“Las variedades cómicas son varias prolongaciones del trabajo clownesco, cada una marcada por características particulares. Lo burlesco se apoya en el gag, fenómeno más difícil de realizar en el teatro que en el cine, pues con frecuencia subvierte los datos de la realidad y nos acerca al dibujo humorístico…”
El cuerpo poético, Jacques Lecoq.
Herederos no reconocidos. Lo que diferencia al clown del comediante es la inalterabilidad de su identidad. Aunque pueda variar el personaje que interpreta de película a película, mantiene todas o gran parte de las particularidades de su esencia personal. Esta característica se hace más evidente durante el período mudo, tal vez por hallarse el cine mucho más cerca de sus orígenes teatrales y circenses, y a que sus actores arribaban directamente de estas formas de representación: el teatro de variedades, el vaudeville, el circo, el music hall, etc. En aquel entonces las estrellas cómicas interpretaban un personaje único e invariable, aunque no existiera entre las películas una lógica secuencial o cronológica de las experiencias vividas. Pero habiéndose convertido el cine en un lenguaje emancipado de esas otras disciplinas previas, este atributo pareciera responder al llamado sistema de estrellas (star system) antes que a una herencia teatral directa. Ésta tampoco sería una relación descabellada, porque más allá de que uno (payaso) sea producto de un proceso de sincericidio, de la desnudez de lo que menos querríamos confesar de nosotros mismos -el ridículo, el fracaso, la vulnerabilidad-, y el otro (estrella) sea fruto de la creación de una máscara ideal, excelsa, imagen de todo lo que podemos soñar ser -perfectos, etéreos, eternos y bellos-, ambos aspiran a una identificación o comunión sólida con el espectador que encuentra en estas constantes un lugar infalible en el que todo lo que lo ilusiona triunfará, incluso en la derrota.
El anti-héroe cómico, payasesco, generalmente hombre de clase media/baja, si no gana la pelea en términos concretos siempre será conquistador en términos morales (y no me refiero precisamente a la moralidad burguesa). Todo lo que la ley, el aparato estatal y las instituciones representan, termina por exhibir el ridículo de sus rigurosas estructuras cuando queda contrapuesto al desmesurado apasionamiento del payaso, generalmente motivado por el amor, y revelar su ‘anormalidad’.
En The Disorderly Orderly (1964), dirigida por Frank Tashlin y protagonizada por Jerry Lewis, uno de los payasos modernos del cine más importantes, el histrionismo gestual y corporal del protagonista, que en más de una ocasión rompe la cuarta pared hablando directamente a la cámara, se convierte en la fuga proyectada de nuestro inconsciente reprimido y sobrepasado por un mundo (entendiendo como mundo al universo particular de la película, en este caso un sanatorio, que figura cualquier otra forma de orden) dirigido por hombres trajeados, ridículamente protocolares, que fuman de manera exacerbada en juntas de directorio donde debaten el costo de la salud de sus pacientes. Sobre el final, el personaje de Lewis desencadena el caos, y la secuencia de enredos que tiene lugar en la calle culmina en la playa de estacionamiento de un supermercado. En medio de todo el quilombo, unos carritos son empujados hacia el interior del local, con un raccord de movimiento autómata, derribando pirámides de latas de conserva perfectamente acomodadas, hasta que en el centro de una de ellas se nos descubre a una pareja joven besándose. El espíritu revolucionario, anárquico y transformador solo es posible en tanto emerja de un ánimo amoroso.
Actualmente son muchos los actores cómicos que recurren a este discurso de un carácter inmutable, pero resulta cada vez más dificultoso poder diferenciar al payaso puro y duro del comediante -que ya por etimología está ligado a las formas de representación pre-cinematográficas- porque este último suele recurrir a técnicas específicas, transformando la esencia del payaso en una herramienta funcional al discurso cinematográfico. Con el correr del tiempo, el imaginario visual del payaso de cine se ha ido acercando mucho más al naturalismo en varios aspectos (atrás quedaron los maquillajes exagerados, el vestuario teatral y las chalupas, además de las interpretaciones elocuentes que el cine mudo exigía) al mismo tiempo que el avance de los artilugios digitales le ha otorgado las mismas capacidades sobrehumanas de los dibujos animados. En La máscara, Stanley Ipkiss (Jim Carrey) literalmente aúlla cual Lobo McLobo extraído de los clásicos dibujos de Tex Avery, frente a Tina Carlyle (Cameron Díaz), infartante versión blonda de la animada y excitante Red, objeto de lujuria de Lobo en aquellas animaciones. Tal vez por esto sea más difícil reconocer en los modernos los rasgos palmarios de los viejos payasos.
Algunos pocos han optado por mantener las fórmulas tradicionales, siendo incluso más conocidos por el nombre de su alter ego, como son los casos de Rowan Atkinson con Mr. Bean, de Paul Reubens con Pee Wee Herman, de Mario Reyes con Cantinflas o incluso el de Juan Carlos Altavista con Minguito –personaje creado por Juan Carlos Chiappe-, que deja en evidencia su condición de ingenuo payaso con su participación en la película Carne, de Armando Bo, siendo el único de los hombres que muestra una piedad infantil ante la ultrajada Coca Sarli.
Pero otros menos puristas son igualmente herederos de las sensibilidades clownescas y bufonescas. Extensa es la lista que conforma este grupo: Jerry Lewis, Peter Sellers, Jacques Tati, Jim Carrey, Steve Carell, Roberto Benigni, Woody Allen –que en la coral A Roma con amor rinde un claro homenaje al payaso, situando las acciones en el país cuna de la commedia dell’arte, valiéndose de un actor/payaso como Benigni y recurriendo a la ópera I Pagliacci, de Leoncavallo, como leitmotiv de uno de los relatos-, entre otros. Curiosamente, estos clowns modernos de cine parecen marcar una mayor división entre defensores y detractores, generalmente acusados injustamente por estos últimos de ‘hacer siempre lo mismo’, rasgo que sí celebran de los antiguos comediantes payasos, como si no pudieran reconocer en los nuevos el indiscutible legado de aquellos. Jerry Lewis, en su autobiografía Mis memorias, manifiesta abiertamente su decisión de convertirse literalmente en clown a partir de la primera película que vio en su vida, El circo, de Charles Chaplin: “Estoy a punto de caerme de la butaca a causa de la risa que me produce la escena en que es atrapado entre cientos de espejos distorsionados que le muestran en cien poses diferentes. Pero en ese mismo momento vivo la triste realidad de mi propia vida. Tengo la sensación de que preferiría vivir en un mundo de ilusiones, donde pudiera ser lo que quisiera, soldado, marinero, médico, abogado… lo que quisiera. Claro que… ¡puedo convertirme en payaso! Puedo hacerlo. Lo sé.”
La sensibilidad clown. La utilización de la técnica clown como herramienta discursiva también se encuentra presente en películas que no tienen relación directa ni cercana con la comedia. En Cosmópolis, de David Cronenberg, Mathieu Amalric aparece sorpresivamente desde el fuera de campo en una sola escena, para darle un tortazo en la cara al personaje de Pattinson, mientras esgrime un discurso elocuente y exaltado contra el capitalismo. En Violent Cop, Takeshi Kitano (conocido por el nombre de Beat Takeshi en su faceta de comediante) recurre al gag clásico del bofetón en la interminable sopapeada que le da a un criminal en un baño público, mientras vemos colgado en el fondo el retrato de un nene vestido como Chaplin. En otra escena de la misma película se vale del ejercicio de la sombra (caminar detrás del compañero imitando su andar) antes de culminar en un violento ataque por parte del perseguidor. Los personajes de las películas de Marco Ferreri, y no únicamente los masculinos, descubren algunas de las cualidades más emblemáticas del ser payaso: una gran cuota de candidez, irresponsabilidad, apasionamiento excesivo y una notable y desesperante melancolía.
Invocar al clown en contextos y sobre personajes a priori distantes del universo al que este pertenece, imprime sobre el relato un temperamento infantil, abierto y lúdico, desnudando a su vez la imposibilidad de adaptación de sus protagonistas al entorno que los rodea. En Running Out of Time 2, Johnnie To hace de la vieja y conocida persecución entre policía y criminal una excusa para dar rienda suelta al juego, ganando mayor importancia la instancia del placer y la competencia que el resultado en sí. En Mi nombre es nadie, de Tonino Valerii, son muchísimas las escenas que alegan gags típicos de la comedia física, pudiendo ser catalogada como una slapstick western en la que Henry Fonda hará las partes de carablanca y Terence Hill las de augusto. En éste último se patenta un ser puro e inocente –no obstante pícaro y sagaz- que da vida y forma al héroe que comienza a construir la mirada del niño rescatado en la barbería, sobre la figura de Fonda. Sin ir más lejos las buddy movies se erigen sobre la fórmula antagónica del carablanca y el augusto.
Pese a haber atravesado variados subgéneros en su filmografía, Kubrick es un director que se ha caracterizado por un sentido del humor oscuro, retorcido y por demás cínico. En Casta de malditos el golpe es llevado a cabo por Johnny Clay (Sterling Hayden), el integrante menos interesado en el botín que en el robo en sí, valiéndose de la máscara de un tramp para realizarlo. En La naranja mecánica, Alex (Malcom McDowell) utiliza una máscara bufonesca mientras canta Singing in the Rain al compás de la violación que está llevando adelante junto a sus drugos. Finalmente, en la innegable comedia Lolita contrapone la solemnidad y elegancia de Humbert Humbert (James Mason) con el histrionismo y los múltiples registros actorales de Clare Quilty (Peter Sellers). Así todo, la única escena explícitamente slapstickes protagonizada por el primero, en la que deberá armar un catre imposible con la ayuda de un botones poco cauteloso tratando de no despertar a la nínfula de su sueño. Vale agregar, también, que Dr. Insólito iba a finalizar con una guerra de pasteles en la, valga la redundancia, sala de guerra, pero este final fue eliminado por ser demasiado delirante.
Lo cierto es que, tal como asevera Lecoq en El cuerpo poético, «toda la vida es un tema clownesco». Todo es material potable para el clown y, como también lo demuestra Fellini en I clowns, no hay individuo, sea cual sea su naturaleza, que no sea potencialmente un payaso, porque en cada persona, institución, rutina, tradición y demás, siempre reposa una presuntuosa ridiculez y una cuota de sinsentido factibles de ser explotadas desde el absurdo.
Aquí pueden leer la primera parte de Cine y clown.
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