Cuando uno consulta rápidamente el diccionario online de la RAE para buscar la definición de la palabra personal, en las distintas acepciones que pueden interesar para este artículo encuentra: “perteneciente o relativo a la persona”, “propio o particular de la persona”, “conjunto de personas, gente”, mientras que cuando uno busca la palabra intimidad sólo encuentra dos y dicen: “amistad íntima”, “zona espiritual íntima reservada de una persona o de un grupo, especialmente la familia”.
Pues bien, El rey del Once, de Daniel Burman es claramente una película íntima más que personal. Esperando el mesías (2000) y, sobre todo, El abrazo partido (2003) fueron películas personales. En esas dos “lo judío” era más bien una apuesta estética, al igual que el mítico barrio porteño del Once donde las historias que engarzaban a los personajes y la relación padre-hijo-familia devenían en un pequeño universo tragicómico a partir del cual lo anecdótico terminaba primando por sobre cualquier circunstancia moral, religiosa y, sobre todo, existencial profunda.
Aunque, según los avances de Telefé, Burman amague con lo mismo en El rey del Once, sólo hacen falta veinte minutos para darse cuenta de que, lejos de lo anecdótico, lo que la película quiere es, justamente, hacer primar la condición existencial (y judía) del protagonista de manera íntima, es decir, espiritual y, sobre todo, familiar.
Ariel (interpretado por un gran Alan Sabbagh) es un economista relativamente exitoso que trabaja en Nueva York y está en pareja con una bailarina de ballet. Ariel decide volver a Buenos Aires después de muchísimo tiempo para presentarle su novia a su padre, Usher, pero, curiosamente, vuelve solo: su novia decide ir después dado que tiene que terminar una audición.
Este dato ya predispone una intriga interesante: ¿por qué vuelve Ariel primero y solo si tranquilamente podría venir junto a su novia cuando ésta terminara lo que estaba haciendo? La presentación de la novia es apenas una excusa. Ariel quiere volver irremediablemente a Buenos Aires, al Once, a estar con su padre, por más que voló a Nueva York para escapar de todo ello.
En esta contradicción (aparente) Burman mecha un interesante registro estético y narrativo: la inercia. Desde que llega a Buenos Aires y sale del aeropuerto, todo para Ariel va a ser inercia. Usher nunca aparece y se comunica con él siempre por celular, intercambiando una extraña familiaridad -para personas que hace docena de años que no se ven y que al parecer tienen algunos asuntos pendientes- y una sucesión de instrucciones-pedidos para que resuelva en su ausencia a favor de una Fundación que el mismo Usher preside (y que existe en la realidad en la misma locación donde se filmó) destinada a la ayuda de personas de la colectividad judía según las necesidades económicas, edilicias, médicas, amorosas y hasta religiosas que tengan. Ariel quiere decir “no” pero siempre termina diciendo “sí”. Lejos de una actitud represiva contradictoria y de resignación, lo que Ariel va (de)mostrando a medida que concreta inercialmente los pedidos de Usher, es un extraño encanto por lo que hace.
En esta paradoja es que nace el descubrimiento (la identidad) que Burman plantea para su personaje principal, volviendo íntimo y notable todo el universo del Once y los submundos de la comunidad judía porteña que allí se desarrollan. Quizás es por esta intimidad que la película puede transformarse por momentos en hermética (especialmente durante ciertos rituales judíos) y fastidiosa para aquellos que se quedan afuera del significado simbólico de estos rituales o que, simplemente, no conocen ese enorme barrio caótico, desvencijado, decadente, plagado de negocios y comerciantes, muy vital e irresistiblemente porteño que es el Once.
Mucho se podría analizar de las analogías que hay entre la no-presencia de Dios, la concepción del einsof cabalista, el mandato paterno, la condición patriarcal judía y la incontrastable condición mediadora de la mujer en relación al “planteo familiar” que surge desde todos los frentes entre Ariel, Usher y Eva (la bella muchacha “muda” interpretada por una encantadora Julieta Zilyberberg); sin embargo, Burman enfoca toda analogía posible en la noción de “colectividad” y “comunidad” (según él) a partir de la cual el judaísmo puede volverse sectario pero notablemente fiel a su propia idiosincrasia más allá de la región geográfica que habite en el mundo. Uno primero es judío y luego argentino, parece plantear Burman y tal vez por eso está siempre presente en la trama, por ejemplo, la escarapela que Ariel usó cuando fue abanderado del colegio. De hecho, el título de la película en inglés fue traducido como The Tenth Man (El décimo hombre) en relación al pasaje bíblico del Libro de Moisés -explicado por un personaje entrañable llamado Marcelito Cohen (Uriel Rubin)- en donde Dios recién reconoce a una comunidad como tal si se tienen diez hombres para formarla. Los mismos diez que se necesitan sí o sí para cargar el cajón de un muerto cuando un judío fallece.
Y en esta concepción de “comunidad” (cerrada) es que Burman, a través de Ariel, parece querer apostar su carta íntima más importante en relación a su noción de familia: hay familia sólo si hay comunidad; por ello, “ser judío” es o puede ser, inclusive, más importante que ser hijo o padre; es, en realidad, lo que prescribe toda relación padre-hijo que pueda haber, como también queda demostrado en la conflictiva relación entre Eva y su padre, el carnicero kosher del barrio.
Matizada de comedia aunque no necesariamente lo sea, El rey del Once es la película que Burman siempre quiso filmar y que de un modo u otro, con toda su filmografía previa, fue previendo, terminando íntimamente de diseñar. Esto se le nota en cada plano, en cada rincón del Once que recorre, en cada gesto tenso de la cara de Ariel durante su estadía en Buenos Aires y, sobre todo, en la presencia intrigante que la voz en off de Usher construye en el frenetismo diario de una semana: la que necesitó Dios -según el Génesis hebreo- para crear el mundo; la que necesitaremos nosotros para verle la cara, finalmente, a Usher… Para saber que, en definitiva, ya es hora de que se corte el pelo en esa peluquería descrita por Ariel donde se hacen los cortes con la kipá puesta.
El rey del Once (Argentina, 2016), de Daniel Burman, c/ Alan Sabbagh, Julieta Zylberberg, Elvira Onetto, Elisa Carricajo, 81′.
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Muy buen análisis de la película, lo cual no quita que sea sumamente aburrida, estéticamente fea, y también muy personal, ya que es la película que siempre quiso filmar. Sólo los momentos en que se plantean juicios sobre lo verídico de su religión(trasladarle a otras religiones tambien), se torna interesante.
Los judíos son extranjeros en cada país que habitan, así hayan nacido en él. Y esta película es de cine judío más que argentino. Sólo si sos de esa comunidad te podes sentir representado.
De Burman me gustó «el nido vacío», pero me clave mal con «un Crisóstomo estalla en cincoesquinas», aburrida e incomprensible, aún más que está.
Hay películas para el público general y otras para que las alaben los críticos. Este es uno de esos casos.