Los créditos indican que trabajan solos, ellos dos, frente a su PC y a veces (sólo a veces) con una cámara. No son desconocidos, se vienen moviendo en museos y sobre todo en festivales, pero luego de haber visto las tres películas estimulantes, intensas y provocativas que hicieron en conjunto, uno quisiera que circularan mucho más. La radicalidad con la que encaran su tarea o la circunstancia de que realizan su trabajo principalmente en Rosario, fuera de los centros donde pasan las cosas, son elementos que quizás no contribuyan a que esto suceda.

Gustavo Galuppo es un referente dentro de esa zona difícil de definir en la que habitan los cineastas experimentales, los que encaran modalidades como el autorretrato, el found footage o, en un sentido bien amplio, el documental de creación. Hizo películas como Sweetheart, ¿Qué sois ahora?, un documental sobre Pequeña orquesta reincidentes y Yo, Duras, participó en revistas como Km 111 y libros colectivos como ¿Qué es y adónde va el found footage? Junto a Carolina Rimini, que proviene de la Antropología y las Bellas Artes y no tiene películas anteriores, realizaron en estos últimos años La creación de un mundo, Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad y Binaria y en cada una de ellas pusieron en cuestión de manera indirecta el verbo “realizar” y el concepto de autor. No sólo porque son dos cabezas las que ordenan el material (no serían los primeros), sino porque gran parte de sus películas, salvando la excepción de La creación de un mundo, trabajan manipulando, interviniendo y resignificando materiales ajenos.

Para Galuppo y Rimini la materia cinematográfica es una arcilla que debe ser manipulada de diversas maneras para obtener, gracias a esa elasticidad, imágenes opacas, nunca inocentes. Lo que atraviesa a sus películas es la desconfianza, la distancia en algún sentido dolorosa que separa la cámara de la realidad. Si para Bazin la imagen cinematográfica era una ventana abierta al mundo, para ellos el rectángulo no es más que una mesa de trabajo, y si en algún momento la tratan como ventana, como en las imágenes bucólicas en La creación de un mundo o ciertos archivos en Binaria, le agregan una persiana, la bajan y habilitan el ingreso del mundo a través de sus huecos. Aquí no hay contacto directo con el afuera sino el despliegue de espacios mentales que a veces se parecen a un paisaje. Por eso la atención está centrada no en el plano sino en el poder constructor del montaje, el modo en que la puesta en relación de una serie de imágenes y sonidos, a veces ajenos, puede disparar una infinidad de vínculos y referencias abiertas.

Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad, en ese sentido, es un caso extremo. A través de imágenes pertenecientes a programas de televisión y a películas de distintas épocas, los cineastas despliegan un relato protagonizado por un tal Christian Villeneuve cuya vida permite trazar un recorrido desde la invención de la electricidad, pasando por la del cine, hasta la consolidación del capitalismo a escala planetaria. Toda una red de sucesos enhebrada por dos voces en off, las de una mujer y un hombre, que en un registro pretendidamente objetivo, de tono monocorde, como las descripciones “neutras” de los documentales científicos, reúne ficción y realidad, aunque más de la primera que de la segunda, mientras un flujo de imágenes ilustra de manera lateral, nunca directa ni redundante, un hilo discursivo que conecta figuras como Tesla, Rockefeller, Edison, Steiner, Lachenney, Marey y Muybridge, entre otros. Todos ellos partícipes, voluntaria o involuntariamente, de una conspiración cuyo alcance parece ilimitado. Lo que enlaza a las imágenes es una paranoia nunca exenta de humor, producto de que el delirio es llevado a los extremos: en un momento, un personaje que participó de algunos de los avances científicos que luego desencadenaron en la invención del cine muere al caer del mismo tren que los hermanos Lumière estaban filmando y que luego convertirían en una de las primeras proyecciones de la historia del cine. Los elementos ficcionales y los históricos se mezclan hasta volverse indiscernibles, salvo cuando lo que se incluye en el entramado supuestamente histórico es directamente el personaje de una película, como el caso del teniente Custer, interpretado por Errol Flynn en Murieron con las botas puestas. En Pequeño diccionario… un personaje de ficción (aunque inspirado en una figura histórica) puede haber interactuado con personajes reales como Edison o haber influido en Adolfo Bioy Casares para escribir La invención de Morel.

Todo tiene, al mismo tiempo, un aura de clandestinidad. La película se presenta como un mensaje secreto gracias al cual nos volvemos partícipes de una intriga internacional, impresión también alimentada por mensajes cifrados en placas negras que aparecen cada cierto tiempo para puntuar el relato y que se conectan con momentos históricos de los más disímiles como la muerte de Elvis o la caída de las Torres Gemelas. La idea que atraviesa a la película es que siempre hay algo más, que las imágenes no nos están diciendo la verdad y, por lo tanto, que hay que desconfiar de ellas.

En Binaria se pone en marcha, con otras derivaciones, un dispositivo similar al de Pequeño diccionario…: dos voces, una femenina y otra masculina, articulan un discurso que es afirmado o ilustrado por un flujo de imágenes provenientes de películas y archivos televisivos de orígenes diversos. Pero mientras en aquellase utiliza el estilo científico para dudar de la veracidad de las imágenes, en Binaria el discurso se enriquece gracias a lo que está en la superficie. No hay que buscar más allá, no hay que excavar para encontrar algo. Sólo basta con asimilar, aceptar, reconocer lo que se revela evidente: un binarismo que refiere principal pero no exclusivamente a la cuestión de género y a la violencia que implica. Mientras las palabras, desde una distancia teórica, aluden a las ideas que sostienenel binarismo del orden social, las imágenes asumen sus consecuencias materiales, los modos en que se manifiestan los estereotipos en los cuerpos. El macho proveedor, fuerte, exitoso y la hembra siempre dispuesta, sumisa, pasiva; el primero como sujeto deseante, la segunda como objeto de deseo.

Se incluyen además otros recursos, como la inscripción de relatos o poesías sobre paisajes naturales que se sostienen en un plano fijo. Son los momentos más estimulantes, los más altos, los que se escapan del registro académico y conectan con un afecto que desnuda el alcance de la indiferencia. Mientras vemos un paisaje configurado por un camino de tierra, arbustos, árboles y un cielo levemente nublado, leemos sobre la imagen un diálogo entre dos personas, acaso un hombre y una mujer, en el que la mujer pregunta de manera insistente y finalmente desesperada: “¿Qué le pasa a esa mujer? ¿Por qué grita?”.

En ambas películas, con distintas implicancias, el ritmo de las imágenes se vuelve febril, los cuerpos, conocidos o desconocidos, parecen embriagados, devorados por una cámara que los convierte en una pieza más del espectáculo. Es como si hubiera una discrepancia entre la voluntad del discurso por ordenar un relato coherente, con ánimo de denuncia, y el torbellino de imágenes que sólo devela un entramado disperso, a veces caótico. La historia de los últimos dos siglos codificada en esas imágenes se devela como una gran pesadilla, la peor de todas, el largo y victorioso camino del capitalismo. La voluntad de Galuppo y Rimini es tan libre, tan rabiosa, que se permite imaginar, hacia el final de Pequeño diccionario…, un escenario futuro en que un virus informático desencadena una suerte de apocalipsis.

Los procedimientos que sostienen este entramado, siguiendo con la clasificación del propio Galuppo en el ensayo titulado Delitos flagrantes[1], incluyen la puesta en relación de imágenes ajenas y la inscripción de textos sobre imágenes, pero en general dejan afuera la intervención directa. Asistimos a repeticiones pero no vemos demasiadas alteraciones en los colores, las texturas o las velocidades, como si no fuera necesario más que el recorte y la recontextualización de esos archivos para anular sus objetivos originales. El ánimo que orienta el corte es más bien rockero: el único modo de reordenar lo sensible es rompiendo, destruyendo los estereotipos convertidos en mercancía. La desconfianza no se traduce, sin embargo, a la distancia oscura (y políticamente estéril) del pesimismo.

La tendencia a unir en un paquete homogéneo a todas las películas de un realizador o, como en este caso, una dupla de realizadores, suele obnubilar la visión. La insistencia no hace más que confirmar el punto de partida. La creación de un mundo, que suele exhibirse con el cortometraje Antonia a modo de prólogo, es el primer largometraje que filmaron juntos. Aunque no se parece demasiado a las que harían después, se mantienen ciertas constantes: la mirada extrañada frente al espacio que se presenta delante de cámara y el discurso fragmentado en dos voces, una masculina y otra femenina, que acrecienta la distancia. La diferencia es que aquí no hay imágenes tomadas por otros. Todas fueron registradas por los realizadores y ya no remiten a los escenarios urbanos, informatizados y atravesados por la técnica que pueblan Pequeño diccionario… y Binaria. Ahora estamos en un campo de la llanura pampeana y mientras observamos la interacción entre los árboles, los pastizales, un perro, las hectáreas sembradas, las nubes, una mujer, un hombre y dos niños, escuchamos el modo en que las dos voces interpelan lo visto.

Eso que está ahí afuera, ese espacio natural, a diferencia, por ejemplo, de lo que sucede en el cine de Gustavo Fontán, se presenta ajeno, casi tanto como las imágenes con las que trabajan en sus dos películas posteriores. Los espacios bucólicos son interpelados de tal modo que se vuelven espacios mentales, paisajes interiores yautorreferenciales: las voces pertenecen a los realizadores, los niños son sus hijos y la mujer que los recibe, la dueña del campo, es la tía de uno de ellos. Ya no estamos ante a un ensayo que toma elementos del found footage sino a una extraña forma de autorretrato doble, en el que se suplanta la dimensión individual de la pregunta que define el género, ¿Quién soy?, por la dimensión colectiva, marcada además por un vínculo amoroso: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos formando? ¿Cómo definir este conjunto de subjetividades?

La construcción como creación, la familia como un mundo. El monólogo interior es sustituido por el diálogo interior, por dos voces que a modo de contrapunto afirman, niegan y redescubren lo que vemos, siempre entre el asombro y la desconfianza. Las palabras no vienen a cerrar el sentido de las imágenes sino a agrandar la brecha, el abismo que existe entre estas últimas y aquellas.

En el cine de Gustavo Galuppo y Carolina Rimini, lo que está afuera ingresa en un sistema que lo reordena, se lo apropia y lo manipula para pensar en la mirada del otro, en la Naturaleza, en el devenir a veces delirante de la Historia y por último en la relación fundamental en casi cualquier película entre los cuerpos y la cámara, aunque estos no se hayan encontrado nunca. No es el típico cine que circula con cierta comodidad en el circuito de festivales: correcto, prolijo, pequeño, poco ambicioso (es notable cómo se instaló este último término para definir de manera despectiva a aquellas películas que quieren escaparse de la medianía). El ejercicio de acercarse a las tres implica por supuesto un recorte, porque Galuppo tiene, como decía, otras películas, pero la colaboración entre ambos admite la posibilidad de pensarlas por separado. No para cerrarlas en una unidad compacta sino para comprender la dinámica oscilante que pueden asumir formas marginales como estas. Y paradarles un justo lugar.

[1] ¿Qué es y adónde va el found footage?, Leandro Listorti y Diego Trerotola (comp.), editado por el XII BAFICI.

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