Se requiere mucha fuerza para poder vivir y olvidar que vivir y ser injusto son la misma cosa.
Friedrich Nietzsche
La película El proceso, estrenada en 1962, es quizás una de las puestas más explícitamente expresionistas de Orson Welles; no solamente por las elecciones formales y su acontecer abismado y maníaco acorde avanza la trama, sino porque toda la propuesta estética se enrosca como un espiral laberíntico de principio a fin. Encriptándose en el peso de la acusación como masa informe, la película de Welles avanza justificando lastimosamente el sentido de la vida para quedar siempre en deuda frente a lo inalcanzable. El proceso es una adaptación de la novela homónima de Franz Kafka que, junto con El castillo y sus Cartas de amor a Felisa Brauer, forman un trino sobre la postergación y la irresolución.
Para la apertura y el cierre de la historia, Welles recrea la fábula Ante la ley, también de Kafka. Haciendo uso de su propia voz en off, convoca a los ingenieros experimentales en animación Alexandre Alexeïeff y Claire Parker, con su pantalla de alfileres -lento y obsesivo proceso de animación compuesto por una plancha de alfileres retratada cuadro a cuadro-, acentuando la atemporalidad y el estado de situación, lanzándonos de lleno al tema que la película indica.
Desde un comienzo la idea de Ley contiene el no ser accesible, sin ser relevante cuán corrohíbles seamos o integrados estemos a la ficción de los procedimientos vacíos de la metodología del poder. El argumento plantea un juego de falsas opciones en el que todas las decisiones de nuestro personaje Josef K, interpretado por Anthony Perkins, estan mal barajadas. No tanto por sus condiciones particulares o por los avatares que le acontecen, sino porque la única opción es, ya de antemano, la de ser arrastrado a lo imposible. No le será dado un cambio de naturaleza radical, nunca estaremos en la Ley, sino siempre frente a ella. Desde su monótona y ordenada vida de salario y consumos culturales al lamentable destino donde es acusado por algo que nunca será dicho, Perkins construye un personaje atrapado en diversos estados de mediocridad. Acorde avanza la transmutación que sufre el personaje, se amplían y expanden los recorridos que conforman el laberinto. Las puertas, las relaciones y los espacios son centros neurálgicos donde parece que ha llegado a alguna pista o resolución, para luego convertirse nuevamente en los bordes inaccesibles del organismo informe y unidireccional. En su recorrido, la misma exposición a las alteraciones del laberinto y la soledad con la que avanza lo convierten de un momento para el otro en alguien anhelado por las mujeres, quienes le ofrecen sexo inmediato tras haber accedido al estatus de acusado para así ellas participar por extensión del precario proceso de falso y fútil éxito.
Majestuosamente ordenado como un estratégico tablero de ajedrez, Welles distribuye los personajes como escalones de un argumento rígido donde cada uno sostiene la pared que le fue concedida. Le rinden tributo a la confusión y a la Ley omnipresente, quien destila control, paranoia y concesiones a favor del relato. Marika Burstner, interpretada por Jeanne Moreau, es su vecina de pensión semi loca y presuntamente prostituta, de quien él se enamora por proximidad doméstica. Leni, interpretada por Romy Schneider, es enfermera/asistente/secretaria del juez a quien contenta protege sin hacerle llegar la desesperación y ansiedad de los acusados; un papel transitado por la mal entendida femeneidad, administra especulativamente el soterrado manejo de información y llaves maestras. Orson Welles, quien siempre encarna personajes claves del tipo que acompañan sagaz y silenciosamente el deber del relato, es el que sabe que los dados se tiran una vez y al comienzo, y juega su mejor lugar en la partida (El ciudadano, Sed de mal y hay más). Aquí será el Juez, quien habita un genérico palacio de tribunales venido a menos, atiende a sus acusados desde la cama y tensiona el cuentagotas de la información. Akim Tamiroff encarna a un acusado que vive en una habitación de servicio acondicionada para ser celda in eternum dentro del palacio de tribunales, quien cuida frenético, estático y servicial su puesto en la carrera del proceso de fe ciega y miserable pertenencia. Junto al resto del elenco, estos personajes terminan de conformar el reparto para la distribución exacta entre las puertas cada vez más pequeñas y los pasadizos cada vez más demenciales, las sendas por las que nuestro personaje se mueve en un mundo de instituciones sin nombre, informaciones indecodificables y reuniones clandestinas: un dispositivo amansador que lo lleva a la antesala del final.
La luz blanca de un proyector cinematográfico lo encandila. Presionado por la presencia del Obispo y el Juez, Josef K se autoacorrala sobre la pantalla incandescente, encandilante como el sol -metáfora del mundo de las Ideas para los filósofos helénicos- discutiendo con el juez la sentencia final: Juez y Acusado perdieron el caso, la Verdad era la Mentira.
El proceso, una producción europea, resuelta a ser filmada en blanco y negro en locaciones de Roma, Zagreb y Paris -incluida la antigua Gare d’Orsay y la Catedral de Notre Dame- nos sumerge en un mundo donde las estéticas opresivas acarician los extremos. El agobio se extiende por la desinteresada belleza funcionalista y por la insistente majestuosidad especulativa del neoclasicismo. De un lado encuadres amplios, extensos y pausados travellings a nivel, despliegue de escala de grises, oficinas simétricas, planes de vivienda, cemento, síntesis y desolación en el marco de las reformas urbanas; por el otro, techos bajos, alto contraste y contrapicados deformes, escenarios cargados por expedientes y retratos de jueces como reyes o íconos, anaqueles con biblioratos olvidados, condensados en abarrotados decorados hijos de la segunda revolución industrial y sus consecuencias. Tanto el Funcionalismo como el Neoclasicismo son las variantes que fueron hábilmente utilizadas, dosificadas y combinadas por los estados en crecimiento en la construcción de sus instituciones durante la explosión demográfica de la primera mitad del siglo XX indicando progreso y sencillez por un lado y confianza y solidez por el otro. Escenarios que acompañan pesadamente la trama y alojan las estrategias que pululan alrededor de la Ley cual Dios.
En ningún momento cabrá un cambio radical de naturaleza en el estado de cosas. Josef K es todos, todos estamos frente a la Ley, no es una cuestión de deseo o equívoco. El criterio que rige es ajeno al devenir de la existencia. Josef K no sabe, no conoce, no entiende, desespera. Avanza aceptando el pleito por que es empujado, nervioso y desesperado, pero sin cuestionar nunca cómo llegó a esto. La diatriba es siempre una trampa que no se escapa al juego de la doble moral: el sometimiento o el bien pensar. La Ley esta trazada para que su opción a la verdad no sea más que la mentira, nunca el error. Y ahí gira el punto de la película, donde Welles nos deja perdernos distraídos en la posibilidad de poder dirimir solamente entre cuál de todas las puertas del laberinto sería la más conveniente, la más rápida, la más eficiente, como si eso fuesen elecciones. Solamente al final podemos ampliar la perspectiva para comprender que, una vez adentro del laberinto, solamente se sale por arriba, o por abajo.
El proceso (Le procès; Francia, 1962). Guion y dirección: Orson Welles. Fotografía: Edmond Richard (B&W). Música: Jean Ledrut. Reparto: Anthony Perkins, Romy Schneider, Jeanne Moreau, Orson Welles, Elsa Martinelli, Akim Tamiroff, Suzanne Flon, Madeleine Robinson, Arnoldo Foà, Fernand Ledoux, Michael Lonsdale. Duración: 118 minutos.
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