tumblr_ktligeS5lL1qatoe4o1_1280 (1)A propósito de La vida de Adèle, el otro día intercambiamos opiniones con mi colega y amigo Marcos Vieytes quien sonaba bastante aburrido y ligeramente decepcionado con la película de Abdellatif Kechiche, como acaba de poner por escrito en su texto. Su expectativa, tal vez estimulada por todo lo que escribimos los entusiastas defensores de la última Palma de Oro de Cannes, chocó frente al hastío que le produjo la experiencia de tres horas de seguimiento de un personaje, en plano muy cercano, que vive una vida no demasiado extraordinaria. Sus conflictos, sus dudas, sus amores, son los de muchos otros personajes que pueblan las ficciones; no hay tensión ni suspenso y el ritmo se acomoda con el correr de los minutos al diletante sentir de la vida. Una vida que carece de montaje acelerado, de banda sonora, de conflictos hiperbólicos. No es que uno espere ver eso cada vez que ve una película, pero lo notable en la obra de Kechiche es ese apego directo e intencional al ritmo propio de lo real.

En relación a esto le menciono a Marcos que lo que a él tanto le disgustaba me parecía que era la esencia del cine francés. A él le parecía fascinante el personaje (o la actriz, o ambas), su forma de caminar, de aparecer en pantalla, pero había algo en el registro, en el acercamiento que proponía Kechiche que lo dejaba desconectado. A eso se sumaba, me contó, que el día anterior había visto la increíble película de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street, cuyas tres horas pasan por encima al espectador como una locomotora. Desbordante y orgiástica, la última obra maestra del último sobreviviente de aquella generación prodigiosa de los 70 encuentra en esa impunidad conceptual que solo se permiten los viejos cuando ya no tienen nada que perder, el mejor de sus valores. Pero lo cierto es que los ritmos de ambas películas son incomparables porque, más allá del lenguaje en común, hay una tradición en el quehacer de cada cinematografía que las ubica en caminos separados.

El cine americano, decía Francois Truffaut, es un cine de situaciones; de acciones, mejor dicho. Es un cine donde pasan muchas y grandes cosas. Por eso tienen grandes narradores durante el período mudo, como D.W. Griffith, Buster Keaton o el primer John Ford. Adherido a la novelesca del siglo XIX, el cine americano absorbió la popularidad del folletín y entendió la inevitabilidad del conflicto. Un hombre desea algo: conquistar un reino, encontrar un tesoro, ganar dinero, seducir una amante, llevar la paz y la armonía a su comunidad. En ese camino habrá obstáculos, impedimentos propios y ajenos. La base de la narrativa clásica, presente ya en otras artes, marcó el inicio de un cine que pensó a los personajes como motores de la acción, como piezas que ponen en movimiento una maquinaria demencialmente atractiva, fascinante, que nos hace prisioneros de principio a fin, como los cuentos de hadas que escuchábamos en nuestra infancia.

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En el cine americano, un hombre ordinario siempre se encuentra expuesto a las más extraordinarias de las situaciones. Aunque nacido en Inglaterra, Alfred Hitchcock representó como ningún otro director ese horror frente a las situaciones vagas o banales.  Su desprecio por quienes sólo fotografiaban “personas que hablan” se justificada en la construcción de un estilo visual único, apoyado en su excelente dominio de la técnica, pero cimentado en una conexión íntima con el sentir del espectador. Somos partícipes de la aventura que nos propone, perdemos el aliento con esas caprichosas criaturas que se meten de manera irreflexiva en las intrigas más absurdas tan solo por el placer de vivir desafiando las tristes perspectivas de su realidad. El cine amado por la nouvelle vague y despreciado por décadas por cierta intelectualidad insistente en su miopía, ha enseñado a muchos, irritado a otros, y establecido un horizonte de expectativas que conviven siempre con la experiencia concreta de ver una película.

El cine francés, en cambio, es un cine de personajes. No lo digo yo, sino Truffaut nuevamente. Y luego aclara que por ello el cine mudo francés, salvo la exquisita excepción de Abel Gance, fue menos brillante en su producción: era evidente que directores como Jean Renoir, René Clair o Jacques Feyder necesitaban del sonido para alcanzar complejidad y maestría. Los diálogos, los silencios implícitos, las inflexiones del tono de voz, la gestualidad que acompañaba esas palabras les permitió a los franceses presentar a los seres humanos en TODA su complejidad. Los personajes no estaban ahí para contar algo, una pequeña o gran aventura, sino que estaban ahí para SER. Lo atractivo del cine francés desde siempre fueron sus grandes protagonistas y los actores que los interpretaron: el teniente Marechal que cobró vida en la piel de Jean Gabin en La gran ilusión, el samurái de Alain Delon en la obra maestra de Jean Pierre Melville, el gesto de tocarse los labios de Jean Paul Belmondo en Sin Aliento, la mirada triste y desconcertada de Jean Moreau en Ascensor para el cadalso, la gélida vitalidad de Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo, la aparición febril de Brigitte Bardot en El desprecio, la única e inmensa presencia del Antoine Doinel de Jean Pierre Leaud y Truffaut en toda la serie de películas sobre la vida de ese  inolvidable personaje.

alfred-hitchcock-on-setEn su libro El placer de la mirada, Francois Truffaut señala que fue Jean Renoir quien le enseñó que el actor que interpreta a un personaje es más importante que este personaje o, si se prefiere, que siempre es necesario sacrificar lo abstracto en virtud de lo concreto. Lo que Renoir llamaba la “magia de la realidad” es lo que definiría desde entonces el alma del cine francés: un cine atento a los aspectos barrocos de la vida cotidiana con un estilo ligero y no por ello desapasionado, que recela las grandes acciones (salvo cuando copia al cine americano) y se introduce en el alma de los personajes. Las situaciones complicadas, que siempre son de interés para el público, llegan siempre por añadidura, porque los mundos en los que viven los personajes impregnan su existencia, la complejizan, la despliegan. No se trata de un realismo estricto, en términos de verosimilitud, sino de una cohabitación armoniosa con el pulso de lo real, que respira en las películas, que da cuenta de esa exquisita interdependencia que hay entre el cine y la vida.

“Es una película MUY francesa”, le respondo a Marcos a propósito de La vida de Adèle. Esas fueron, casi sin pensarlas, mis palabras. Porque sentía que había en la película de Kechiche esa intención de filmar a alguien real, y no a sus ideas o sus aventuras. En el puntapié de su historia está la novela gráfica de Julie Maroh que le dio origen, como en Jules y Jim está el espíritu de Henri-Pierre Roché, aquel anciano que recordaba sus amores juveniles con la inolvidable Catherine. Pero lo que define la película de Kechiche tanto como la de Truffaut es el encuentro con sus personajes. Es ese acercamiento no a sus ideas o sus aventuras, sino a sus vidas, a la materialidad de sus disputas con los fantasmas que los circundan, la misma que le da forma única e inimitable a nuestra existencia.

Aquí pueden leer un texto de Paula Vazquez Prieto sobre La vida de Adèle.

Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre La vida de Adèle.

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