La dimensión política de una película no se construye solamente durante el proceso de producción y realización del proyecto. En un punto, una serie de acontecimientos potencian y reformulan un trabajo que se pretendía específico y que termina conteniendo una referencialidad mucho más amplia.
La historia original de En el umbral es la de Pedro Ponce, maestro y director de una escuela secundaria de un barrio carenciado de Lomas de Zamora. El seguimiento que Eduardo Schellemberg hizo sobre él entre los años 2012 y 2013 se centra claramente en la lucha por sostener una institución escolar en ese contexto social.
Pero años más tarde, en 2017, los sindicatos que agrupan a los maestros montan un aula itinerante en la Plaza de los Dos Congresos en rechazo a la política educativa del gobierno nacional. Son reprimidos por la Policía de la Ciudad: los golpean, los llevan detenidos, los corren del lugar. Pedro Ponce está entre ellos. Pero lo que le da relieve no es simplemente su presencia ni su lucha contra la policía, sino la forma en que un nefasto personaje mediático que la va de periodista –Eduardo Feimann- señala a Ponce, recorta su imagen, la difunde vía twitter, acompañada de la pregunta/afirmación sobre si esa persona alguna vez habrá sido un maestro.
En esas imágenes que aparecen apropiadamente al comienzo de la película, en donde el presentador califica a los manifestantes como “energúmenos”, se resignifica la construcción del documental. De esa manera, las imágenes que Schallemberg había filmado en los años anteriores adquieren otro valor: ahora funcionan como un mecanismo que permite desmontar las formas que asume la intervención de los medios sobre los hechos que se constituyen como noticias. No es que la historia de Ponce y de la Escuela de Enseñanza Media N° 23 de Lomas de Zamora dejen de interesar: por el contrario, encuentran el camino ideal para conformarse en un ejercicio totalizador, generalizador de un fenómeno. El hecho, el lugar, la historia individual, merced a la intervención mediática ante la cual se planta, se vuelven representación de situaciones que involucran a un colectivo mucho más amplio.
Aparece entonces una complejidad inesperada. La historia de la escuela se convierte en un ejercicio de deconstrucción de la forma en que los medios de comunicación leen la realidad. Si ese relato se sostiene en una estrategia binaria que lleva a la ausencia de cualquier tipo de matices, la película se encarga de interponer esa zona de grises en los que se mueve la vida cotidiana. Porque aun cuando se construye una imagen marcadamente positiva de Ponce –señalada en la progresión que lo lleva de ser el preceptor al director de la escuela que ayudó a levantar desde la nada-, hay una renuncia a la épica, a ese tufillo de heroísmo civil que se cuela a veces en este tipo de trabajos. A la par de remarcar los logros comunitarios, la película se encarga de remarcar los límites –burocráticos, políticos-, los fracasos –por ejemplo, la imposibilidad de construir una cooperativa con los carreros- y las derrotas –la deserción de los adolescentes, los alumnos que no pueden salir del circuito que los lleva a la delincuencia.
Más que a una idealización, se apunta a su ruptura. Y esa idealización está dada por la distancia y el desconocimiento de la realidad en la que se inscribe esa institución escolar. No es casual que la inspectora diga que cada vez que va a la escuela se pierde en el camino. No se trata solo de no pertenecer a ese espacio, sino que pone en relieve que la autoridad de control desconoce la geografía del lugar que supuestamente debe controlar. Aunque quizás impacte más el desconocimiento cuando Ponce rememora cómo fue que lograron que le construyan el muro frontal de la escuela: fue cuando otra inspectora, de visita en el lugar, se vio en medio de un tiroteo en el barrio.
Si esa idealización también se manifiesta como ruptura en relación con los institutos de formación, que no preparan a los docentes para la relación con el entorno, la importancia que adquiere la película radica en poner de manifiesto la relación entre la escuela y un entorno marcado por la pobreza, la falta de horizontes y la delincuencia como única salida. A diferencia de la idea del surgimiento de la escuela como emergente de un entorno –lo que se verifica al momento de la creación, con la ocupación de las tierras, la presión para concretar el proyecto, la construcción comunitaria del edificio- de lo que se trata es de la manera en que la escuela entra en ese entorno para hacer lo posible para modificarlo. La escuela deja de ser una institución quieta e inmóvil, para salir de su estructura de aulas y salones levantados con esfuerzo. Busca a los que dejaron, abre sus puertas los sábados, plantea la necesidad de levantar un jardín maternal para los hijos de las alumnas embarazadas. Pero va más allá cuando se plantea como espacio de reunión y de organización para los carreros, como un lugar que excede la contención y que busca resolver problemas que surgen en la comunidad.
El logro de En el umbral es trabajar no solamente sobre el desmantelamiento de un sistema basado en la difamación y la mentira. Su apuesta es por la afirmación del lugar que ocupa la escuela en la sociedad, y especialmente en los sectores más vulnerables. En tiempos en que la administración provincial propugna el cierre de escuelas rurales por “falta de alumnos”, la película de Schellemberg se involucra, pone la cámara en medio de los protagonistas, se formula como parte de la resistencia necesaria ante el avasallamiento y la mentira, interviene, en fin, desde la política. Postura que no solamente se establece como resistencia ante las políticas educativas, sino también, y a la vez, como una forma de entender la función del documental en particular y del cine en general.
En el umbral (Argentina, 2018). Dirección: Eduardo Schellemberg. Guión: Eduardo Schellemberg. Fotografía: Augusto Tejada. Edición: Gonzalo Krikorian. Duración 68 minutos.
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