“Yo insisto, no en los acontecimientos, sino en el efecto que tienen esos sucesos sobre los personajes”.

Joseph Conrad (1857-1924).

El duelo es la historia de dos soldados, húsares del ejército de Napoleón, que se enfrentan a lo largo de 15 años por un episodio aparentemente equívoco e insignificante. Frente a esa batalla personal que pone en juego sus vidas se impone una pregunta inevitable: ¿cómo definir aquello que consideramos significativo o importante para la propia experiencia? Quizá podría comprenderse que la ambición de poder, la obtención de dinero, o la competencia por un amor sean las causas posibles del complejo y prolongado conflicto que se desgrana en esta nouvelle que abarca la juventud y madurez de los personajes. Sin embargo, no son esos los motivos de la confrontación y, a medida que transcurre el relato, las “verdaderas” causas son cada vez más difusas.

Joseph Conrad, nacido en el Imperio Ruso (hoy Ucrania) pero convertido en uno de los grandes escritores de la Gran Bretaña de fin de siglo XIX y comienzos del XX, se vale de una nimiedad para representar un drama que es espejo de la época en la que transcurre la historia, el ascenso y la caída de la gesta napoleónica. Como en toda la literatura de Conrad –cultor de una temprana novela psicológica que rasgó la superficie descriptiva del realismo al penetrar en los complejos sentimientos de sus personajes-, si bien la acción es importante, la clave está en los impulsos profundos de los personajes, antagonistas de sentimientos heroicos y desmesurado sentido del honor.

Novela breve y magistral en la que el símbolo que retorna –como en El corazón de las tinieblas lo indecible del horror y en Lord Jim el acto de cobardía- es la amenaza de la muerte, la pulsión de destrucción que define el duelo entre D’Hubert, hombre probo y racional, y Feraud, síntoma de la pasión napoleónica. Situada en el período de surgimiento del Romanticismo pero envuelta en un enfoque realista (lo que permite combinar los caracteres plenos de la prosa romántica con la técnica de precisa fidelidad del realismo), El duelo utiliza un narrador impersonal –como en otras obras de Conrad- pero con un punto de vista cambiante, principalmente ubicado en las acciones y sentimientos de D’Hubert, lo que justifica la mayor sensibilidad de carácter de este último. Inspirado en una noticia periodística, Conrad delinea en su historia singular la naturaleza de la máquina de guerra que fue el ejército napoleónico (denominado La Gran Armada), la adhesión incondicional a su jefe (coronado emperador en 1804) y su gran capacidad táctica. Los protagonistas de El duelo no son oficiales de cualquier ejército sino de aquel que hizo del honor su grandeza y su caída. El cuestionamiento de Feraud de la lealtad de D’Hubert a Napoleón (que se va haciendo omnipresente a medida que ambos ascienden en las filas del ejército) y la insistencia en recordarle su filiación con el Antiguo Régimen (monárquico) son las claves de representación de las divisiones que acuciaban a Francia en aquellos albores del siglo.

El desafío de la trasposición que encaró el británico Ridley Scott, como eje de su ópera prima en 1977, consistía en llevar a la pantalla un antagonismo “natural” entre dos naturalezas disímiles en un contexto de guerra total del régimen napoleónico con el resto de Europa pero, al mismo tiempo, internarse en la profundidad de las conciencias de los personajes. Es decir, que además de actores los personajes sean espectadores de sí mismos, y se interroguen –cada uno en su rol social y naturaleza- sobre su destino. La continuidad del duelo, dada la transparencia de los hechos (no hay razones para que el espectador piense en motivos ocultos para el enfrentamiento), nos interroga acerca del sentido de los mismos, hasta llegar al límite del absurdo. El hecho de que la causa original vaya perdiéndose transforma el código de caballeros (el honor) en un aparato exterior que no justifica sus conductas y hace patéticas sus acciones. En tanto el duelo se convierte en un relato público, los personajes se convierten en prisioneros de su propio papel de duelistas. De allí el cambio del título: el eje en la trasposición está dado en el estudio de estos dos polos enfrentados cuyo marco –los sucesivos duelos que juegan a lo largo del relato- se transforma en un teatro para esa puesta en abismo de la misma representación.

La puesta en escena elegida por Scott es ampliamente deudora de la estética de Stanley Kubrick en Barry Lyndon (1975) y del tratamiento de los personajes de su admirado David Lean: “Mi modelo es David Lean, cuyos personajes nunca se perdieron en el proscenio”. Fotografiada de manera extraordinaria por Fran Tidy, Los duelistas elige sostener el narrador objetivo para contribuir a esa pátina de ironía que define a la mirada de Conrad. Que las acciones sean determinadas por las placas que anuncian tiempo y lugar permite que el espectador constate lo ridículo del enfrentamiento, que tiene el peso de una pulsión mortuoria que regresa una y otra vez para definir el rumbo de los contrincantes. Al dar –al igual que en el relato- mayor peso a la figura de D’Hubert (un magistral Keith Carradine) mantiene al pasional Ferraud (encarnado por el visceral Harvey Keitel) en una fascinante penumbra, la misma que siempre se asoció a la mítica figura de Napoleón Bonaparte. Feraud representa el lado salvaje del código de honor que ambos comparten, el corazón de la oscuridad del propio D’Hubert, y la desmesura de la pasión napoleónica que culminó en la caída en la invasión rusa (a la que Conrad le dedica pasajes conmovedores) y la final derrota en Waterloo.

Pese a que la decisión implacable de continuar ad infinitum el enfrentamiento proviene de Feraud, Los duelistas es la historia de una folie a deux: por ello es clave la escena en la que D’Hubert decide interceder ante el traidor Fouché por la vida de su enemigo. Figura oscura y escurridiza de los años del terror jacobino y la posterior Restauración, el jefe de la policía Fouché es reprobado por Conrad en su exquisita prosa, y reducido a un payaso en la mirada de Scott. La escena, además, condensa la necesidad de D’Hubert de “salvar” a quien no deja de ser el alimento de su necesaria pasión. En el desenlace, sin embargo, Scott decide hacer dos cambios: en primer lugar, desplaza el casamiento de D’Hubert hasta los momentos previos al duelo final; y en segundo, sella en la última imagen de la película no la melancólica felicidad del ganador hidalgo sino la grandeza que subyace a la derrota del apasionado admirador del Emperador. De esta manera, mientas en el texto el duelo final le confirma a D’Hubert la pasión de su prometida (que corre en ropa de cama a recibir noticias de su futuro esposo), en la película sella la propia. Es él quien, pese a sobrevivir las purgas de la Restauración y haberse casado con la sobrina de un ferviente monárquico, mantiene su secreta y silenciada admiración por el Emperador en la decisión de celebrar en secreto el duelo final (ceremonia prohibida en los nuevos tiempos borbónicos) y de llevar consigo la vida de su eterno contrincante. Y, además, Scott adhiere sin ambigüedades la imagen de Feraud a la de Napoleón, erigido en la montaña y contemplando la grandeza del risco, marcando en el primer plano de su rostro las contradicciones que definieron al temerario general a lo largo de toda aquella era. La escena final quedará para siempre como la mejor representación de los sueños rotos de la era napoleónica, con la voz de D’Hubert de fondo mientras la silueta de Feraud, con su sombrero bicornio, domina el amplio valle que recuerda la famosa pintura Napoleón en Santa Elena (1820) de Franz Joseph Sandmann.  

Rodeados de neblinas, rocíos, nieblas, vapores, humos; iluminados por el amanecer, el crepúsculo o el sol cambiante de los días nublados; asediados por gansos voladores o caballos; testigos atónitos de una épica que los envuelve y los trasciende, los duelistas son parte de la Historia y la Leyenda. Así los imaginó Conrad y los filmó Scott. En esa zona difusa entre la dureza del realismo y la magia de la ensoñación, nunca quietos como piezas de museo o artificiales como construcciones literarias, sino vivos en un movimiento constante que desgarra la conciencia de aquel que los enfrenta. Por ello Scott filma los duelos en movimiento, como asaltos brutales a cualquier armonía o tranquilidad. El primero que Feraud celebra con el sobrino del alcalde de Estrasburgo, un alemán que ofende la hidalguía de Napoleón, el segundo con D´Hubert en el patio embarrado de su casa, el que culmina con la herida del corazón de D’Hubert curado por su amante condenada, el de la caballería que muestra las dudas de D’Hubert ante la persistencia de su némesis, y el del final, celebrado a espaldas de la legalidad, como la última muestra de esa lealtad a una pasión nunca confesada.

Los duelistas (The Duellists, Gran Bretaña, 1977). Dirección: Ridley Scott. Guion: Gerald Vaughan-Hughes, Joseph Conrad. Fotografía: Frank Tidy. Montaje: Pamela Power. Elenco: Keith Carradine, Harvey Keitel, Albert Finney, Edward Fox, Robert Stephens. Duración: 100 minutos. Disponible en Fox Premium.

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