“Escribir es prostituirse. Es coquetear, es venderse.”
La locura ante todo, Violette Leduc.
Escribir es, definitivamente, prostituirse, porque lo engendrado queda sujeto a los vaivenes de la interpretación de un “otro” que poco comparte las aptitudes psicológicas del emisor y, por lo tanto, la decodificación del mensaje es en mayor o menor medida una cuestión de simbiosis azarosa. Es por eso que cualquier película inspirada en la obra de alguien más (en este caso, los escritos de Violette Leduc), está sujeta a la interpretación de esa obra y puede por ende no terminar armonizando con ella. Ese es el caso de Violette.
La cultura de lo bello como aceptación estética y social abre la película de Martin Provost, que se divide en capítulos cual libro y cuyos diálogos conservan la poesía que en los ’30 el cine francés se vio ávido de mostrar mágicamente a través de la vida de personajes que cuestionaban la existencia por sentirse bastardos del Todopoderoso o víctimas mudas de una Fortuna que no se dignaba a mirarlos a la cara; quizás, en el caso de Violette, debido a su fealdad. Teoría a la que el director no adhiere ni tampoco refuta sino que se limita a presentarla como parte del universo caóticamente angustiante que se revuelve en el interior de la protagonista.
La sola presentación de Simone de Beauvoir hacía esperar alguna referencia al feminismo en el interior de la película, pero lejos está Violette de tal cosa; por el contrario, su objetivo nunca consiste en revolucionar la percepción falocéntrica o desmitificar algún tabú referido al sexo femenino sino que se circunscribe a pensar la lucha de una mujer únicamente por expresarse y hacer catarsis para sobrevivir –espiritual y económicamente-, a mostrar la zozobra presente en el intento de inserción dentro del mundo de la cultura, y sobretodo a acentuar la congoja por no poder paliar la soledad.
Los libros de Violette Leduc se basan en sus relaciones con diferentes personas, y así Provost encara la película: dividida en capítulos que tienen como protagonistas a los diferentes personaje(s) que comparten la vida de la escritora. Sin embargo, estas relaciones son cuna de deseos insatisfechos y pasiones frustradas, convirtiéndola en víctima de sus propios demonios que le recuerdan la imposibilidad de sentirse amada por sus padres (en particular por su madre), y por cualquier otro ser que la circunde. Querer es querer a nuestra manera, y es evidente que la manera de Beth Leduc no era de las más afectivas. La relación conflictiva con la madre lleva a que el rol materno sea luego ocupado por Simone de Beauvoir, quien será amiga, mentora y guía dentro de un universo al que Violette no pertenece: el universo de los grandes “intelectuales”, a los que no comprende, y a quienes nunca se adaptará por su forma más “campechana” y brutal de desenvolverse (visceralidad se traducirá a su escritura).
Aun cuando esté rodeada de gente, la protagonista se mantiene aislada. En ese sentido es que se inscribe la importancia de las manos como sentido del tacto, como elemento necesario para ser tocado, y con el que la protagonista rara vez se encuentra. El único roce posible es aquel producto de la violencia, ya sean empujones, zarandeos o directamente bofetadas. La violencia se imprime desde los primeros planos para no abandonar la pantalla, mostrándose de forma externa –generada desde otros personajes hacia Leduc-, tanto como interna –en forma de reproches que la escritora se plantea en relación a la soledad y el desamor-. La fragilidad del personaje poco evoluciona exorcizando todo esto, y es en ese aislamiento en el que se recluye para encontrar expiación a través de la escritura.
El estigma de estar sola no la abandonará jamás, ya que el éxito comercial de sus libros únicamente modifica su situación económica y, a pesar de la importancia del éxito como símbolo de bienestar económico y como símbolo de aceptación social a través del reconocimiento, Violette no logra superar la exclusión. Si bien la película está montada sobre la creencia de que el personaje logra la “salvación”, dado que comienza con un plano que se mueve, vertiginoso, entre sombras invernales, y termina con un plano tranquilo, pintado de naranja por el atardecer, que imprime una sensación de victoria, el personaje termina aún más solo de lo que comenzó. Esa toma final tiene una profunda melancolía que impacta con una fuerza que supera con creces las escenas de locuras y fantasmas productos del electroshock. Es en esa sutileza donde se condensa todo lo que la película intentó mostrar con gritos desgranados y llantos chirriantes durante los 130 minutos anteriores, por momentos devenidos en cierto patetismo. Si la pluma de ella era visceral, no así la styló de Provost , lacónica y sumergida en tiempos circulares desapasionados, mostrando todo desde cierta distancia propia de la exageración.
Escribir es prostituirse. Violette no es la biografía ficcionada de esa mujer sino de esa prostitución.
Violette (Francia, 2013), de Martin Provost, c/Emmanuelle Devos, Sandrine Kimberlain y Olivier Gourmet, 139’.
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