Más allá del proselitismo de lo que podríamos llamar barrierismo porteño (deliciosa y minuciosamente anacrónico) que intenta enarbolar El misterio de la felicidad, hay algo que se escurre por entre las olas de la que probablemente sea la película más prolija y pulida de Daniel Burman. Entre los encuadres simétricos y los ralentis iluminados (no tanto luminosos), entre la mirada y las palabras de un personaje (Francella) que parece construido pura y exclusivamente para articular una y otra vez que la vida rutinaria, estable y de compromisos es lo mejor que se puede tener, entre el ritmo pausado y musical de un montaje preciso, se cuela la grieta de lo que parece la mayor (y más fructífera) contradicción de esta película: que El misterio de la felicidad no está del todo convencida de lo que cree que está diciendo.
A diferencia de Juan José Campanella (el máximo poeta cinematográfico del barrio), Burman no termina de estar cómodo en el rol que él mismo se ha buscado. Si el local de venta de electrodomésticos funciona como representación perfecta e ideal de lo que quiere construir con su cine (un espacio acogedor, pulcro, pulido hasta limar toda sorpresa, abierto a todo aquel que necesita una juguera o pasar un buen rato en la sala, simple, accesible y con estanterías cargadas de mercadería a la venta), algo en la mirada esconde otra cosa. Si bien el protagonista de la película es claramente Francella, no está claro que su punto de vista sea el de la película.
Si la idea era simplemente construir una comedia romántica que le caiga bien al público y que venga a llenar ese hueco potencialmente rendidor de las pantallas que es enero (con reminiscencias del cine más industrial e industrioso de Hollywood), ¿a qué viene, por ejemplo, la inclusión del detective retirado? El personaje de Alejandro Awada (moderado y rendidor) entra como un elemento totalmente foráneo en la trama de una película que se resiste a ser “una de amor”. Awada, cargado de etnicidad y de una tradición remota y valiosa (a juzgar por el repetido chiste del precio de la comida), funciona como un oráculo que no conduce a nada, un espejo de sabiduría ilógica, una respuesta salida de ninguna parte (no conviene usar expresiones como “inconsciente”) que demuestra que la pregunta no es la que creíamos que era. No es la que plantea explícitamente la película, pero sí es la que plantea la película en sí. Si la vida en el local de toda la vida, con las rutinas de toda la vida, con el torneo de paddle es tan maravillosa, ¿por qué tanta gravitación sobre la ausencia? ¿Qué es lo que falta en El misterio de la felicidad? ¿Qué es lo que no se anima a decir?
Al final, después de un arco narrativo moderado y no del todo explicado, después del nacimiento de un amor, de atravesar las dudas y desear el cambio, después de recordar la juventud y sus sueños (¡cuánto se repite la palabra “sueños” en esta película!), después de un viaje de costos moderados a Brasil, los personajes finalmente descubren que pueden permitirse una dosis de libertad y que esa pequeña libertad (como un corte anacrónico de pelo) es la que le da algo interesante a sus vidas. Hasta ahí, con eso basta. Basta saber que hay playas en Brasil para volver a Buenos Aires. Alcanza con mirar de lejos otras posibilidades, recordar una vez cada treinta años que existen, y ya con eso tiramos para rato. Pero nosotros, los espectadores, la película misma, no podemos hacer como que no acabamos de ver el sol. En su moderada búsqueda de satisfacción, Burman dio un paso demasiado lejos, se escapó unos centímetros más allá, fue demasiado sincero. Nosotros no podemos olvidarlo.En esta película el deseo es un hombre en sunga que se escapa por entre las olas espumosas de una playa que roza lo kitsch y parece querer estallar en burbujas technicolor, con todo el plástico y la vacuidad de un folleto vacacional y todo el anhelo inexpresable de una fantasía forjada en el cemento y el almacén, que cree que quiere lo que quiere pero en realidad no termina de convencerse del todo. La sunga desaparece entre la espuma y el plano parece desear quedarse ahí, estirarse un poquito más que esos segundos mecánicamente necesarios para zambullirse detrás de la piel bronceada y expuesta de aquel que lo dejó todo atrás. No se trata simplemente (más allá de los múltiples signos que perforan la película) de un deseo homosexual (ver, por ejemplo, la lujuria con la que la cámara acaricia la piel del amigo perdido y ni siquiera presta atención a la garota-arrastra-pescados que lo acompaña, supuesta figura de la pasión reprimida); con esa sunga se escapa un deseo mucho más amplio, océanico, atractivo por lo misterioso (casi como si El misterio de la felicidad llamara desde lejos a El desconocido del lagopara que venga a redimir sus pulsiones prensadas bajo un traje caro). Francella se da vuelta y corre detrás de su recién descubierto amor; el camino, suponemos, lleva de vuelta al negocio de electrodomésticos. Pero ahí se perdió algo, algo que se fue, algo que no entra en esa vida supuestamente tan deseable del tipo que trabaja hace 30 años en el mismo lugar y sueña con expandirse a la venta de bicicletas con motor. El misterio de la felicidad no se juega por ese deseo escurridizo, no corre tras él, lo mira desde lejos, como si fuera algo ajeno. Pero (y esto no es poco) no deja nunca de señalar su existencia.
Aquí pueden leer un texto de Paula Vazquez Prieto y uno de Marcos Vieytes sobre esta película, y otro de Marcos Rodríguez sobre el cine de Daniel Burman.
El misterio de la felicidad (Argentina/Brasil, 2013), de Daniel Burman, c/Guillermo Francella, Inés Estevez, Fabián Arenillas, Alejandro Awada, María Fiorentino, Silvina Escudero, 92’.
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Es interesante el texto. Y tal vez Burman en el fondo sea Eugenio (Fabián Arenillas) y dentro de unos años se largue con una película completamente distinta a estas. Si sucede me acordaré de esta nota.