Hay en Coco (2017, Lee Unkrich) ciertos rasgos que permiten compararla y trazar algún paralelismo con el que fuera el primer largometraje de los estudios Pixar (que es a su vez el primero de su género, hoy dominante en la industria de la animación a nivel internacional.) y -sus exponencialmente mejores- continuaciones. De hecho, en 2010, cuando Unkrich estrenaba la última entrega de Toy Story, estaba también preparando la presentación dentro de Pixar de lo que terminaría siendo Coco en 2017. Y hasta se puede observar que condensa muchas formas y recursos que presentaron todas las películas de Pixar en el medio, tanto que si Coco fuera la última película del estudio funcionaría como un cierre redondo y coherente con lo que han venido planteando, incluso desde los primeros cortos casi experimentales de John Lasseter. Al parecer, a Lasseter le había gustado tanto la idea de trabajar con el Día de los Muertos, festividad clave en la tradición mexicana, que aprobó la idea sin que hubiese siquiera un guion cerrado. A Disney, hoy propietaria de Pixar, se ve que le gustó incluso más, ya que intentó ponerle un copyright al nombre de la fiesta, lo que enfureció a la comunidad mexicana y el Ratón tuvo que dar un paso atrás con esa locura.
Del estudio vs. autor al estudio-autor. Antes de hablar de Coco en sí y de su relación con Toy Story (1995, John Lasseter), me gustaría hablar del estudio y sus influencias. Pixar es hoy la versión más acabada y más funcional de cómo se entiende la industria cinematográfica hollywoodense. Luego de la crisis de los Estudios, en Hollywood hubo un problema enorme en la década del 60: ese problema era la figura del “autor”. El cine de autor, que se hacía con lo que había a mano, de forma más ligera e independiente, era una amenaza para los cada vez más costosos modos de producción que la industria debía afrontar. Así, sin saber demasiado qué hacer, contrató a una joven generación de cineastas y les dio libertad absoluta. Esto fue maravilloso para tipos como Francis Ford Coppola y Martin Scorsese, pero esa época no duró mucho. Los estudios querían más control y surgieron figuras más acordes a lo que tenían en mente: gente como Steven Spielberg y George Lucas, autores industriales, que respondían a las necesidades del mercado pero tenían una voz distintiva y un buen gancho con la audiencia. LucasFilm, la empresa de Lucas tenía una pequeña división dedicada a la animación por computadora, aún en pañales. Esa área era Pixar. Luego la compraría Steve Jobs. John Lasseter, que había trabajado en Disney y soñaba con un largometraje producido con computadoras -y Disney no iba a invertir en eso- se convertiría en la figura central del creciente estudio, que de a poco se acercaba a su objetivo. Empezaba la era digital, y Pixar se definía como un estudio-autor, una marca con identidad potente, con valores propios y mensajes, parecido al Disney de Walt, el anterior a la Segunda Guerra. Tanto fue así que el Disney corporativo terminaría comprando su empresa y poniéndolo a cargo del área creativa en ambas.
Objetos, juguetes y muertos animados (antecedentes). En La bella y la bestia (1991, Gary Trusdale y Kirk Wise) los objetos vivientes fueron fundamentales para que los realizadores le encontraran la vuelta a la versión Disney del cuento clásico. También lo fue el uso de la computadora, desde la aplicación del color hasta los primero fondos en 3D que se realizaban (haciendo un show off de esos en la famosa escena del baile). Pixar había estaba detrás de esos logros con su tecnología CAPS. Para ese entonces, la compañía estaba desarrollando lo que ellos querían hacer realmente: el primer largo producido enteramente en animación por computadora (CGI). Disney sería la distribuidora de Toy Story en 1995. Animar objetos era lo que mejor funcionaba en las primeras etapas, por eso los juguetes eran mejor opción que intentar imitar las texturas y expresiones humanas. Los primeros “muñecos digitales” parecían de plástico y eso, narrativamente, se aprovechó muy bien.
Y un día llegaron los muertos. Esto es algo que le critican bastante a Coco algunos que otros detractores. Que no innova, que no es original. Que ya lo hizo El libro de la vida (2014, Jorge R. Gutiérrez), que ya lo hizo Tim Burton. Incluso LucasArts, con el exitoso videojuego Grim Fandango incursionó en la festividad mexicana en el año 1995. La innovación es un valor un poco forzado por estos días, y parece más una exigencia del marketing que los consumidores y productores han comprado porque sí. De todas maneras, es cierto que Coco se construye a partir de la industria cultural previa, y es curiosa la relación que tiene con la estética que tanto le gusta a Tim Burton, aunque éste se basó más en las tradiciones europeas, más melancólicas, expresionistas y góticas para interpretar el Otro Lado. No hay que olvidar que Burton y Lasseter fueron compañeros en CalArts, que ambos trabajaron en Disney en los ochentas, época de conflicto identitario de la empresa, en la que los Nine Old Men de Disney y su estilo “tradicional” chocaba con los monstruitos oscuros que dibujaba Tim y las ganas de meter imágenes digitales de John. Ambos se fueron (los que quedaron, hicieron el “Renacimiento” de los ochentas y noventas) pero siguieron trabajando con la empresa. Lasseter con Pixar y Burton, que ya la había pegado con El joven manos de tijera (1990) en Warner, terminaría produciendo El extraño mundo de Jack (1993, Henry Selick) para Touchstone, la empresa de contenidos no-Disney de Disney. Ésta última, en la tradicional técnica del stop motion, la animación cuadro a cuadro con muñecos.
La estética de Disney, su estilo de animación, tiene mayor base en la tridimensionalidad digna del stop motion que en la animación en dos dimensiones. Son, en definitiva, muñecos dibujados. Por eso su “evolución” más lógica, cuando la era digital tomó el control, fue la que hoy vemos y de la cual Pixar es dueña del software (ergo, Disney, desde que la adquirió). Esto es relevante en tanto la temática de Toy Story como la estética general de Burton, sobre todo en El extraño mundo de Jack y El cadáver de la novia (2005, Tim Burton y Mike Johnson), tienen su origen no tanto en Disney sino en una película del pionero Vladislav Starévich (también Wladyslaw Starewicz), animador ruso de stop motion que luego se radicaría en Francia. La película en cuestión trata sobre un muñeco-perrito, que obtiene la vida a través de una lágrima de una madre afligida que llora por su hijita enferma. El muñeco decide ayudar a la nena consiguiendo una naranja para ella, pero termina envuelto en una extraña aventura en un camión de mudanza (escena calcada en Toy Story) y una fiesta de ánimas, esqueletos y objetos macabros, de donde Tim Burton ha sacado todo, incluso un Diablo que nace de la botella de un borracho, y es el organizador de sombría fiesta[1]. La película es una maravilla de la animación y generó una serie de secuelas. Ésta, la primera de la serie, se llamó como su perrito protagonista: Fétiche Mascotte. (1933, Vladislav Starévich e Irene Starewitch). Y hablando de fetiches…
Fetiches y tabúes. Tanto Toy Story como Coco son profundamente fetichistas. Fetichistas en tanto lo inanimado es recubierto de vida, se le otorga un alma, que además de un modo u otro depende, para mantenerse con vida, de una relación directa con nosotros, los seres humanos. La fantasía, la imaginación, el hecho de reconocerlos como entidades individuales y recordarlos, según la lógica de los relatos, es lo que les ofrece identidad. Los juguetes encuentran su razón de ser solo a través del reconocimiento de “su niño”, es decir, su propietario, como parte de su propio mundo imaginario. Los muertos, por otro lado, dependen de los vivos, de que ellos los recuerden, para continuar existiendo en ese Más Allá que parece creado, como el mundo de los juguetes, por las fantasías de aquellos que aún viven. De alguna forma, los retienen. Tanto los juguetes como los muertos siguen siendo propiedad de las personas y, al mismo tiempo, hay una demanda generada por ellos, no tanto para los humanos de la propia ficción, sino para los espectadores. Ya nos adentraremos en ese aspecto, pero antes quisiera detenerme en otro factor relacionado con la esfera normativa: ambos mundos, el de los juguetes y el de los muertos, tienen reglas. Esas reglas parecen relacionarse siempre con las personas vivas; esas reglas también se pueden romper. En Toy Story, cuando Sid, el vecino de Andy, está por destruir a Buzz Lightyear, Woody junto a los juguetes torturados por su sádico dueño rompen lo que parece ser el tabú principal con respecto a los humanos: la no interacción con ellos. Antes de ese momento, uno puede pensar que los juguetes no pueden moverse ante su presencia pero, en ese instante, cuando Woody dice “tendremos que romper algunas reglas” y decide amenazar al niño perverso con un “Juega bonito, Sid” seguramente traumándolo de por vida, uno entiende que esa regla dorada no es una imposición mística, sino social, definida por la propia sociedad de los juguetes.[2] La cosa es más ambigua en el mundo de los muertos, porque si bien a los muertos se los deja pasar o no por la frontera hacia el mundo de los vivos a través de un sistema burocrático con reconocimiento facial, con la arbitrariedad de una foto colocada en un altar familiar, hay también una imposición de carácter más bien místico en la desaparición final de los muertos que han sido olvidados. O sea, hay una regla que los deja mantenerse en ese lugar intermedio mientras son recordados, donde las ofrendas y la fama dan cierto status además, pero el control respecto a quien puede pasar o no hacia el otro lado, es armado por la propia sociedad de los muertos, y nada parece indicar que eso tenga un origen jurídico que no sea arbitrario.
Los dependientes. Insisto, igualmente, que el mundo de los muertos, como el de los juguetes, tiene algo de parasitario y de dependencia respecto al de los humanos. Algunas observaciones pueden servir como ejemplos de lo que digo: en Coco, los muertos lucen tal cual se ven en las fotos colocadas en los altares, por lo menos, en lo que respecta a la edad que representan. La versión esqueleto de la bisabuela Coco es la de una anciana, porque la foto en el altar, es de ella anciana. Los tatarabuelos, por otra parte, lucen mucho más jóvenes que su hija, porque la fotos colocadas los representan así. El altar, entonces, es influyente en cómo son recordados, porque eso mismo es lo que les da vida post-mortem: la memoria. El altar influye porque los humanos, su memoria, influye. En Toy Story, Buzz Lightyear cree ser el único y verdadero explorador espacial del mismo nombre, cuando en realidad es una reproducción en masa de una fábrica de juguetes representando a un personaje televisivo. No es hasta que Andy lo vuelve de su propiedad y lo introduce en su imaginario infantil junto a los otros juguetes, que esa “programación por default” producto de la marca Buzz Lightyear es reemplazada por una identidad nueva, individual, basada en la relación con los demás juguetes, que se saben parte del mundo de Andy, como Winnie Pooh y sus amigos con Christoper Robin. Ellos le deben su autopercepción a la relación entre ellos en tanto parte de una suerte de tribu, pero también en tanto el lugar en la jerarquía social que les otorga su Niño-Dueño-Dios. El temor a caer en el olvido por parte de los humanos es parte fundamental de Coco y de la trilogía de Toy Story.
Y es en este punto que aparece nuevamente la demanda: los muertos demandan ser recordados por nosotros. Eso, como veremos, es lo que plantea Pixar. Los juguetes piden ser tratados bien, ser cuidados. El espectador, al ver que los objetos y los muertos tienen personalidad, sentimientos[3], los comprende como sujetos. Son sujetos porque son individuos, pero también son sujetos porque están agarrados, encadenados a nosotros. Viven de nosotros, y nosotros pasamos a deberles vida. Somos responsables por ellos. Viven de nuestra imaginación y de nuestra creatividad, este es el rol del juego para una película y el de la música, o el arte en general, para la otra. Es vincularnos con la memoria.
La relación entre el Arte y la Memoria. La memoria es la raíz de la identidad. Y esa es la operación que Pixar hace. Pensemos en Ratatouille (2007, Brad Bird), donde las ratas son humanizadas, y donde sentimos empatía por el bicho que menos quisiéramos ver en una cocina. Y el oficio, el arte de Remy, llega al corazón del crítico más despiadado porque lo que come lo devuelve a la infancia. Es el sabor del pasado lo que se activa en la memoria, en su recuerdo. Los olores, las sensaciones. El crítico se emociona y nosotros también, pero no sólo porque nos relacionamos con eso. Y nos sentimos mal por haber pensado en Remy como una rata, cualquiera podía cocinar nomás. Empatizamos. Nos emocionamos. Esa escena es brillante y Pixar sabe lo que hace.
Cuando Miguel, en Coco, tiene que recordarle a su bisabuela quién era su tatarabuelo Héctor, todos sabemos cómo tiene que hacerlo, ya sabemos que la música es la clave, específicamente una canción titulada, intencionalmente, “Remember me” (“Recuérdame” en la versión latina). Los espectadores lo sabemos desde mucho antes que el propio Miguel, pero ésto es también intencional, la tensión dramática requiere que sintamos esa ansiedad. “¿Cómo puede ser que Miguel no se dé cuenta que tiene que cantar?”, tenemos que sentir eso, gritar eso, esa tensión –digna del thriller- enfatiza la catarsis. Y sí, en ese momento se te hace un pequeño puchero al menos, o te lagrimean los ojos. Y Pixar hace nuevamente su planteo sobre el rol del arte: no es la fama lo importante, no es el éxito, dice, sino el vínculo que genera entre las personas. Ese vínculo que traspasa la muerte, que traspasa el olvido.
Abandonados y olvidados. Así como los personajes de Toy Story no son estáticos, así como ese temor a ser reemplazado de Woody en la primera película (como Lotso en la tercera), que luego pasa a ser un temor de ser olvidado en la segunda (como Stinky Pete, el muñeco que nunca salió de la caja) y que, finalmente, se convierte en una realidad, cuando Andy crece y se va, tampoco es estática la relación que establece el mundo virtual de Pixar con el contexto social que rodea a su propia cultura. Lo que en Toy Story era un suburbio que respondía al sueño americano, en Coco es un pueblito, también idílico, tradicionalmente mexicano. Que el pasaje entre el mundo de los vivos y el de los muertos parezca una frontera tampoco es casualidad. Que Pixar recurra a México y su iconografía y sus rituales tampoco. La inmigración es parte creciente de la realidad cotidiana en los Estados Unidos actual. Ya no se trata de cowboys y hombres espaciales, hoy un ídolo (norte)americano también puede ser El Santo o Fridha Kahlo. Los olvidados, aquellos que no tienen foto en el altar, al no recibir ofrendas viven en la precariedad absoluta, en el desamparo. En Toy Story, el contexto familiar de Sid y su hermana parece ser delicado. La violencia y el sadismo del personaje parecen reflejar una situación que se está dando en la casa, una situación de abandono. El chico se descarga con sus juguetes, y los de su hermana. La tortura es sublimación. Andy, su mudanza, la ausencia del padre, parece indicar un abandono o una separación al menos. La madre está sola con una hermanita, Andy está creciendo, y el conflicto entre Woody (lo viejo, lo estable) y Buzz (lo nuevo, lo desconocido) parece reflejar esa situación. Cuando Andy y Buzz logran, finalmente, superar sus diferencias, es que Andy puede procesar el cambio de estado emocional, que también es una mudanza física. Por otro lado, cuando Miguel comprende que el individualismo a toda costa no es viable, la relación con su familia es subsanada y finalmente obtiene la bendición de tocar música, porque la música deja de ser un objeto de vanidad, sino de vinculación, pasión y afecto, algo que nos ata con el pasado y el futuro de la cultura.
La muerte, como último olvido, es también parte fundamental de ambas historias. Los muñecos temen a ese momento en la segunda Toy Story, el momento en que sean tirados a la basura (muerte y olvido por igual). En la tercer entrega, ese momento llega y los juguetes, en un incinerador que podría ser el infierno mismo, se agarran de las manos para enfrentar su destino final, juntos. Una intervención divina (deus ex machina) comandada por los pequeños aliens verdes los rescata de la destrucción definitiva, la pérdida de su identidad individual y social. Pero, simbólicamente, han muerto ahí, solo que no han sido olvidados. Andy los regala a una nueva nena que les va a dar un imaginario nuevo, un futuro. La última toma, que mira al cielo, es elocuente. Y la historia continúa en realidad en Coco, porque en Coco vamos al Más Allá. Y vemos a los muertos, que también siguen vivos gracias al recuerdo de los humanos que aún respiran. Son regentes de las tradiciones, protectores del pasado, pero también disfrutan de los avances tecnológicos (hasta hay una especie de Skrillex muerto con la remera de Sid de Toy Story que tuvo a más de un fan flasheando). Conocen a sus descendientes y los tratan como familia. La familia es el núcleo de todo, la salvación, la armonía misma, ese es el valor principal de Pixar, pero esto viene con un pequeño precio.
Placer culposo. Y, de pronto, hay una pequeña operación que pasa desapercibida a simple vista, la emoción es en realidad una suerte de chantaje. Que los muertos y los objetos inanimados dependan de nosotros para existir, sutilmente, nos incorpora un factor de culpa. Culpa por olvidarlos, culpa por dejar nuestros juguetes en unas bolsas y ya ni los veamos. Estas culpas son para los adultos, porque las películas de Pixar, si bien son familiares, buscan generar ese efecto más bien en los padres. Pero los chicos, al volver a verlas, irán sintiendo más esa nostalgia, y la culpa se irá apoderando sutilmente, como un bichito que se introdujo ahí para hacer que el relato funcione a nivel emocional, para generarnos una catarsis y una vinculación con los protagonistas no-vivientes de las películas.
Si nos da miedo que Andy termine como Sid, nos encargaremos de que nuestros hijos respondan a valores más cercanos, a los de la mamá de Andy (incluso a los de sus figuras paternas fetiche, Woody y Buzz), y si no queremos terminar como muertos olvidados, viviendo en lo que parecen villas de emergencia de indocumentados, tendremos que unirnos a nuestras familias y salir adelante juntos. No quiere decir que no sean valores positivos, pero es interesante notar el mecanismo por el cual se plantan esas ideas. Pixar nos hace un chantaje emocional del que es imposible escapar.
No podemos, claro está, achacarle a Pixar lo que es parte intrínseca de la narrativa occidental, atravesada por los relatos judeocristianos de culpa, sufrimiento y redención.Pero sí podemos observar, claro como el agua, cómo operan esos elementos, de forma elegante y transparente. Creo que esto se debe a que las películas de Pixar son, hoy, el reflejo más cabal de nuestra identidad occidental, sus logros, sus valores y, como vimos, sus fetiches. Son tan buenas, están tan bien realizadas, que paradójicamente dejan entrever la fuerza que tiene una narrativa basada en la culpa, cómo nos ponen en un lugar de deuda permanente con la tradición, con el pasado. La narración hollywoodense nos entretiene y nos ata a la vez, nos da la vida y le debemos nuestra identidad, como Miguel a su familia, como los juguetes a Andy, su dueño y dios.
Pensar la era digital como el futuro es un absurdo. El infinito y el Más Allá están alrededor nuestro, son el presente que nos rodea. La última escena de Toy Story que mencionábamos antes culmina con una nube digital que se asemeja a dos cosas: a una nube real, por un lado, y a las nubes dibujadas que hacían de las paredes y techos de Andy un falso cielo, por el otro. La era digital, el mundo del entretenimiento, como si se tratara de un episodio de Black Mirror, es hoy el paradigma de nuestros valores. Estamos atrapados en esa habitación, como en una caja, porque esa caja es nuestro imaginario cultural, y Pixar es la empresa-autor que mejor ha comprendido el mecanismo y el funcionamiento de este aparato.
[1] También hay una referencia directa en la secuencia de “Una noche en el Monte Pelado” que cierra Fantasía (1940, varios directores) de los Estudios Disney antes del “Ave María”.
[2]Me divierte pensar que los juguetes decidieron un día ponerse de acuerdo porque alguna situación se desmadró con los humanos en algún pasado remoto, tanto que esa regla se haya internalizado y naturalizado. Dadas las característica, imagino que esos juguetes ancestrales pudieron ser los fetiches de las religiones primitivas, que eran adorados por ser representaciones de divinidades. Basta con que algunos de esos ídolos se creyeran esas divinidades para que intentaran dominar a los humanos. Considerando eso, lo que Woody hizo adquiere una dimensión enorme y me sorprende que no se haya ahondado en ese aspecto en las entregas subsiguientes.
[3] Esta idea es explicitada y llevada al extremo en Intensa-Mente (2015, Peter Docter y Ronnie del Carmen), donde las emociones mismas son representadas como sujetos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá:
Muy buena nota!
Muchas gracias, Luciano. Gracias por leer! Saludos!