Hay historias cuyo contenido ya ha sido narrado, pero que cobran cierta vida y personalidad cuando se trabajan de un modo singular y se apoyán en el localismo en el que nacieron. Este es el caso de Casa propia (2018), quinto largometraje del director argentino oriundo de la provincia de Córdoba, Rosendo Ruiz.
Alejandro (Gustavo Almada) es un hombre en sus cuarenta años, profesor de literatura en una escuela secundaria que aún vive con su madre. La relación entre ambos es tirante y hostil, coartándose toda expresión posible de ternura. Esta madre (Irene Gonnet) es intrusiva, se mete en las cosas de su hijo y permanentemente le está dando órdenes acerca de lo que tiene que hacer en su vida cotidiana. Del padre de Alejandro nada sabemos, y esto ya es un dato importante en tanto la figura paterna siempre opera como instancia separadora. Pero sí queda claro que en esa casa es la madre quien hace la ley, ella continua digitando la vida de Alejandro aunque éste ya es un adulto. La puesta en escena ilustra muy bien la dinámica de esta relación cuando muestra ese títere manejado por el titiritero, artista callejero de la peatonal de Córdoba.
Alejandro reniega de la relación con su madre, se queja de ella, expresa su fastidio, la carga que le significa, pero persiste ligado a ella sin poder separarse. La puesta en escena da cuenta del encierro de Alejandro en esa relación a través de planos fijos situados en aberturas, en la vestimenta del protagonista de estilo adolescente con camisas cuadrillé sobre remera, jeans y mochila, y muy hábilmente da cuenta de su posición subjetiva en la escena en la cual vemos su ojo a través de la ventana de la maqueta de una casa construida por los alumnos del colegio.
Alejandro tiene la intención de mudarse a un espacio propio, y de hecho visita varios departamentos posibles, pero no actúa para dar ese paso emancipador. Es cierto que su posición económica no es del todo sólida trabajando como docente, pero son las limitaciones de su neurosis las que le impiden actuar y lo dejan en posición de adolescente, padeciendo una adolescencia que se extiende en el tiempo sin encontrar límite claro alguno. Ese ojo en la ventana de la maqueta lo sitúa como puro espectador pasivo. El dilema de Alejandro pasa por dejar de ser el falo que completa a la madre para pasar a tenerlo en calidad de símbolo y hacer uso de él en calidad de instrumento. Esto lo definiría como un hombre, es decir, poder ir más allá de la angustia de castración (para poder tener el falo como significante operatorio debería estar dispuesto a perder ese lugar de serlo respecto de la madre).
Poco a poco en la trama vamos conociendo que la mamá de Alejandro padece crisis respiratorias como consecuencia de un cáncer de pulmón. La dinámica familiar también sostiene el lugar de Alejandro como el “salame” de la madre, dado que su hermana Daniela se hace poco cargo del cuidado de ella bajo pretexto de tener una familia, lo cual es avalado y apoyado por la madre, quien reiteradamente expresa no querer ser una molestia para ella.
Es claro que, como Hamlet en sus impedimentos por consumar la venganza sobre su tío Claudio, Alejandro se queda a nivel de los pensamientos, de las fantasías y mediante diversas excusas (como por ejemplo que alguien tiene que cuidar de la madre, que el sueldo no le alcanza, etc) se ve trabado para ponerle cuerpo al acto que le permitiría avanzar en su propio deseo. De allí que a partir del avance de la enfermedad de su madre, Alejandro sólo vea como posibilidad de liberación la fantasía de que muera su madre (que se esboza en el plano detalle de una maceta rota con una planta apagada en su vitalidad en el patio que antecede a la entrada de la casa). Su posición es la de una pasiva espera por una muerte en la vana creencia de que así todo le sería permitido. El problema es que no es la madre quien le prohíbe ser libre y feliz, sino sus propios condicionamientos internos, los cuales probablemente persistan aún cuando ella no esté. De este modo, Alejandro sólo puede atinar, en un plano más concreto, a mantenerla el mayor tiempo posible internada en una institución geriátrica (que le consigue su novia), a lo cual su madre se niega, buscando refirmar su independencia y su omnipotencia respecto de su hijo.
Así como Alejandro no puede elegir una casa, tampoco pueda asumir el compromiso con una mujer. Nuestro protagonista se ve frecuentemente con Verónica (Maura Sajeva), separada y con un hijo, con la cual no convive porque van y vienen permanentemente. La relación está desgastada por sus reiteradas infidelidades y su asidua concurrencia a un prostíbulo. Aquí el director muestra la modalidad fetichista del deseo en el hombre, vinculada a un detalle como el pelo rubio, o la lencería, que hace entrar a la mujer como objeto del dominio de su fantasía erótica, como objeto con valor fálico que lo colma y satisface sexualmente, pero donde no se juega nada del orden del amor y mucho menos del encuentro. Donde sí se juega es en el vínculo con Verónica, pero mediado por la dificultad para asumirlo y elegirla, dado que elegir a una supone perder a las otras mujeres posibles.
Del lado de Verónica, su confianza traicionada y la falta de seguridad que experimenta por no sentirse amada, tampoco le permiten jugarse por Alejandro y aventurarse a una convivencia con él. Verónica se permite gozar sexualmente con Alejandro, pero el cuidado de su hijo en tanto representante del falo, funciona como un límite para tomar una decisión desmesurada o arrebatada como sería dar todo (su casa, su privacidad) por un hombre que no está a la altura de asumir a una mujer en tanto lo Otro. Las tensiones alrededor de Alejandro se trasladan al espectador cuando percibe que su frustración se traduce en violencia. Así vemos en la escena de los destrozos en la casa de Verónica los efectos materiales de la angustia del propietario, la representación de esa amenaza latente de la pérdida, ya que Alejandro sólo puede relacionarse con las mujeres en tanto un objeto que es metáfora de su falo, como un objeto de su propiedad, que se tiene y que por lo tanto podría perderse.
Casa propia nos permite pensar los impasses de la masculinidad en la época contemporánea, donde el padre en tanto función ha declinado en virtud del ascenso al cenit social de los objetos de consumo producto de la ciencia, que deja a los varones muchas veces desorientados e impedidos de efectuar el acto que los convertiría en un hombre-sujeto.
Casa propia (Argentina, 2018). Dirección: Rosendo Ruiz. Guion: Rosendo Ruiz y Gustavo Almada. Elenco: Gustavo Almada, Irene Gonet, Maura Sajeva, Mauro Alegret. Duración: 83 minutos.
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