Una mosca insistía en posarse sobre la pantalla durante las dos primeras sesiones de cortos del festival, la tercera supongo que habrá sido la vencida. Era enorme. Ahora que lo pienso tal vez se trataba de un moscardón. No sé si alguien más lo notó (supongo que sí, su ir y venir sobre las imágenes no pudieron pasar desapercibidas por tanta gente) pero de alguna manera este bicho inquieto funcionó como termómetro del interés que me generaban los cortos que intervenía. En algunos casos podía distraerme por completo, fascinarme con las sombras que proyectaba, sus vuelos razantes sobre nuestras cabezas y su regreso en vuelo tempestivo contra la pantalla que nunca lograba atravesar. A veces podía funcionar como un elemento significativo de la puesta en escena según ésta se planteara, como si le rindiera homenaje a la mosca que aparece fugazmente sobre los títulos de Mamma Roma, de Pier Paolo Pasolini. En otros muy pocos entorpecía la belleza de lo retratado.
El día estaba resplandeciente, con un sol que motivaba más al paseo que al encierro, pero la vitalidad, imperfecta pero irrefutable, del festival hacía que el sacrificio no se sintiera. Había ganas de ver y hablar sobre cine; miradas concordantes y opuestas pero igualmente apasionadas. Había ganas. Este espíritu también se vió en todas las películas de ambas competencias que aunque en su mayoría irregulares pusieron en evidencia un verdadero respeto y amor por lo realizado. Así como muy pocas fueron verdaderamente interesantes, otras muy pocas cayeron en el absoluto desastre. Las demás se quedaron en grandes ideas mal resueltas o imágenes bellísimas que no dejaban mucho más. El género ocupó muy poco espacio y abundó el cine testimonial, de denuncia social (especialmente orientado a la violencia de género) o artístico.
El inicio de la Competencia nacional fue enérgico y muy bello con Video Juegos, de Cecilia Kang, una historia de (des)amor entre dos nenas pre adolescentes pertenecientes a la generación que creció entre el casette y el CD, entre el flipper y los juegos de baile, esos que son como tetris pero con los pies, y con una consciencia sexual más temprana que las anteriores pero siempre más naif que las posteriores. El dueño del local de video juegos al que los chicos -las protagonistas y otros de su misma edad- acuden es el único adulto de la historia y se trata de un pedófilo en potencia -al menos nunca se lo ve queriendo ejercer algún tipo de abuso sobre las nenas de forma directa, sólo actúa como vouyer– pero la subjetiva de su deseo es anticipada por la cámara en una escena de la que no forma parte. Un plano de las nenas caminando por la plaza de espaldas mientras bromean sobre sus culos es el primer «signo de alerta» de que algo por el estilo puede avecinarse. Sin embargo Kang tampoco decide volcarse hacia el campo de la pedofilia y, extraña aunque no sé si voluntariamente, termina fusionando esa mirada erotizada con la de la principal protagonista, la menos agraciada de las nenas y de evidentes actitudes varoniles que empieza a tornarse cada vez más y más posesiva con su amiga. Hay una melancolía cercana en la película: las juntadas de esquina en el barrio, el inicio de la pérdida de la inocencia, y los planos detalles sobre objetos olvidados, o desplazados y resignificados por la modernidad (que alguna vez también será lo retro) como el walkman y el discman, los pósters de Nirvana o los fichines.
De la primera tanda el de Kang sin dudas fue el corto más interesante, pero el que logró emocionarme (sí, hasta los ojos vidriosos) fue El paso, de Victoria Mammoliti, que formó parte de la segunda y que hibrida sin torpezas ni groserías el humor, lo sobrenatural, elementos del terror y el drama. Mammoliti, que además es su protagonista, naturaliza la muerte sin miedo y con extrema dulzura. Los personajes principales son una madre y su pequeña hija, de aproximadamente siete años, que la acompaña en su labor diaria: vender flores en la puerta del cementerio y maquillar a los muertos para sus entierros. Ambas discurren entre ellas y con ellos sobre el alma, sobre la fe y el amor con soltura. Las actuaciones son precisas, afables, la fotografía es luminosa, el guión soslaya cualquier lugar común o golpe bajo al que podría caer fácilmente por la temática presentada. Es un relato que pareciera flotar como suspendido en un tiempo calmo y amable.
Ninguna sutileza hay en Algo azul, de Sabrina Farji, que aborda la violencia familiar con un tono más cercano a un video institucional sobre el tema que al de un cortometraje de ficción testimonial. Su protagonista, interpretada por Ana María Picchio, es una psicóloga cuya única paciente en pantalla resulta ser una mujer víctima de violencia de género. Paralelamente su hija ¿mayor? está a punto de casarse y cae en la bulimia producto de los excesivos comentarios de su madre (y supuestamente de su novio, al que nunca conoceremos por lo que no se puede confirmar) acerca su gordura. El corto arranca con su hermana, una chica más delgada y linda, intentando abrocharle el vestido hasta que se da por vencida señalándole que está a seis dedos de poder cerrarlo. Picchio entra inmediatamente en escena haciendo comentarios poco acertados sobre lo que está sucediendo pero nunca asume su responsabilidad en el hecho posterior. Las marcaciones actorales son demasiado evidentes y los diálogos en exceso subrayados terminan convirtiendo a la película en un absurdo, y aunque sólo una escena logra funcionar por su comicidad no logra remontar todo lo demás. Tal vez si Farji hubiera optado por concentrarse en una de las temáticas con profundidad y haber confiado más en la inherente capacidad de sus actrices antes de dirigirlas tanto «para la cámara», Algo azul no sería tan disperso.
Juan Echalecu también eligió el camino de la violencia de género y presentó Invisible, la historia de una chica (Martina Gusmán) que se encuentra en cautiverio junto a su bebé, una nena de menos de un año, en manos de una red de trata de personas. Bien filmada, con ritmo y buenas actuaciones, Invisible no llega a ser tampoco una obra del todo destacable en el conjunto de lo presentado porque no se arriesga ni formal ni narrativamente. Incluso podría tratarse del adelanto de un nuevo proyecto de Trapero, consciente de la tremenda actualidad y efectividad del tópico. Otro corto que no supo aprovechar su más que atrayente premisa y su género documental fue Hilda, de Daniela Godes, que gira en torno a una mujer hija de un jerarca nazi exiliado en Córdoba, una fascista asumida que ya falleció y a la que nunca tendremos en pantalla de cuerpo entero. De Hilda sólo vemos sus manos bordando mientras canta melodías tradicionales en ruso y alemán. Godes se queda en la superficialidad del tema, con imágenes poco atractivas e interrumpidas en varias ocasiones por intertítulos que no molestarían tanto si tuvieran un mejor diseño y otra clase de tipografía.
El terror tuvo dos exponentes absolutamente distintos. Rockztar, de Bruno Gradaschi, recurre a los zombies, las brujerías y el humor grotesco para contar la historia de tres «nenas» de Sandro que secuestran a otras tres mujeres bastante más jóvenes para sacrificarlas frente a la tumba del gitano y así resucitarlo. Sin embargo el plan se les va de las manos y por error resucitan a Pappo, que empieza a cargárselas una por una cual slasher. La propuesta es simpática, sobre todo por la forma en que homenajea a varios íconos populares de la música nacional, sin embargo lo que transmite es la imagen de un grupo de amigos que se divirtieron filmándola sin demasiadas pretensiones, con un afán más amateur que clase B. Hasta las entrañas, de Leandro Cozzi, por el contrario, evidencia un trabajo mucho más cuidadoso en todos los niveles. Su cinematografía respeta al pie de la letra todas las pautas del género y sólo algunos planos parecen innecesarios (no me refiero a los gore, sino a aquellos que muestran lo que no deberían, como el del mismísimo final) pero al no correrse del cánon formal y narrativo puede quedar rápidamente en el olvido.
Hasta el dominó siempre, de Tian Cartier, fue tal vez el corto documental con mayor potencial polémico. Filmada en Cuba, la película reflexiona sobre cómo el exceso de virtualidad y el sistema de consumo generan desconexiones inmediatas entre las personas, idealizando a la sociedad cubana que por tener vedado o dificultado el acceso a celulares y otros aparatos de última generación, además de a internet, mantienen viva la tradición del juego en la vereda y de las conversaciones cara a cara. Así y todo no fue de los más comentados entre proyecciones, y eso que en esta edición hubo una notable susceptibilidad política, especialmente entre los críticos opositores al kirschnerismo que despotricaban por cualquier motivo contra el INCAA y la organización del festival.
Muchas películas están quedando fuera de esta primera crónica, espero que sepan entender que difícil sería recorrerlas en su totalidad. Además la mosca, mi nueva amiga en este viaje, supo entretenerme lo suficiente como para quitarme las ganas de escribir sobre lo que no me llegó a motivar.
Notas finales: De la competencia internacional quiero rescatar Cycle, de Amir Porat (Israel) que con un minuto de duración presentó una capacidad de síntesis y precisión admirable para hablar de la finitud humana. Un cuento mínimo y oscuro, con un tipo de animación que me recordó a los dibujos de Plympton. A picous man, de Alex Megaro (Estados Unidos) es una interesante mirada sobre la demonización de la mujer en manos de la Iglesia Católica. Un monje encuentra a una joven sentada frente al mar en una solitaria playa, que resulta ser un ángel al que este hombre agrederá al verse imposibilitado de poseerla. A serious comedy, una docuficción dirigida por Lander Camarero (País Vasco), se merece un texto aparte y seguro se lo dedique pronto. La historia gira en torno a Nizar Rawi, director del Festival de Cortometrajes de Iraq, que discurre acerca de la ausencia absoluta de comedias en la programación del festival y en la producción del cine iraquí en general, enfatizando la importancia del género, sobre todo para un país en conflicto permanente como el propio. Inmediatamente surge el repudio de toda una sociedad que teme verse ridiculizada.
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