Llegué a Bolívar alrededor de las tres de la mañana. Le indiqué al remís que iba al hotel San Carlos temiendo que el recorrido fuera de menos de dos cuadras. Fueron nueve, media ciudad. Antes de dormirme el ladrido seco de un perro indicó, como en las películas, que en la calle no había nadie.
La vuelta de reconocimiento del día siguiente demostró que ese perro no estaba solo. Al lado del cajero automático, al sol, dormía uno grandote, marroncito. En el boulevard, uno bien negro, flaco y peludo, junto con uno chiquito blanco y marrón con cara de pícaro corrían a los autos con responsabilidad y diligencia, volviendo orgullosos de cada fracaso. Bolívar es una ciudad con perros gordos, sanos y felices.
No recuerdo que haya perros en La patota aunque el contexto bien se prestaba a su presencia. Hay seguramente algún ladrido de esos, de los que ya dije. Confiaba en que volver a verla iba a reforzar la interpretación publicada hace un par de meses. No mucho, pero algo hay cuando Oscar Martínez (que debe ser el actor más verosímil de la Argentina) habla con el novio de Paulina (Esteban Lamothe otra vez). El flaco le dice algo como “no ve que todo esto lo hace por usted”. No hay frases gratuitas en el cine clásico. Y una confirmación: no se puede hablar de esta película sin tener en cuenta la escena entre Paulina y Verónica Llinás, más aun cuando no hay tías en la de Tinayre/Legrand.
Las jornadas del Festival se organizaban así: un corto, un largo, otro corto, otro largo. Uno de los largos más profesional, otro más amateur. Al menos en los tres días que presencié. Entre los cortos del primer día estuvo Círculo de Eduardo Pinto que terminó ganando en ese rubro y La planta de Andrés Portaluppi y Matías Taub.
Que yo recuerde tampoco había perros en la otra película de esa noche: El secreto de Lucía, de Becky Garello. Esta ausencia se limitó a la diégesis de la película; en la sala, en cambio, un perrito té con leche de pelo alambroso dormía, como muchos hubiéramos querido, hecho un círculo entre las butacas junto a la salida de una sala por lo demás llena de humanos, en su mayoría despiertos y aparentemente oriundos de la ciudad anfitriona.
Los domingos estimulan el andar cansino en el mejor amigo del hombre. Pareciera que el poco apego, por no decir manifiesto desinterés, que demuestran hacia los otros nueve mandamientos tuviera su piadoso límite en el descanso dominical. Incluso para el asunto de dar falso testimonio, que podría ser un desafío para estos seres carentes de verbo, se han inventado la prodigiosa falsa renguera con la que faltar a la octava ley del Eterno.
En lo que refiere al festival, la programación nocturna de las funciones estimulaba el turismo urbano durante el resto del día. No es una actividad que los canes sepan practicar, ya sea por su intrínseca condición acultural o por encontrarse en este caso en su propio terruño. Caminando cubrí tres de los cuatro puntos cardinales de la cuadrícula pampeana. De vuelta al hotel me enteré de que había desatendido el norte, más propicio a la actividad que me ocupaba por ser aquel donde se encuentran el parque y el lago de la ciudad. Podría pensarse que era además un ámbito propicio a las jaurías, pero la experiencia termina demostrando que los canes prefieren, contra todo pronóstico naturalista, los ecosistemas más cálidos y secos, verbigracia, el sofá próximo a la calefacción o la mismísima cama siempre que sea posible. De todos modos no pude comprobar si esta hipótesis se verificaba también en ese Palermo bolivarense.
Antes de las películas del día se organizó una charla sobre Leonardo Favio a cargo de Lilian Ivachow, con la presencia de Juan José Camero, Edgardo Nieva y Andrés Echeveste, director de arte de Perón, sinfonía de un sentimiento y Aniceto, las dos últimas películas de Favio. Consecuentes con la liturgia antes mencionada, no asistió perro alguno. Favorecida esta inasistencia por el hecho de que el encuentro se desarrolló en un primer piso lo que obligaría a las bestias a escalar hasta esa planta, un esfuerzo que se daría de bruces con la ley de la conservación de la energía o del menor esfuerzo como vulgarmente se la conoce.
La charla se desarrolló como suceden esos encuentros entre desconocidos que comienzan algo duros y se distienden con el alcohol o, como en este caso, los minutos. Los actores son actores, es difícil sacarlos del centro de atención, por lo que la circulación de la conversación pivoteaba siempre sobre alguno de los dos. Se formó una imagen de Favio, la de un gigante con ideas gigantes, un Welles, un Herzog, tan seguro de su grandeza que se imponía a sí mismo tareas monumentales. Hace muchísimos años lo escuché a Dolina contar una supuesta anécdota con Pedernera como protagonista. Parece que el tipo estaba parado en la playa mirando el mar. Se le acerca uno y le pregunta por qué no se mete un rato a refrescarse, a lo que Adolfo responde “yo soy Pedernera, si me meto en el mar tengo que llegar a África”. Algo así sería Favio, una potencia que asume riesgos, que busca sus límites. Lo opuesto a alguien que, sabiendo filmar y teniendo los recursos, elige hacerlo para que una minoría lo aplauda, para competir en el circuito chico donde no pone nada en juego.
Aquí puede leerse la segunda parte de la crónica del festival.
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