Luego de una larga ausencia, dos hermanos vuelven a la casa de sus padres para dar el adiós postrero a su anciano progenitor, quien yace en estado comatoso. Desde su llegada, todo intentará expulsarlos, hasta que sea demasiado tarde para escapar de ese ente que rodea y corrompe todo. Este argumento, que se muestra escueto en detrimento a la generación de climas, de una atmósfera siempre desasosegante, basta para generar la tensión y el miedo que crecerá poco a poco para estallar hacia el final.

Desde la escena inicial, el ocaso del día da paso a una oscuridad que se cierne sobre todo lo que conforma el mundo, esa patria rural texana, pasmosamente desolada, tan alejada de la vida moderna como de la fe. Porque en la fe -o en su ausencia- se sustenta todo; la simbología cristiana de la puesta en escena se contrapone al ateísmo de los personajes: el rebaño de ovejas amenazado por el lobo, cuyos aullidos marcan la amenaza que se acerca, funciona como parábola esencial, a la que se le suma la imagen de la cabra, tomada por el cristianismo como símbolo demoníaco basado en la figura satírica de Baco. Son recurrentes los planos en angulaciones contrapicadas, donde se acrecienta la imagen de la cabeza de una cabra y donde los cuernos gigantes se posicionan vigilando por encima de los personajes. Además, el relato se estructura separado en pequeños capítulos constituidos por los días de la semana en los que transcurre la historia. Porque seis días le tomó a Dios crear el mundo -más uno para descansar y contemplarlo-, Bertino muestra que en una semana se gesta también el Mal para asechar a su presa en forma de subversión del mito cristiano. Subversión que se manifiesta, además, como reproche a la divinidad, como un grito contra la ausencia del padre. Es el padre quien está enfermo, poseso, y esto acarrea la caída de toda la familia. El Padre -en mayúsculas- está debilitado, corrompido o incapacitado, condenando a los hijos al desamparo absoluto que se refleja, además, en la desolación de los espacios: cuando los personajes salen del ahogo del interior oscuro de la casa, se enfrentan a la aridez inhabitada del desierto de Texas, donde los pocos cuerpos que se apersonan, y todo lo que los rodea, son potenciales amenazas. No hay nada que dé una mano de piedad, todo ser es una otredad potencialmente corrompida, centrada fundamentalmente en los miembros de la familia, donde padres y hermanos se vuelven prontamente crisoles para ese Mal que asecha. Una familia que se muestra desconectada, aislada también en cada uno de sus miembros, porque si bien se habla del amor que hay entre los miembros de la familia, éste jamás se ve en pantalla. La desolación de esa casa en medio del terreno árido del sur de los Estados Unidos es la misma que recorre a los personajes, como seres aislados, cuya solidaridad está más relacionada con el deber que con el cariño.

Esa falta de cariño no se resuelve como motivo definitivo de penurias. En realidad, no se sabe a ciencia cierta qué entidad compone ese peligro, ni por qué ocurre. Como en las tragedias griegas, en las producciones de Bertino -tomemos, por ejemplo, The Strangers (2008)- el sino aciago está desligado de la moral, no hay premios o castigos, sino que el objeto del mal es tan azaroso como inamovible. No hay rescates dependiendo de afinidades morales, ni bajadas de línea con las habituales moralejas que acarrea el género. Este objetivo azaroso de la desgracia queda plasmado en los diálogos cuando la enfermera dice “Hay cosas horribles, perversas. Y pueden venir por quien quieran”, y describe la misma aleatoriedad que presentan los intrusos de The Strangers, quienes justifican su accionar con la frase lapidaria: “Porque estabas en casa”.

Esa aleatoriedad le brinda, además, omnipresencia: de la lejanía de los aullidos del lobo, a la alteración de las ovejas en el establo, se pasa directamente a situaciones escabrosas que enrarecen las acciones cotidianas. La sutilidad del sonido y el juego con elementos de uso habitual como una luz, un cascabel, un cuerpo. Los diálogos mismos se trastocan para volverse ominosos, en una atmósfera cada vez más desasosegante. En ese sentido, la desesperanza que plantea Bertino es tan férrea que los juegos con la realidad no dejan espacio a la ambigüedad de la locura. Si el entramado de lo real se ha roto, es porque hay algo que se violenta contra él, tan real como los hermanos protagonistas. Todo está predispuesto para condenar al desamparo a personajes indefensos y sumergir al espectador en un miedo que del susto pasa a fundarse en algo más profundo: un nihilismo que hiela tanto por su crudeza como por su realidad.

Calificación: 9/10

The Dark and the Wicked (EUA; 2020). Guion y dirección: Bryan Bertino. Fotografía: Tristan Nyby. Edición: William Boodell, Zachary Weintraub. Elenco: Marin Ireland, Michael Abbot Jr., Julie Olivier-Touchstone, Lynn Andrews, Tom Nowicki. Duración: 95 minutos.

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