Hace unos días vi Sinister en una de las salas del Multiplex Belgrano de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, uno de los pocos complejos que no están instalados en un centro de compras. La pasé mal en el buen y en el mal sentido de la expresión. Lo molesto tuvo que ver con las condiciones en que fue proyectada. La película es oscura y la sala estaba demasiado iluminada por los burletes encendidos que hay en cada uno de los escalones y por algunas otras lamparas más cercanas a las puertas de acceso. A resultas de lo cual, podía verse con más nitidez el triángulo de sombra proyectado por las butacas en la pantalla, que las propias imágenes. Una pena, porque la sombría y supongo que texturada luminosidad de la película es fundamental para el clima que propone. Que lo haya logrado a pesar de tan defectuosa proyección habla muy bien de ella, o quizás habla mejor de lo que realmente sea, habida cuenta del modo en que las expectativas previas y las condiciones de visión influyen en el juicio.
Lo cierto es que también la pasé mal porque la película funciona bien en varios sentidos, no pocos de ellos un tanto inusuales para la producción estándar. Sinister puede llegar a molestar profundamente. En parte, porque elude el clímax sangriento que parece anunciar, de modo que no hay violencia física que materialice el malestar. Entonces, queda fija en una dimensión anímica horrible, a medio camino entre lo sobrenatural y lo patológico, pero un poco más volcado hacia este último campo aunque no del todo. Es cierto que circula una explicación ligada a viejos dioses babilonios que sostenían su culto en base al sacrificio de niños, y que ese dato histórico deviene mito cuando la película lo vincula con la permanencia de fuerzas espirituales en las imágenes, más precisamente las de esas típicas grabaciones caseras filmadas en súper 8, pero el sentido que instalan tanto la historia como el mito arman un cuadro social enfermizo en cuyo centro se encuentra la alienación familiar y el parricidio.
Sinister podría verse como un reverso sombrío y abiertamente perverso del mucho más sentimental -pero no menos perverso sino más por solapado- universo Spielbergque J.J.Abrams retoma en Súper 8 sin la enfermiza carga moralista, forzadamente naif y desviada de don Steven. Aquí todo es mucho más barato que en una de esas súper producciones, y el escritor que encarna Ethan Hawke es un escritor más de esa larga tradición hecha a imagen y semejanza de Stephen King, magnífico buceador serial de las puritanas pesadillas pequeño burguesas estadounidenses, cuyo imaginario vive más cómodamente en la clase B del otrora directo a video y las películas para TV que en el mainstream. Aquí el Mal reside en las películas familiares que el protagonista encuentra en la casa a la que acaba de mudarse, y la médula de su representación terrorífica no reside en los hechos sino en la percepción del registro del pasado familiar como aberración en sí misma. Es allí donde ocurre todo, vale decir entre las imágenes de las películas caseras grabadas en celuloide y la mirada de quien se vuelve adicto a ellas y a su sonido. Pequeño gran detalle este último. El efecto sonoro del paso de la cinta es usado con eficacia en varias ocasiones y hubiera sido, por sí solo, un recurso mucho más honesto, austero y devastador que el de adosarle efectos extradiegéticos a esas proyecciones originalmente silenciosas.
La puesta en escena de esta película dirigida por el mismo tipo que realizó El exorcismo de Emily Rose tiene una cualidad estética singular que la acerca a los mejores relatos de fantasmas japoneses, a ciertos climas turbios y virales de las películas de Kiyoshi Kurosawa, a ciertas bellezas plásticas de los viejos kwaidan. No busca asustar, sino perturbar. Y a pesar del imaginario un tanto pulp pero involuntariamente grotesco del final, durante la mayor parte del tiempo en que no se revela, lo consigue con creces. Hay actitudes de los personajes que no cuadran con el verosímil realista y la concentración espacial que la película propone. El aislamiento físico del protagonista, así como la intermitencia perceptiva de su esposa, por momentos se vuelven inconsistentes con el lugar dramático que ocupan, al igual que las apariciones y desapariciones arbitrarias de otro miembro de la familia. Pero también es cierto que esas debilidades son también las responsables de la condición casi fantasmal que terminamos por atribuirle a ese núcleo familiar habitualmente codificado por el cine estadounidense en una serie de convenciones rígidas de armonía, salud y funcionalismo que aquí van desintegrándose hasta la desaparición física y el apocalipsis simbólico, destrozadas por su propia representación ideal.
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