Cuando un director (o un autor) tiene una producción cuantiosa, se plantean para el lector o espectador (y más aún para el crítico) muchas cuestiones asociadas. De alguna manera es como si cada nueva obra aportara un nuevo dato sobre la anterior o sobre el enigma del artista. Cada nueva producción dialoga con la trayectoria del artista y uno comienza a percibir simetrías y divergencias –y acaso comienza a concluir opiniones o a desmentirlas- pero lo cierto es que esas conclusiones pronto terminan por aburrir a fuerza de su imprecisión e irregularidad.
Pienso que mientras un artista continúa produciendo no hay últimas palabras, porque cada nueva obra forma parte de una maquinaria en funcionamiento. Por lo tanto, se cometen muchas injusticias a la hora de valorar o juzgar a un artista en actividad. Nunca faltan los resquemores y las desconfianzas, la mala fe y los desaciertos.
A mí, que me disculpen pero -por ejemplo- Woody Allen me gusta cada vez más, tanto sea cuando hace esas películas que no parecen muy inspiradas, como cuando hace una futura obra maestra, como es el caso de Blue Jasmine. Yo compro todo. Básicamente, porque me gusta Woody Allen. En un caso y en otro, encuentro razones para disfrutar sus películas. Cuando son malas, por alguna razón subjetiva o por razones que me invento y, cuando son buenas, por razones obvias.
Hasta ahora, disfruté de todas sus películas, en mayor o menor medida. En cualquier caso, tampoco crean que soy un fan incondicional o algo así. Simplemente, soy un lector atento y agradecido. Disfruté a rabiar de sus comedias más demenciales e irreverentes. Considero ¿Qué pasa, Tiger Lily? como una genialidad absoluta, que merece un lugar de privilegio en la historia del cine, suponiendo que tal cosa exista, aunque, por razones que se me escapan, en realidad no es una película que goce de mucha fama. Ni hablar de La última noche de Boris Grushenko. En realidad, los más cinéfilos saben que forman parte de lo mejor de su producción, pero los estudiantes de cine siempre hablan de Manhattany Annie Hall, como si no existiera nada más. Y, en el peor de los casos, de Match Point, una película tan sobrevalorada.
Entendámonos: todos estamos más o menos de acuerdo en que lo mejor que hizo Woody Allen fue Manhattan y Annie Hall… ¿y con eso qué?… ¿Debería haber dejado de filmar en el 79? Entonces nos hubiéramos perdido un montón de películas geniales, como Zelig o Crímenes y pecados, sólo por decir algunas.
Por lo tanto, siento que abordar una crítica de alguna de sus películas, cualquiera de ellas, es -también- volver a repasarlas todas; y son tantas, que la tarea se vuelve siempre ardua por no decir imposible. De alguna manera, es como si cada nueva película de Woody Allen fuera una variación o vuelta de tuerca sobre una teoría esbozada con anterioridad. Es como si cada película fueran variaciones sobre más o menos siempre los mismos temas. No obstante, aunque todas se parecen, todas son -también- diferentes entre sí.
En Blue Jasmineresuenan ecos de Crímenes y pecados, de Ladrones de medio pelo, de Match Point y hasta de La vida y todo lo demás. Es difícil determinar exactamente qué es lo que hace que se llegue a resultados diferentes con los ingredientes de siempre. Blue Jasmine no introduce ninguna variante fundamental, pero su resultado es completamente distinto.
De hecho, estoy de acuerdo con esa fórmula –que escuché por ahí- que asegura que Blue Jasminereinventa a Woody Allen, que en realidad Woody Allen se reinventa a sí mismo con esta nueva película. Ahora bien, me pregunto… ¿qué es exactamente lo que la vuelve especial? Quizás, el gran peso que tienen los discursos ideológicos (los que se pronuncian y los que están presentes, aunque no se hagan manifiestos). Quizás, simplemente, es la formidable actuación de Cate Blanchett. Quizás es un poquito de ambas cosas, y de otras tantas.
En cualquier caso, uno de los temas más importantes en Blue Jasmine es el dinero, y cómo su posesión o carencia determina nuestras vidas. El otro gran tema que aborda es la innegable importancia que tiene la belleza física. En algún sentido (o en varios) es una película políticamente incorrecta, porque -también- es una película muy honesta. De una honestidad brutal, por decirlo de alguna forma.
La premisa, real o imaginada, es que existe una relación directa entre el bienestar y la clase social a la que pertenecemos, y negar que la belleza física es un imán para el dinero, acaso, es negar una obviedad. La belleza física es magnética pero, al mismo tiempo, la felicidad representa un asunto complejo y la belleza física tambiénes un asunto complejo. Posiblemente porque eso que llamamos belleza interior termina por tener algún sentido, después de todo.
El argumento de la película, en pocas palabras, narra la historia de Jasmine (Cate Blanchett), una hermosa mujer que proviene de una familia de clase media, cuya belleza física, elegancia y distinción, la llevaron a involucrarse, casi de manera natural, con la alta sociedad. Jasmine se casó con Hal (Alec Baldwin), un distinguido millonario que, más tarde, se descubre que amasó su fortuna de manera ilegal. El matrimonio fue más o menos feliz, hasta que dejó de serlo. Toda la película cuenta la progresiva debacle de una vida, pero también la insostenible sociedad de consumo que nos rodea, la traición del lujo y el confort, y la sordidez detrás del brillo y el oro.
Hasta aquí, el argumento parece extraído de alguna novela de Scott Fitzgerald. La vuelta de tuerca, que capta cierto espíritu de época con gran acierto, es el choque de clases: Jasmine se ve obligada, por las circunstancias, a regresar junto a su hermana Ginger (Sally Hawkins), quien no ha despegado jamás de su clase media y, acaso, tal empresa no haya sido para ella más que una fantasía como cualquier otra. Ginger supo ser feliz a su manera, pero -por momentos- Jasmine la juzga con severidad. A ella y a los amigos y familiares de su misma condición social. Sin embargo… no queda claro quién es más bruto y o más salvaje, y mientras más conocemos a los personajes, menos claro nos queda.
En ese choque entre civilización y barbarie es donde la película consigue sus mejores momentos, porque nunca juzga. En su lugar, exhibe con una objetividad rayana en la indolencia, las contradicciones de un comportamiento neurótico tan propio de los personajes como de los espectadores. Digamos que Blue Jasmine toca una fibra sensible, un punto flaco, del que nadie puede sentirse ajeno.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre esta película.
Blue Jasmine (EUA, 2013), de Woody Allen, c/Cate Blanchett, Alec Baldwin, Sally Hawkins, Peter Sarsgaard, Bobby Cannavale, 98’.
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Aunque no soy un conocedor del cine de Allen puedo decir que su trabajo es inconstante, oscilante. Puedes pasar de películas realmente interesantes a otras realmente soporíferas como ésta. No pude terminar de verla, hastiado de tanto estereotipo, diálogos trillados y escenas dignas de cualquier novela mexicana. Realmente a Allen lo acarician (y supongo que lo seguirán haciendo) con los laureles ganados en otras batallas. Blanchet por ratos actúa muy bien, por otros sobreactúa, no convence. Como dije, no pude terminar de verla así que no conozco el final, aunque me lo imagino.
Cuando salí de la sala, entendí, por un segundo, la animadversión de Vargas Llosa hacia Allen y sus seguidores.