La reducción de costos por parte de sus empleadores deja a Craig (Pat Healy) deambulando por las calles hasta terminar en un antro coloreado de rojo. Sumergido en sus pensamientos, mira su alianza de matrimonio, al tiempo que se limpia la grasa de las manos. Ese anillo es el puntapié para aceptar, al principio con recelo, luego con vehemencia, toda propuesta a cambio de dinero que le presenten los excéntricos sujetos que irrumpen en una noche de tragos.
La historia versará entonces sobre la forma en que un hombre púdico hasta el estereotipo hace un giro hacia la monstruosidad tanto interna como externa, y termina sacrificando en ese camino la santidad del matrimonio -pues no hay tahúr que resista el poder del vil metal-, dando como resultado una cruzada timbera de pura escatología. Escatología entendida no sólo en su acepción relativa a las secreciones asquerosas, sino en su acepción postrera, donde todo es destrucción de humanidad y donde nada renace porque el final de la película no propone más que una página en blanco. Quedará a discreción del espectador la lectura moral que acepte o no las acciones del protagonista y que entienda a la familia como sacrificio de amor o como instrumento necesario en el engranaje de relaciones de poder que plantea el acceso al dinero. En ese sentido, la cámara maneja el mismo código de planos, encuadres y enfoques para los cuatro personajes principales: los amos y los esclavos, dado que todos comparten la incapacidad psicopática de empatizar con el otro, pero por sobre todo porque la cámara no emite juicio de valor de manera consciente.
Pero no es gore todo lo que reluce, sino que en Apuestas perversas existen también planteamientos éticos sobre la vida misma. Llega el momento sentimentaloide en que los antiguos compañeros devenidos en enemigos se tiran reproches con acento de culebrón. El protagonista le reprocha a Vince (Ethan Embry), su competidor en la carrera por la denigración, que su vida es lo que ha hecho de ella y que no debió haber dejado la escuela, exponiendo el ideal estadounidense del self-made man (“El hombre que se hizo a sí mismo”, que pudo progresar gracias al esfuerzo), y el sueño americano que Craig condena al despabilamiento. Asimismo, los discursos moralizadores llegan alardeando su wide screen. Uno de los apostadores justifica su actitud malsana escudándose en las prácticas que llevan a cabo los reality shows, una acusación que es veraz y que ya había sido puesta en pantalla allá por el 2007 en Live! (Bill Guttentag). No obstante la película de E.L. Katz termina sucumbiendo ante la humillación espectacularizada, especuladora y especular del formato televisivo de los llamados realitys, –y ¿por qué no?, de la TV en general-. La denuncia termina siendo una excusa para dar un muestrario de vejaciones, buscando constantemente infligir culpa al espectador por su condición de tal: sentado frente a la pantalla “entreteniéndose” –obsérvese las comillas- con la contemplación de oprobios que se desparraman sin grandes vericuetos argumentales.
De la culpa voyeur católica hitchcockeana se cae en el barro de la culpa del entretenimiento de masas. La escena del meñique es una referencia a Hitchcock en sí misma: la apuesta entre un hachazo al meñique y un auto convertible es el argumento del episodio Man from the south, de la quinta temporada de la serie Alfred Hitchcock presents, al que también refiere Tarantino en Four rooms (Tarantino, Rodriguez, Rockwell, Anders. 1995). La diferencia entre las tres obras se hace notar con pesadumbre sobre todo en el tiempo. Sostener una narración con una línea sencilla requiere generar una tensión y expectación que jamás sucede en Apuestas perversas a no ser que una quiera, emulando a los personajes de la película, apostar cuál será la bajeza siguiente a presentarse. La consecución in crescendo de vejámenes termina por empalagar y los intentos de comedia no terminan de cauterizar el hastío.
Pero la culpa triunfa siempre -porque quién no sufrió catecismos sufrió educación ciudadana- y nos obligan a tener esa conciencia de reproches de almohada. Después de ver Apuestas perversas nos lo vamos a reprochar un largo rato.
Apuestas perversas (Cheap thrills, EUA, 2013), de E. L. Katz c/Pat Healy, Ethan Embry y Sara Paxton, 88’.
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