ellas empiezan y no terminan, nos dice el director; la quinta, que es una reescritura imposible de Un día de campo de Jean Renoir, tiene su comienzo y su final; de la sexta historia sólo vemos –entre velos- su resolución, que es a la vez el momento en el que la película se saca finalmente la máscara para descubrir el mundo dado vuelta y para dejarnos en claro que, más allá de la clase B, del musical, de la intriga, del cine mudo y el melodrama, por mencionar sólo algunos de los géneros transitados a lo largo de las catorce horas que dura la película, en el fondo hemos estado siempre ante una comedia.

El tercero de los episodios acaso sea el mayor ejemplo de esta idea: narrado por el propio Llinás y en parte por su hermana Verónica, el relato y la extensión del territorio, desbordados permanentemente por el torrente de palabras y por el lirismo de los monólogos interiores, se vuelven alucinantes e inconmensurables, cosa que en los primeros dos episodios se nos sugería pero nunca se nos mostraba. El viaje parece alegórico pero es real: Siberia es Siberia y Bruselas es Bruselas. La película está ahí y en cada una de las ciudades y países que se nombran. La trampa, entendida como forma de representación que yace debajo de esas superficies, también está ahí: porque Llinás habla y nos cuenta una historia de espías, una de misterio, por momentos un policial, por momentos una de ciencia ficción, como si estuviésemos sentados alrededor de una fogata escuchando a un viejo contador de hazañas antiguas con la suficiente habilidad como para mantenernos atrapados e inmóviles a lo largo de toda una noche y sólo bastase con cerrar los ojos para entregarse a la ensoñación de esa antología fantástica de cuentos. Pero ocurre que si decidimos abrirlos y nos permitimos descreer de la oralidad del artificio, el sentido del absurdo y su costado cómico se nos revelan como una de las claves principales para entender la puesta en escena de La flor.

“La cara era mayor que la voz”, se le escuchará decir a Llinás (Verónica), encargada en este episodio de narrar el proceso, el tránsito y el devenir de las protagonistas femeninas, es decir, encargada de ponerle voz a la experiencia de esos cuerpos, mientras que su hermano se hará responsable de los detalles que rodean la trama y de los monólogos interiores, como el del hombre cautivo que, al mirar las estrellas en esa noche última, recapitula su vida y acepta su destino mínimo, falto de toda grandeza. La máscara vuelve a ser referenciada como instrumento de simulación. Porque las fuentes de creación que la película reconoce pueden ser el relato oral y la literatura europea del siglo XIX, pero la representación de esa tradición literaria es grotesca. Y el juego, una vez más, vuelve a invertirse: se evoca la épica pero se recurre al absurdo; el lirismo y la intensidad de lo dicho se ven contrarrestados por lo que sucede al interior de las imágenes; se recurre a la estética del Polar francés, como en el capítulo de los amantes criminales (Laura Paredes y Edgardo Castro), pero el exceso y la desmesura, que corresponden tanto a los diálogos como al espacio recorrido, pertenecen al melodrama, y es en esta asociación entre contención gestual y desborde pasional, en apariencia irrealizable, donde el episodio encuentra su leyenda definitiva: “Llegar, besarse, matar y vuelta a casa”.

La flor es una película enorme y está llena de referencias. La más evidente y reconocible es la ya mencionada película de Renoir, a la que Llinás le quita todo su realismo para dar cuenta de lo que el cine ya no es ni puede ser. Incluso para señalar lo que el cine ha olvidado cómo hacer, tal como ocurre en el primer episodio, donde el espíritu de Cat People de Tourneur sobrevuela el valle sanjuanino pero sin asentarse nunca del todo. En La flor abundan las adscripciones a los géneros y las referencias literarias, todo con sus consecuentes transmutaciones. Pero también hay otros guiños que conmueven más, ya sea por cercanía afectiva o por experiencia personal, y que aun así justifican su inclusión dentro de la película: “y ahí estaba ella, con la granada entre sus tetas”, dice la voz en off en el clímax del capítulo dedicado a “La niña” (Valeria Correa). La frase alude al estribillo de El regreso de Mao, canción que Los redondos tocaban en los ochentas y que nunca llegaron a grabar en estudio. La letra de Solari da cuenta de la aparición del grupo guerrillero Sendero luminoso en el Perú de esa década vertiginosa y de su líder, Abimael Guzmán, a quien llamaban el “Mao blanco”, pero también se hace espacio para narrar un instante de la vida de esa militante y posible amante del líder. En este caso, la protagonista no es peruana sino colombiana, pero tanto Llinás como Solari coinciden en el carácter clandestino de sus criaturas y en su destino último: la niña “se arrastra y se espina allá arriba” para hacer explotar todo por el aire. Hay renuncia y hay método. La relación entre ambos artistas, en tanto modos de producción y difusión de sus obras, en tanto deriva lateral y subterránea, es mucho más estrecha de lo que parece.

La otra referencia es una cita textual a una película: en Historias extraordinarias, “El viejo” se daba cuenta de que había perdido el juego (“un juego rico de amores”, Solari dixit) y se decía a sí mismo que ya no estaba para esas patriadas. La reflexión remitía inmediatamente al Don Porfirio de Invasión, aceptando también la derrota de sus muchachos y repitiendo esas mismas palabras frente al espejo. Pero en La Flor, la que dice “quiero ver si son tan malos como dicen” no es el Julián Herrera de la película mítica de Santiago, sentado en un bar al sur de la ciudad, sino la Agente 50 (Elisa Carricajo). Y esa inversión del género, confirmada por la conclusión final, tiene que ver con el hecho de que esos mismos parlamentos, adjudicados originalmente a la bizarría y la entereza masculinas, aunque en el fondo no se tratase más que de un juego de niños, se vuelven sabiduría y poder de fuego en el cuerpo de estas mujeres fatales que, de pertenecer a un linaje cinematográfico (y épico), ese es el de la Irene interpretada por Olga Zubarry en la misma película de Santiago: otra vez lo clandestino, lo paralelo y lo marginal como forma de organización y construcción seria, como destierro consciente y voluntario, más allá de los resultados. Hay algo que está claro: en La Flor cabe todo el cine, toda la literatura, toda la música.

Entonces Llinás nos dice que cuatro de las historias empiezan y no terminan. Que otra empieza y acaba y que una última arranca por la mitad y «termina todo el film». El director dispone las cartas sobre la mesa/pantalla con claridad, pero aun así, aun en el caso de que aceptemos la transparencia del juego, hay que desconfiar del discurso. La otra opción es levantarse de la silla/sala e irse. Pero hacer eso sería desoír al poeta (“no pases de todo, que no está tan mal”, reza una canción lejana y nocturna) y perderse la experiencia. Porque las clausuras que hay en La flor no están dadas por la narración ni por el género, sino por un sentido más bien trascendente: todas las historias concluyen en una conversión, que son a la vez una reparación y una emancipación personal con respecto al entorno, a una vida anterior. Se trata de conversiones que son casi siempre animales o paganas: un pájaro (Pilar Gamboa), un felino (Correa), una zorra (Agustina Muñoz), un escorpión (Paredes) o un grupo de arañas (las Piel de lava); a veces una bruja (Gamboa otra vez). La maldición que una de las “reinitas” desata sobre el valle en el primer episodio es en realidad una liberación antes que una condena (otra máscara): Correa se vuelve un felino para tomarse venganza, no como producto de un conjuro. Lo mismo puede decirse de la Victoria de Gamboa en el episodio dos, sólo que allí la venganza encuentra su consumación  en el desgarramiento vocal de una canción romántica y catártica como pocas: “¿y qué lograste con tanta ambición? Vivir apenas en esta canción”, canta el personaje en Como la hiedra para sentenciar al hombre que tanto mal le hizo. En este sentido, La flor es una película poéticamente justiciera.

Esto nos lleva al Llinás escritor de canciones, al hacedor de letras maravillosas que funcionan como síntesis o epílogo de las historias, sean estas pequeñas o monumentales: “duerme, ya tienes tu guardián, triste palacio junto al mar”, canta la mujer francesa en la Historia de Mar del sur en Balnearios, para dar cuenta de esa mansión desolada en medio de una playas remotas y desiertas; en La más bella niña, mientras suena la Zamba de la reina, se lee: “tu reino, que era esas cosas, mañana se habrá ido”, como resumen de la lógica efímera y un tanto absurda de los concursos de belleza; la Canción de la suerte con la que cierra Historias extraordinarias, acepta el fin del viaje pero no del movimiento: “Aquí yace, tuvo suerte: nació con el destino de andar por la vida, lejos”. Algo similar ocurre con la descripción del Río Salado (“apenas un montón de agua parda y tibia que baja como dormida hacia el mar”) o con la evocación de las dos hermanas en el capítulo homónimo (“por momentos, parece un ave de presa, un águila expectante a punto de atacar”, “es de una belleza secreta, huidiza, tardía y repentina”, se dice de Alicia y María Luisa respectivamente). Estas composiciones, aun en su naturaleza ostensiblemente artificial, son paradójicamente los momentos de mayor verdad que hay en el cine de Llinás. Son los momentos donde sus personajes le encuentran un sentido propio al viaje, a su razón de ser: «La Fox» (Agustina Muñoz, animal de cine), que creció y aprendió a los golpes, huele la manada, siempre diversa, siempre heterogénea, y comprende que ahí hay un lugar para ella. Cuando logra verse reflejada en la silueta nocturna de esas mujeres/animales que aguardan al otro lado, se da cuenta de que había estado habitando el lugar equivocado. Entonces se marcha. Pero lo notable es que el capítulo dedicado a ese personaje bien podría no estar, como bien podía no estar el episodio de Lola Gallo en Historias extraordinarias. Pero en ambos casos su inclusión es fundamental, no por la necesidad de seguir contando, sino porque el procedimiento de la puesta en abismo le sirve a Llinás para establecer una suerte de emancipación respecto de la configuración masculina de la idea de mujer: Lola Gallo, determinada ya por el apellido, entiende que los dos hombres de su vida son apenas dos niños, dos «gatos tristes y azules» que deben asumir su condición y hacerse grandes. Y es esa la razón por la que ella también se aleja de ellos. Este tipo de clausuras son las que habitan bajo la superficie de La flor. Pero el mensaje nunca pretende ser edificante. Las mujeres de Llinás pertenecen, antes que nada, al cine. Por eso el último episodio encuentra a las cautivas retornando del pasado, liberándose del tiempo, descorriendo el velo de la historia y haciendo lo que se les da la gana, incluso si eso implica volver al lugar donde fueron recluidas. Lo demás es puro McGuffin, como lo eran la cantidad de libras que Cuevas guardaba en alguna parte del África y que un acorde distorsionado de guitarra acentuaba para hacerlas parecer como lo verdaderamente importante en la «historia extraordinaria» de Z: el tesoro allí era descubrir la voz crepuscular de un hombre despidiéndose de la vida y no la motivación del dinero escondido.

La flor es de esas películas que se toman o se dejan. Que se aman o se odian. Discutir a esta altura si es una obra maestra o no, no tiene sentido. No importa. La película misma rechaza esos estatutos al adoptar la máscara del grotesco como exageración de la forma. Porque la gloria que hay en ella (suponiendo que exista tal pretensión), sólo puede surgir del encuentro con su estructura multifacética y deforme y de la aceptación o el rechazo que el acontecimiento produzca. El paraíso, en todo caso, será personal o no será. Porque La flor es otra cosa: es la vida entendida como cauce, como torrente que avanza más allá de los palos y las piedras que presenta el camino. O, para decirlo de otro modo, es el torrente que avanza con todo eso adentro como parte constitutiva de su ser, olvidada de todo prejuicio, de toda evaluación moral: ¿Es buena? ¿Es mala? ¿Es despareja? Eso ya no tiene importancia. La flor es una película que repara daños y nos libera. Es un modo de ser, es un modo de entender y de estar en el mundo, más allá de la historia y el canon. Es una ética imprudente.

Lo cierto, finalmente, es que Llinás escribe dramas y aventuras pero filma comedias. Esa podría ser una conclusión para su obra. Podríamos, incluso, parafrasear aquella frase que, se supone, alguna vez dijo Melville, eso de que «es muy difícil hacer una película y que no te salga un western«, y decir que es muy difícil que Llinás haga una película y no le salga una comedia. Y es en ese sentido que este farsante de la imagen disfrazado de escritor serio y maduro que en realidad es un niño que juega y se ríe de todo y de todos todo el tiempo, gordo tramposo que, siguiendo con la poética redonda e inédita, hace de eso que para algunos podrá ser una obra maestra su «perfección grosera», acaba de filmar su comedia absoluta, su comedia de la vida. Eso es La flor.

La Flor (Argentina, 2018). Guion y dirección: Mariano Llinás. Fotografía: Agustín Mendilaharzu. Montaje: Alejo Moguillansky, Agustín Rolandelli. Elenco: Elisa Carricajo, Pilar Gamboa, Valeria Correa, Agustina Muñoz, Laura Paredes, Edgardo Castro. Duración: 840 minutos.

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