Vivimos una época de hondas transformaciones a nivel de la conciencia individual. Proyectadas hacia el cuerpo de la sociedad -donde coexisten simultáneamente el ansia de cambio profundo en algunas personas y el embrutecimiento mental (alienación) en muchas otras-, esas transformaciones individuales pueden actuar como catalizadores y desatar trascendentes cambios sociales. Sin conciencia no hay modificación, sin revolución interna en el individuo no hay hombre nuevo. Se discute si el cambio de estructuras sociales es indispensable previamente para la gestación de individuos libres, si la liberación se va dando en el proceso de modificación de las estructuras, o si es preciso emancipar la conciencia individual antes de acometer la transformación global de la sociedad. En condiciones dadas, las tres opciones pueden ser válidas. Pero no es posible crear una nueva sociedad con hombres viejos (deformados por las mecanismos de una sociedad fundada en el paternalismo autoritario, el utilitarismo de unos a costa de los otros y la represión organizada de las potencialidades latentes en el individuo moderno). Vivimos una era de transición: un ciclo histórico concluye, otro comienza. En la panza de una sociedad trastornada (impotente y frustradora) se gestan los embriones de algo que todavía no es, pero que inevitablemente va a ser. Estamos en el puente, los síntomas de cambio son múltiples e inequívocos, irreversibles e incesantes. Tomar conciencia de ello es premisa indispensable para la transformación ulterior. Después, se hace imprescindible una acción (visible o invisible) que enlace –individual y socialmente- los impulsos generativos de lo que vendrá. Sin ruptura no hay revolución: la interacción constantes de las energías creadoras aplicadas a hacer posible el cambio total son el crisol donde el individuo se asume como revolucionario. Para convertirse en revolucionario es preciso desprenderse de todos los lastres, es menester lanzarse hacia el futuro en desgarradoras actos de construcción-destrucción. El arte ha sido y es trascendental herramienta en este proceso. Por lo tanto, el cine no escapa a los requisitos y posibilidades revolucionarias del hombre asumido como agente de cambio. Resulta irrelevante debatir a qué ismo ideológico deben ajustarse las transformaciones individuales-sociales que eclosionarán de aquí a fines del siglo XX. Lo fundamental es convertirlas en realidad, lo primordial es quebrar la cáscara y emerger liberados.
Los debates o monólogos desarrollados hasta aquí a fin de enunciar el rol del cine en la sociedad moderna han llevado a una descorazonadora confusión, de la cual todos somos culpables: tanto realizadores como críticos. En los extremos de este maremagnum de acusaciones mutuas pueden distinguirse dos posturas igualmente nefastas: por un lado la de las élites inertes que toman al filme como coartada y como instrumento para el onanismo erudito; por el otro los seudo-revolucionarios que en base a un totalitarismo temático pretenden que el filme sea un arma eminentemente guerrillera. Tanto los estetas de la inercia como los monopolistas de la subversión deforman categóricamente las múltiples funciones del cine. Los primeros porque temen el cambio, los segundos porque tratan de administrarlo. Así, ambos prostituyen la lucha por la lucidez.
El cine es en sí una herramienta revolucionaria, una fracción de una batalla mayor. Independientemente de los engendros realizados por los ultras citados, el celuloide sigue siendo terreno virgen para la creación eficaz. Tanto el llamado cine de expresión (filme de arte) como el llamado cine de utilización inmediata (filme de agitación y propaganda política) son fundamentales en el proceso de tomar conciencia. No se excluyen uno al otro. Y tampoco deben negar al cine de expansión (poema trágico, comedia, aventura, lirismo, musical) que también cumple un rol importante en las percepciones del individuo. Y mucho menos condenar al cine de experimentación (exploración sensorial, sicológica). Uno de los enemigos principales está en la industria del cine, donde con elementos de estas cuatro categorías se trivializan y desfiguran las necesidades sociales de la persona, donde se fabrican productos híbridos de consumo mecánico que distraen al consumidor de su “animalización” en la sociedad opulenta.
El filme deber ser un organismo vivo que produzca un intercambio de energía entre las imágenes de la pantalla y lo captado por la retina. Tanto la obra argumental que provoca vibraciones en el receptor, como el documental informativo que hace lo mismo en el militante, tienen validez. Todo cine que estimule la existencia de un individuo es cine revolucionario. Cuando en un filme pasa algo, cuando toca la vida misma -pasada, presente y futura- y cuando produce una descarga en la conciencia humana con elementos reales o irreales: he allí su éxito. El filme tiene que ser una zona liberada que invite a la acción, sea ésta interior o exterior, sea individual o tribal. El sentido de un filme está en lo que el receptor se lleva una vez concluida la proyección en lo que se experiencia durante la misma, consciente o inconscientemente.
Si el filme rompe o no esquemas preestablecidos es secundario. Eso pertenece ya al campo de la estética cinematográfica, territorio no desdeñable del conocimiento. Todo cine que perturba al receptor, es de lucha. Ya hable del amor o de la huelga. Luego se puede debatir su técnica, su lenguaje, el proceso de su creación, los errores y aciertos del filme como entidad artística. La revolución, como espectáculo en el cual se juega el destino de la humanidad, comienza cuando uno llega.
Este texto fue publicado en el N.º 3 de la revista Cine & medios, durante el “verano de 1970”.
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