Una de las películas interesantes para ver en pantalla grande en el Festival fue Mandy (2018), de Panos Cosmatos. Aunque, a decir verdad, hacía rato que se podía ver on line en diferentes plataformas.

Red Miller (Nicholas Cage) es un leñador que trabaja en algún bosque de esos del norte de Estados Unidos. Vive en el mismo valle, en una cabaña rústica, y la pared de la cabecera de la cama está completamente vidriada, oscura por las noches, por las sombras del afuera. Su vida es apacible, alejada de la civilización, solo en compañía de Mandy (brillantemente interpretada por Andrea Riseborough), una dibujante de paisajes extraños, sugerentes, aficionada a las novelas de terror, ciencias ocultas y al heavy metal. La convivencia entre ellos transcurre en silencio, plagadas de imágenes casi calidoscópicas, con cierto dejo lisérgico y canábico que aletarga cálidamente el relato.

La película esta partida en dos: la primera parte delinea la vida de ellos, los momentos mínimos, la relación y el amor que se tienen;no hay nadie más que ellos y la naturaleza expansiva que entra por todos los huecos que no ocupan sus cuerpos. Panos Cosmatos decide construir la atmósfera de forma somnolienta,como si asistiéramos a algo que está en la frontera del mundo de los sueños. Por momentos aparecen, como relámpagos, tensiones que sugieren la presencia del Más Allá, preámbulos a pesadillas, esas que tenemos cuando no estamos ni despiertos ni dormidos. Estas ilusiones se enlazan sobre la realidad de los personajes como proyecciones,filtros y colores que se mezclan con los diálogos extrañados.

Hay una línea de registro que podría acercarse al cine de Antonioni, con los colores del mejor Argento, y un cine de experimentación algo desatado. La palabra clave es atmósfera: no importa lo que vaya a pasar, importa esta idea placentera e impávida, orgásmica, que también puede producir la música. Es como reproducir el lado A de un disco volado de una banda con cosas de King Crimson y Sabbath, las dos referencias continuas de esa primera parte. Crimson suena en los títulos de apertura con Starless y Sabbath aparece en una remera que luce Mandy, que la hace más flaca y destaca la leve cicatriz que cruza la belleza de su rostro. Como un ángel en planes de ascenso. Cosmatos se las arregla para que casi levite, se deslice frente a la cámara. Ella nos mira y sabe que va morir, nosotros también, pero es solo un momento. Solo importa el aquí y hora.

La segunda referencia a Sabbath es en el clímax de la primera parte cuando Mandy es rehén de Jeremiah (el monumental Linus Roache) y sus maléficos asistentes, que con LSD y la picadura de avispa le producen anestesia alucinógena y la preparan para el rito. Cosmatos pone en plano una versión de la tapa Sabbath, Blody Sabbath, coreografiada para la secta de»Los hijos del nuevo amanecer», en plena preparación del sacrificio de Mandy.

En esa primera parte, Cage, en estado de gracia como en Un maldito policía en New Orleans. Es un emperador del gesto mínimo: no necesita nada para decirlo todo, taciturno, paternal. Admira a Mandy con una devoción extravagante.

Un plano fijo general dentro de un baño salido de otra película, o de una pesadilla en un frenético barroco de la Casa Hammer, es el quiebre del relato y una de las escenas de su vida actoral: una transformación sin cortes entre la desolación de la pérdida y lo absurdo de relato de venganza hardcore con un dejo irónico de surrealismo, furia en calzoncillos a fuerza de vodka, Red implora reparación divina.

Lo que viene es el descabellado lado B: ya nada es tan abstracto y todo se ubica más cerca de lo mejor del cine clase B americano de los setentas y ochentas, La masacre de Texas y Evil Dead, incluido el absurdo que está impreso en varias de las muertes para llevarla la autoconciencia en su forma máxima.

Mandy es lo mejor que le puede pasa un amante de ese cine, a un cinéfilo, a un abstemio y todos los que amamos perder la cabeza, el cine y el rock.

Mandy (Estados Unidos/Gran Bretaña/Bélgica, 2018), de Panos Cosmatos, c/Nicholas Cage, Andrea Riseborough y Linus Roache. Duración: 121 minutos.

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