La Trinidad, por Eduardo Rojas.
A Miguel Masson.
Nana deja a su marido e hijo para irse a París y actuar en el teatro. En la conversación de despedida repite una y otra vez alguna de sus palabras porque quiere ser precisa con sus ideas. Nana es en Francia el anagrama con el que se forma el apelativo de Anna; Nana es entonces Anna Karina, la mujer que Godard amó fuera y dentro de la pantalla. Pero Nana es también el título de una de las más famosas novelas de Emile Zola, su protagonista es una mujer ambiciosa, que utiliza su belleza para triunfar en el teatro y ejercer una forma sofisticada de prostitución conquistando a hombres ricos. Producto del particular cientificismo de la época, expresado en el arte a través del naturalismo del cual Zola fue el maestro, la amoralidad de Nana es producto de una tara genética, una fatalidad del destino, una condena más allá de su voluntad. La Nana de Godard, en cambio, parece en principio dueña de su destino; algunas trampas menores de él la llevan a las peores elecciones para su vida, la necesidad económica la decide a ejercer la prostitución. No obstante, su búsqueda es distinta a la de la Nana zoliana. Ella, la godardiana, persigue a oscuras algún absoluto que desconoce, quizá el de la pureza, reverso de la promiscuidad profesional que ejerce para el cafishio Raoul. Vendiéndose a todos no pertenece a ninguno, ni a Raoul, ni a su marido, ni al hombre que le paga la entrada al cine en donde verá a Juana de Arco preparándose para morir en la hoguera; Nana contempla su sacrificio mostrado en los implacables primeros planos de Carl Theodor Dreyer. Juana es el espejo que adelanta su futuro, las lágrimas de Nana concretan la unión de esta trinidad pagana: Juana-Nana-Anna, tres personas y una sola mujer verdadera, consciente de su responsabilidad según lo repite a su amiga, la prostituta Yvette: “Yo soy responsable… yo soy responsable… yo soy responsable”. Godard ama a las tres, a Juana con amor cinéfilo, a Nana como el resultado de su creación, la de un dios caprichoso que modela en barro de celuloide a su más bella e imperfecta creación, mujer íntegra, frágil y segura, voluble y profunda, bella y única; un ángel caído que quiere volar y regresar otra vez a su origen. A Anna como la encarnación de todo eso en la vida real, un ser que podría salir de la pantalla para estar a su lado. Tratándose de Godard, su amor se expresa en el cine y por el cine, arte de goce y perdición, de belleza y redención. Yvette es prostituta porque fue abandonada junto a sus hijos por su marido, que desapareció de su hogar y al que encontró años después en la pantalla, trabajando “en una película de Hollywood”, aquel infierno encantador que muchos (incluso los cahieristas devenidos en directores de la nouvelle vague) confundieron con el paraíso. Camino al sacrificio final, Godard muestra una fila de gente que hace cola en la puerta del cine para ver Jules et Jim, de su entonces amigo Truffaut, que cuenta la historia de otro triángulo, esta vez entre dos hombres y una mujer; una voz en off dice que en los días de semana no hay mucha gente “pero es domingo y todos van al cine”. Como a misa. Más cerca del lugar del tiroteo último, un cartel comercial dice: “El infierno e hijos”.
Hay no obstante un descanso en su camino a su propia hoguera. En un bar conversa con un filósofo al que interroga sobre su imposibilidad de expresarse con las palabras justas; el filósofo le contesta con la certeza de la ciencia. Ella dice que es preferible el silencio al error y la inexactitud, él contesta que las palabras son inevitables, que para hablar y decir con justicia hay que pasar por la muerte de no hacerlo, al fin la palabra es un renacimiento después de la muerte de no hacerlo, “una ascesis” (una práctica que libera el espíritu y permite la virtud). Hay otra virtud en esta escena, parecida a la del espíritu que proclama el filósofo. Es la del cine según Godard. Plano y contraplano sobre los rostros de los dos interlocutores, precisión milimétrica, preguntas de Nana resonando en off sobre la cara del filósofo, respuestas en off del filósofo sobre la cara de Nana que se mueve en su lugar y de pronto mira a cámara durante un instante eterno desde la profundidad de sus ojos, la belleza del silencio renaciendo a la palabra.
Jean-Luc filma a Anna como si fuera su cafishio. La exhibe desde todos los ángulos, baila a su alrededor una danza bella y erótica de travellings, panorámicas y primeros planos que tienen ambición de totalidad. Godard quiere poseer a Anna como su dueño, pero al mismo tiempo quiere y debe mostrarla en la cima de su belleza destacándola sobre el fondo de París, esa otra puta hermosa.
La luz (sagrada) del cine, por Gabriel Orqueda.
Lo que hace Godard en los primeros planos de Vivir su vida es lo que debiera hacer cualquier artista que se precie de tal al encontrarse con una presencia semejante como la de Anna Karina: no girar, sino encuadrar, ajustar, tratar de capturar y contener el mundo alrededor de ella, dejar que la cámara se entregue a esa inmanencia tímida que todo lo atrae y después dedicarse a organizar como se pueda los restos dispersos de esa devastación luminosa.
Por eso los planos de perfil en sombras. Por eso la opacidad que lo cubre todo cuando su cara nos enfrenta. Porque darle luz plena a la latencia de por sí fulgurante de ese rostro acabaría por velarlo todo y ya no habría más película.
Por eso cuando la luz cae sobre ella, recién en el cuarto plano, Karina aparece de espaldas, en la barra de un bar, a punto de abandonar un mundo que ya no la tienta por otro más riesgoso e imprevisible pero por esa misma razón también más deseable.
Por eso la cámara de Godard solo va a acercarse a ella cuando la Nana de Anna se distraiga, cuando la encuentre hablando con una amiga o dirigiendo su mirada al hombre que pone una canción en la rockola del bar. El resto serán siempre planos distantes, paneos milimétricos y travellings urgentes y temerosos; ensayos, todos estos, sobre cómo filmar lo inconmensurable. Ensayos sobre la decepción y la imposibilidad.
Por eso la fatalidad que ronda a cada paso en Vivir su vida (en La pasión de Juana de Arco que Nana ve en el cine, en el tiroteo repentino en la calle, en lo que el filósofo le dice sobre el final acerca del mosquetero Porthos, en El retrato oval de Poe que lee el último de sus clientes). Porque no hay mundo vital que pueda albergar tanta luz y porque no queda otra que recurrir a la muerte para terminar con esa expresión inigualable de la libertad. La Nana de Anna es todo lo que Godard, o cualquiera de nosotros, jamás podría ser. Es la que va al cine (por pasión) y la que baila (en tiempo presente, olvidada de sí, del pasado y del futuro), es la que besa (no a cualquiera) y la que fuma (todo el tiempo). Es la que pide silencio (dos veces) en lugar de palabras. Es la que rechaza (también dos veces) la huida y la evasión -movimiento predilecto de su creador- a cambio de la aventura y la exposición.
La Nana de Anna sabe que «vivir cuesta vida» y que «pasar de todo» la excluye de la experiencia, aun cuando esta conduzca a la tragedia. La Nana de Anna sabe que “las cosas son como son”, que “un rostro es un rostro” y que «una mujer es una mujer»; que abandonar el juego la deja afuera del premio, que en su caso no es otro que el de la santidad cinematográfica otorgada por la luz del cine (en el cine) a su rostro, a esos gestos memorables, a esa sonrisa espontánea y a esos parpadeos suaves, a esas exhalaciones cautivantes y a esos bailes alegres, lejos de toda pasión y martirio.
Lo que la Nana de Anna no sabe es que, como la Alanís de Sofía Gala en la película homónima, o como la Sharon Tate de Margot Robbie en Érase una vez… en Hollywood, ella también es otra santa pagana. Otra santa que ríe.
Los ojos más tristes del mundo…, por Luis Franc.
… son los de ella. Toda la desolación del mundo está ahí, en ese destino que conoce desde el vamos. Como muerta que guarda todo el tiempo su destello de vida. Nana, desde ese primer instante en que se ofrece al mundo desde la pantalla con su pequeña historia, de sesenta años a hoy viaja más allá de quien la concibió. La Anna Karina más instalada en la memoria nostálgica de los espectadores. Porque el personaje ya nació con ese aire de nostalgia de aquella felicidad que quizá jamás tuvo. Y transmite tanto la propia como la aquel cine y aquella literatura del pasado, donde ella aún vive y se alimenta. Nostalgia de la luz blanca que supo bañar a Judy Garland, mencionada al pasar en una disquería; una luz que le será negada a Nana en la mayor parte de la casi hora y media de Vivir su vida. Porque el hasta hoy joven Godard se encarga de velarla y virtualizarla: ofreciéndola a contraluz, por medio de reflejos, evitando la frontalidad, ubicándola en solitarios planos generales, arrojándola al mundo no cruelmente sino amorosamente; hay amor en cada toma, en cada encuadre. Velamiento funcional a la ausencia casi absoluta de interlocutores, con la excepción de dos presencias ubicadas simétricamente en el tiempo de la película: la María Falconetti de La Pasión de Juana de Arco (Dreyer, 1928) y el filósofo Brice Parain. Ausencia expresada por otra, casi absoluta en toda la película: la de planos y contraplanos, salvo en ese momento en que “se mira” con Falconetti y ambas lloran con expresa conciencia de su Destino. Y a pocos minutos del final, con la conversación filosófica mutua que la ubica en una dimensión reflexiva que la salva. La tragedia seca, como instante cualquiera y no privilegiado, se encuentra en condiciones de consumarse. Y es desde esos minutos finales hasta antes de la última secuencia que ahora sí, su rostro se ofrece a la cámara, iluminado como nunca antes.
Sesenta años más tarde, la mirada al público de entonces que no pudo hacer nada por ella, provoca hoy la misma mezcla de amor e impotencia. Ella es nuestra para siempre. Ya su cuerpo se encuentra en condiciones de yacer inerte en la soledad de la acera: Nana se ha ganado el cielo a pesar de la ausencia de metafísica de su creador.
La fragmentación resplandenciente, por Hernán Gómez.
Vivir su vida es el manifiesto discursivo cinematográfico absoluto.
Vivir su vida es la fuente de la juventud eterna. Jean-Luc Godard, el niño terrible de la Nouvelle vague, extrae de una idea esencial, casi sin argumentos, un relato anclado en un rostro agraciado, precioso, con una cualidad poética insuperable: Anna Karina.
Vivir su vida carga con esa liviandad aparentemente insustancial, atrapada en un collage de secuencias fragmentadas que concluyen en un retrato profundo de Nana y sus desventuras.
Godard reencuadra, la acción continúa en el reflejo del espejo y Nana saca un cigarrillo con una naturalidad paralizante, inusual; busca el encendedor, lo prende y pita; cuando exhala y mira a su izquierda, con esos ojos que son el faro de toda la femineidad del universo, la naturaleza misma del cine se hace presente: son casi veinte segundos donde los gestos y el movimiento prescinden de cualquier palabra, de cualquier explicación. Son casi veinte segundos conmovedores, sublimes. El diálogo con el filósofo que sigue a continuación, es otro planeta plagado de signos vitales pero ya racionales.
Vivir su vida es la fragmentación resplandeciente que tiene, en el eje del montaje, la paradoja de la descomposición. Godard practica el desglose y ensamblaje de sentidos y los hace funcionar descontroladamente. Es el manual absoluto del posmodernismo cinematográfico. Pero eso es lo de menos, porque lo que importa es comprobar que en Vivir su vida confluyen todos los períodos del cine al mismo tiempo, incluido el presente mismo. Sin prejuicio alguno, el joven Godard interviene sobre la palabra, el ruido y la música (la famosa tripartición convencional que Michel Chion utiliza para definir el sonido en el cine) para construir una historia que no sea del todo funcional a la escucha del espectador: el sonido ambiente, por ejemplo, claramente manipulado, edifica otra subsegmentación que provee al relato de una idea de superposición en continuo movimiento.
La división y la discontinuidad de estos universos, los ruidos combinados que se convierten en música plagada de silencios, más las palabras y las melodías, construyen un continuo que, a diferencia de todo el resto del cine, se ven también intercedidos con ideas de movimiento en el tiempo, que edifican la sinergia como parte del todo narrativo, con la interacción infinita entre los elementos constitutivos de su obra que, en este caso, repetimos, son todo el cine.
Una escena de felicidad, por José luis Visconti.
El diálogo en off proviene del tableau anterior y parece una especie de manual para el ejercicio de la prostitución en París. La coda en este noveno capítulo plantea que el día de la revisión médica, el propietario de la prostituta suele llevarla al restaurante o al cine. En la escena, Raoul rompe la promesa de llevar al cine a Nana -todos los hombres parecen augurar a Nana algo relacionado con el cine, pero nadie cumple- y prefiere ir a discutir con Luigi. Sola, Nana rompe con la inercia que la lleva a ser la prostituta de Raoul. Pregunta a la chica si tiene cigarrillos, solo por preguntar, puro acto del habla, sin pretensiones de un paso a la acción. Sube las escaleras. Seduce al chico que juega al billar. Luigi sale de la discusión de “negocios” para volver al espacio de su infancia, transformándose en payaso. Nana ríe, como en ningún otro momento de la película. Entonces, pone una canción en la rockola. Un tema instrumental, rítmico. Nana baila, construye el espacio a su alrededor, desde su cuerpo en movimiento. Los hombres parecen seguir en sus cosas, pero no pueden sustraerse de esa mujer que sigue el ritmo de la canción. En un momento, la cámara se vuelve subjetiva solo para mostrar, desde los ojos de Nana, el rostro de los hombres a su paso. La música termina. Pero ese noveno tableau de Vivir su vida es un paréntesis de felicidad. Un espacio en el que Nana se corre de su lugar para realmente esbozar una posible vivencia de su vida, el opuesto de la secuencia en el cine -en la que, de alguna forma, se “prostituye” aceptando que un desconocido le pague la entrada- que termina en su llanto espejado con el de María Falconetti en La pasión de Juana de Arco. Más que la maestría de esa escena, con su pasaje sonoro de lo convencional y casi burocrático a la irrupción de lo musical como instancia de otro mundo, lo que queda para siempre es el baile feliz de esa mujer liberada por unos minutos de ese mundo estrecho en el que debe subsistir. Después sí, volverá la realidad. La calle, el cliente de nombre ruso, la elección de la otra prostituta, y esa conversación con el filósofo en el bar que anticipa en su tristeza el desenlace amargo de la vida de Nana. Pero en ese mientras tanto, Nana y los espectadores soñamos que la felicidad es posible.
Vivir su vida (Vivre sa vie: Film en douze tableaux, 1962). Guion y dirección: Jean-Luc Godard. Fotografía: Raoul Coutard. Música: Michel Legrand. Reparto: Anna Karina, Sady Rebbot, André S. Labarthe, Guylaine Schlumberger, Gérard Hoffman, Monique Messine. Duración: 83 minutos.
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