En el comienzo, la voz en off de Joaquín Sabina establece una distinción. Ese Sabina que habla desde el sillón de su casa, dice tener un problema con el hombre del bombín que se sube al escenario en su nombre. Todo lo que intenta parece resumirse en la necesidad de separar al hombre que sube del escenario con el que se baja de él. Poner distancia entre Joaquín Martínez Sabina, el hombre de 70 años que viene de Ubeda y Joaquín Sabina, a secas, el cantante popular venerado por públicos de España y Latinoamérica. El documental de Fernando León persigue por momentos el registro de ese intento: abundan las imágenes de Sabina antes de los shows –incluso sucumbiendo a los efectos que los nervios y los miedos ejercen sobre su cuerpo- y después de los recitales –los regresos en las furgonetas, siempre acompañado por “la Jime”, su mujer-. Pero en unos y otros, lo que no puede desarmarse –acaso porque sea imposible- es al personaje Sabina. Esa construcción pacientemente elaborada a lo largo de los años, en la que el cantautor de versos inspirados y más se funde con el hombre dispuesto a atravesar los límites y con el que ha sobrevivido a ese pasaje. Joaquín Sabina no puede dejar de ser el personaje que ha creado, tal vez porque en esa construcción ha incluido rasgos de ese hombre que no está en el escenario. No es confusión, sino mixtura. En su casa, aun cuando el bombín no aparezca en su cercanía –el objeto funciona, al igual que sus trajes llamativos, como un disfraz para ocultar que no puede ocultarse- el personaje aflora en el gesto, en el modo de hablar, en los conceptos sobre su obra –curiosamente, es cuando habla de otros cuando parece poder despegarse del personaje, tanto cuando refiere a Serrat, como a Benjamín Prado o a José Alfredo Jimenez-. Hay quizás un solo momento en que se logra un despojamiento casi total. Sabina ha regresado a su pueblo natal. Tras una serie de previsibles homenajes –que, de nuevo, refieren al personaje y no al joven anarco-izquierdista que partió de allí- regresa al Teatro Ideal Cinema, donde debutó tocando twists y rocanroles en un grupo con sus amigos de adolescencia. En el espacio vacío de la sala, sobre el escenario, Sabina está sentado y lee. Lee lo que escribía su padre, un poema en el que imaginaba el primer recital triunfante de su hijo. La continuidad de la escena provoca la transposición mágica: ya no es la voz de Sabina la que escuchamos, sino la de su padre puesta en su cuerpo, que no habla de un músico famoso, sino de un hijo que consigue su primer éxito de público. Ese momento en el que aún el personaje Sabina no existía.

La imposibilidad de despegarse del personaje en su totalidad condiciona al documental. Lo lleva a un terreno en el que se prescinde del relato de contexto, de la puesta en relación con una trayectoria. De hecho, hay poco material más allá de los registros que ha realizado el director en los últimos 15 años. Más que desinterés allí hay una decisión: si bien el documental no exige conocer la carrera del músico, al no haber menciones más o menos directas a ella (y cuando la hay, por ejemplo cuando se refiere al show de presentación de “Viceversa” y a ese disco como punto de inflexión, queda apenas como una mención al pasar), deja al espectador ajeno al margen de las referencias necesarias para comprenderlo. No es un documental hecho para los fans, pero son ellos los que pueden enlazarlo con un perfil más completo de la historia del músico.

Esa imposibilidad implica el predominio del personaje. Las canciones –al menos algunas de ellas- se escuchan en la banda musical y algunas son retomadas a partir de sus shows, pero la narrativa continua en primera persona (apenas hay breves intervenciones del manager y del hermano de Sabina) plantea un distanciamiento con la obra. La ausencia de la mirada externa deja en blanco la mirada sobre el Sabina músico que él mismo no puede –ni quiere- ejercer. Subsisten algunos elementos dispersos que apenas consiguen dar destellos de esa mirada: la mención al momento en que compuso “19 días y 500 noches”, la declaración al final sobre la imposibilidad de mejorar algunas cosas que ha escrito, las reflexiones sobre las canciones de amor y desamor y las influencias que reconoce de la música mexicana y del tango. Quizás ese desequilibrio encuentra su formulación más concreta en la relación con Benjamín Prado. Lo que el recorrido en el auto y algunas imágenes de ensayos de la década del noventa parecen establecer como una colaboración estrecha de escritura, queda reducida a lo episódico y a la mención que se hace de los intereses contrapuestos de ambos (Sabina queriendo ser escritor, Prado queriendo ser estrella de rock).

Sin embargo, habrá que encontrar la razón de ser del documental (o el cierre que el director encontró para concretarlo a partir del material acumulado durante años) en el tramo final. Allí se advierten dos elementos. El primero es un armado en base a la circularidad, ya que la narración vuelve al comienzo, a los recitales en el Wiznik del año 2020, en el que se produce la caída de Sabina desde el escenario. La segunda es el paralelismo que entabla con la figura del torero José Tomás. Ambos elementos cierran el sentido de la supervivencia del hombre por sobre el personaje. El momento en que Sabina cae del escenario –registrado desde un plano lateral y lejano- impone por primera vez ese abismo entre el arriba y el abajo del escenario. El documental se concentra en el silencio, en la nerviosa reacción del público, más que para generar un suspenso, para establecer el intervalo necesario que permita el cambio. La siguiente vez que veamos a Sabina será cuando lo trasladen en camilla hasta la ambulancia: allí ya no es el personaje sino el hombre, comprobando que es el riesgo, el dolor, la posibilidad de la muerte lo que despega a uno de otro. Lo que ocurre en la plaza de toros de Aguascalientes con José Tomás prefigura lo que ocurrirá tiempo después en España, pero sobre todo trabaja sobre los riesgos de enfrentarse a un escenario: allí donde el torero evita los embates del toro herido, el músico se topa con los límites de su propia obra y con el azar que puede desvirtuar cualquier ensayo. Poner el cuerpo a la vista de una multitud que quiere verlos triunfar, repetir el éxito y que asiste a la puesta azarosa que conlleva el peligro. “Sin ese riesgo, todo esto sería una payasada” dice Sabina después del episodio de José Tomás, pero resuena inevitablemente en su propia historia. Sintiéndolo mucho vuelve desde allí, como el relato respecto de un sobreviviente, que antes de recobrarse desde lo profuso de su obra, se recuesta en los hechos que lo llevaron a ser considerado de esa manera.

Sintiéndolo mucho (España, 2022). Guion y dirección: Fernando León de Aranoa. Música: Leiva. Fotografía: Mariano Agudo, José Martín Rosete. Elenco: Joaquín Sabina, Fernando León de Aranoa, Leiva, Antonio García de Diego, Joan Manuel Serrat, Jimena Coronado, Pancho Verona. Duración: 120 minutos.

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