Todo es cuestión de límites, es decir, hasta dónde llegar para contar una historia o informar sobre un hecho. Pongo un ejemplo: desde hace unos años se ha instalado como usual, especialmente en la televisión, entrevistar a delincuentes –con preferencia morbosa por los asesinos–, incluso desde la cárcel en las que se encuentran purgando sus condenas. Una práctica que considero pésima e innecesaria en tanto solo interesa como impacto en la hipotética audiencia. Más complejo aún me resulta cuando se entrevista a militares que intervinieron de una u otra manera en la represión de la última dictadura. No tanto por el hecho de la entrevista en sí, sino por la construcción del contexto, que incluye la lógica por la cual debe entenderse la entrevista. Si el marco que debe explicar el lugar que ocupa u ocupó el entrevistado es despreciado o ninguneado, como suele ocurrir, si el periodista se esfuerza por generar un ambiente de cierta cordialidad y amabilidad –esto es: no molestar, no incomodar–, lo que se logra es un Ceferino Reato entrevistando a Jorge Rafael Videla: el periodista que busca el éxito personal por sobre el relato de los hechos, el que prefiere el golpe de efecto por sobre la intersección de las declaraciones con la historia. En cambio, cuando se busca poner de relieve el rol del entrevistado en una estructura mayor en la que tenía cierto nivel de responsabilidad, se consigue una Marie Monique Robin en Escuadrones de la muerte, en la que las entrevistas al ex presidente de facto Reynaldo Bignone y al ex ministro de Planeamiento del gobierno de Videla, Ramón Diaz Bessone, se colocan en la perspectiva de la pertenencia a un gobierno militar represor y asesino. En el primero, se intenta diluir –y el paso del tiempo ayuda– el peso de la responsabilidad; en el segundo, ese peso se afirma. En el primer caso, se apunta al olvido y en el segundo, a la memoria.

De allí que los límites dependen específicamente del lugar en que cada uno se pare ante determinado hecho o personaje. En un documental está lo que se podría denominar como mirada, que articula los relatos para sacarlos de la mera sucesión de hechos. Una postura –implícita o explícita– que se pone aún más de relieve en los trabajos que abordan temas de mayor conflictividad y trascendencia social o política. La tendencia de muchos documentales de los últimos años a refugiarse en lo observacional –que a veces no es más que una máscara que oculta el vacío, la ausencia de un concepto o hasta la necesidad de contar algo– se diluye en ese tipo de casos. Esto no es un golpe es uno de esos casos. El documental aborda los hechos ocurridos durante el alzamiento militar de la Semana Santa de 1987, encabezado por Aldo Rico. En el comienzo de la película, parece existir el deseo de fijar una postura de parte de su director: la voz en off de Sergio Wolf señala su pertenencia a esa masa movilizada a Plaza de Mayo para defender a la democracia. Y hay, en esos primeros minutos, una decisión de poner en el centro de la escena al por entonces presidente de la nación, Raúl Alfonsín. Planteándolo como un enigma, como una voz que habla a la multitud anunciando que irá a Campo de Mayo para solucionar de una vez por todas ese levantamiento en el domingo de Pascuas. Pero el contrapunto entre la voz y la imagen es contundente y funciona como una marca del documental: ese presidente que parece ponerse las ropas del héroe, que amenaza con ser el superhombre que todo lo resuelve, es, desde lo visual, una imagen fuera de foco. Ese enigma que parece llevar el rumbo del documental, sin embargo, pronto será abandonado. Como se abandona –extrañamente, si uno recuerda al Wolf de Yo no sé qué me han hecho tus ojos, al de Viviré en tu recuerdo, al de El color que cayó del cielo– la voz en off casi hasta el final –con la excepción de ese momento en el que señala, con la banda sonora de fondo del discurso de Alfonsín, a “la izquierda tradicional” como la responsable de los cánticos en los que se sindica a la Ley de Punto Final como origen de los sucesos–. Ese final que vuelve con un recuerdo del desencanto de ese domingo de Pascua y un intento algo forzado de entender a Alfonsín, que no se condice con el recorrido del documental.

El abandono de lo explícito esconde una pretensión de objetividad que se manifiesta de manera contundente en las entrevistas a los militares (y convengamos que, por lo que se ve en pantalla, Wolf como entrevistador no se diferencia demasiado de ese periodismo incapaz de repreguntar y plantear una discusión de ideas). Si la pretensión es narrar apegándose a una cronología –allí hay un marco explícito–, el intento de objetividad se convierte en un desentendimiento de la construcción de una idea, de un concepto. Wolf no investiga: solo acumula y pone en un aparente orden las imágenes de archivo y las entrevistas realizadas. No contrasta los relatos, no se deja sostener por la investigación histórica ni por la repercusión en los medios escritos. La fuente esencial del documental, desde la imagen, es la televisión. Desde la banda sonora, son las entrevistas.

Es allí donde entra en juego lo implícito. Y en esto, está claro que la elección del lugar en la que se para el documental frente a los hechos que cuenta proviene de los entrevistados y de la importancia que les asigna a cada uno de ellos. Del lado del entonces gobierno nacional, Wolf pone en un primer plano a un grupo de colaboradores (el edecán Julio Hang, el vocero presidencial José Ignacio López, el ministro de defensa Horacio Jaunarena y el encargado de montar una inteligencia paralela para Enrique Nosiglia, José Luis Vila) y deja en un discreto lugar subalterno al canciller Dante Caputo y al diputado Leopoldo Moreau. Lo cual no es una decisión ingenua: los primeros eran los que tenían mayor relación con los militares y constituyen parte de la zona menos progresista de ese gobierno radical (la relación de López con sectores de la cúpula eclesiástica y el posterior rol de Jaunarena como lobista de los intereses militares son una prueba notoria en ese sentido).

Lo problemático es, en todo caso, darle la voz a los carapintadas. Wolf entrevista no solamente a Aldo Rico, sino también a otros dos militares, Pedro Edgardo Mercado y Gustavo Breide Obeid, que participaron de ese alzamiento y también de los posteriores encabezados por Mohamed Alí Seineldín. Son las entrevistas que ocupan más espacio, estableciendo así la construcción del relato desde la perspectiva de los militares. Ese elemento en sí mismo no sería cuestionable, salvo que aquí no encuentra un contrapeso, otras versiones o el apoirte de pruebas que desarmen el discurso o que lo cuestionen en su aparente linealidad y simpleza. Por el contrario, el montaje parece organizar los elementos en sentido inverso: Wolf brinda el discurso oficial de los dirigentes del gobierno y luego lo contrarresta con el relato de Rico y los suyos. Hay algo poderoso en ese planteo: Rico puede parecer mentiroso o exagerado, pero el documental lo muestra –a diferencia de los demás– seguro de sí mismo. Su relato se presenta consistente, mientras el de los funcionarios incurre en contradicciones y tambalea en sí mismo. El beneficio de la posición de Rico es que puede contar la historia desde otro lado, desde ese lugar en el que los únicos testigos eran sus compañeros de alzamiento.

El gran problema es que parece buscarse sutilmente la forma de desmentir a los funcionarios. Anclado en la decepción por el discurso de Alfonsín, el documental amplifica esa sensación desde el contraste entre relato e imagen. Cuando el relato oficial plantea que al llegar a Campo de Mayo encontraron oficiales “alterados”, las imágenes de archivo los muestra tranquilos, inmutables. Cuando se menciona que habían hecho pozos para atrincherarse en las cercanías de la entrada, se ve a los militares de pie o a lo sumo rodilla en tierra. Wolf desautoriza el relato oficial acercándose peligrosamente a una de las consignas que levantaban los militares: que el gobierno estaba mintiéndole al pueblo.

No es, sin embargo, un error esa postura, sino una construcción. Desde su mismo título el documental toma la proclama central de los militares levantados, afirmándola (Esto no es un golpe es una frase que pronuncia el propio Rico en momentos del alzamiento). No solamente les da voz, sino que construye el documental desde la ausencia de cuestionamiento de esa voz y desde la afirmación de sus ideas. Aisla al suceso de Semana Santa para descontextualizarlo de la historia. Toma como punto de partida el hecho puntual –el mayor Barreiro negándose a presentarse a declarar en Tribunales y refugiándose en una unidad militar en Córdoba– para, desde allí, volver a presentarlo como un reclamo contra los generales de la época y no contra los poderes democráticos. No establecer la relación entre el reclamo y su origen –las citaciones judiciales para los oficiales acusados de participar en la represión– y sus consecuencias posteriores –la aceleración en los tiempos de sanción de la Ley de Obediencia Debida que dejó a esos mismos oficiales a salvo de cualquier juicio– no solo descontextualiza el hecho, sino que le permite presentarlo de una manera diferente, menos compleja y más amable para la historia de los militares.

Para crear ese hecho, el documental se encabalga en la figura de Rico, bajo la excusa de la ausencia de antecedentes que lo liguen a la represión ilegal, para a partir de él y sus apariencias de buenas formas vistas en retrospectiva (el relato que hace de que dentro de Campo de Mayo los periodistas podían circular libremente o que antes de entrevistarse con Alfonsín dejaron las armas) diluir aquello a lo que apuntaban los levantamientos: frenar la política de derechos humanos del gobierno radical y acabar con el juzgamiento a los militares involucrados en la represión. La negación de esa vinculación, como la que tuvieron con los levantamientos posteriores que derivaron en el indulto dictado por Carlos Menem es un recorte preestablecido para no hablar de la historia como una sucesión de hechos entrelazados, sino para contar los hechos desde un lugar deshistorizado.

No es cobardía lo que exhibe el documental –lo sería si el realizador no se animara a formular determinadas ideas–, sino una construcción ideológica –que supongo convencida– y que pretende desarmar los hechos como un rompecabezas, para rearmarlo quitándole una parte de sus piezas. En esa concepción, el lugar del pueblo queda desarticulado: menospreciado por los militares y manipulado por los políticos, es un espectador pasivo, para Wolf, de las disputas de los otros. Hay coherencia en esa visión: el documental pretende establecer que ese pueblo no entendió que no hubo en Semana Santa un riesgo para la democracia, porque esos militares que se jactan de haber inmovilizado a las Fuerzas Armadas, en definitiva, vinieron a abrir los ojos de la población ante el engaño político. Que no abandonaban sus buenos modales aunque tuvieran el monopolio de las armas y que ahora, en este momento, pueden dar su versión de los hechos porque hay alguien dispuesto a escucharlos.

Esto no es un golpe es la legitimación visual de la concepción de un militarismo que sigue pugnando –y lo dicen con claridad los tres entrevistados– por acabar con los juicios por violaciones a los derechos humanos. No por nada es el propio Rico, líder de aquella sublevación, quien sigue reclamando la reivindicación de lo actuado en “la guerra contra la subversión”. Legitimar esa voz no es solamente peligroso. Es, definitivamente, imperdonable.

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