EOTOS_115.1_M7.0V3.0Como si se tratara de una especie de gula o de lujuria, los trabajos del lector curioso –del buen lector– no terminan nunca. Al día de hoy, apilados en mi mesita de luz, ansiosamente esperan su turno The Sense of Style, el último libro que Steven Pinker, bestia sagrada de las ciencias cognitivas, dedicó al ejercicio de la prosa; Limónov, de Emmanuel Carrère, supuestamente una de las mejores novelas (re)editadas el año pasado; las tres novelas posfranquistas de Juan Goytisolo editadas en un único volumen titulado El tríptico del mal (y que adquirí en saldo, bien por mí); y, por último, la cereza del postre, Hablemos de langostas, de David Foster Wallace. En total suman alrededor de 1500 páginas. Acerca de DFW, último nombre de mi obsesionante lista, no he leído aún una sola línea pero intuyo que ni bien abra la primera página de su libro lo amaré de inmediato.

¿Se puede amar a un autor incluso antes de haberlo leído o es mera pose? La cuestión está en el olfato, principal facultad del lector virtuoso: siempre hay algo para ir paladeando en los retazos aislados de información (recomendaciones, artículos, entrevistas) que a uno le llegan por los canales más diversos. En mi modesta experiencia de lector vicioso esas primeras intuiciones casi nunca defraudan.

Me pasó con Pinker y, cuando después de mucho buscar, conseguí The Language Instinct di inicio casi sin darme cuenta a una secuencia de reconversión de mis referencias teóricas que todavía perdura. Descubrí que el mundo podía girar al revés y, dispuesto a demostrarlo, me lancé a torear a los pobres docentes de ciencias sociales que, demasiado amodorrados por la práctica del credo culturalista y el ejercicio de polémicas ficticias, in absentia, tuvieron que soportarme mientras cursaba las últimas materias del profesorado. Sana diversión. Me pasó con Roberto Bolaño, con Bateson, con Fernando Vallejo,con Houellebecq, con Richard Dawkins, y no abrigo ninguna duda de que volverá a ocurrirme con DFW.

Por eso, mientras me concentro en El segundo sexo, que sí estoy leyendo ahora, en mi presente zen, procuro amigarme con el hecho de que con el otro ojo seguiré neurótica, permanentemente avizorando el futuro. Un amigo que sufre del mismo delicioso mal, pero aplicado a la música, denomina a esta configuración psicológica “vivir en el verbo”, aunque yo, hijo dilecto de los monoblocks de Villa Pueyrredón y de una infancia inconscientemente peronista, prefiero describirlo como una constante erección mental. Sepa, querida lectora, querido lector, que si ud. también vive al palo no debe avergonzarse de nada, que es un síntoma de salud y todo el truco reside en saber administrar su ímpetu. Por lo demás, puedo simplificárselo en las operaciones básicas: nunca arrancar por la obra principal, leer hasta dos o tres libros seguidos de un mismo autor y, a continuación, espaciar las lecturas y revisitarlo más adelante, porque para amar hace falta conocer, y conocer un autor, una obra, una persona, tarda años. Mientras tanto abreve en autores afines y en enemigos acérrimos. Busque fotos del personaje en cuestión, mírele minuciosamente la cara, que en nuestra especie es la pantalla externa de los procesos mentales.

The-End-of-the-Tour-Review

De manera que si ud. tampoco leyó aún a DFW no se amargue, The End of the Tour bien podría ser la puerta de entrada que andaba buscando. Confieso que cuando vi en el poster promocional de la película a Jason Segel, el actor de How I Met Your Mother y otros productos estadounidenses, y al rígido Jesse Eisenberg (Red social) mi fe titubeó. No daba ni dos pesos y, afortunadamente, me equivoqué. La mímesis de Segel con DFW causa impresión, por ejemplo, ciertamente da con el physique du rôle. Su corpulencia algo torpe y la expresión semiboluda de yanqui que ha mirado demasiada tele lo ayudan a conjurar el espectro del escritor, pero además está la manera en que asume su tono de voz mentirosamente neutro, en que mete una pausa en la conversación donde casi puede oírse el runrún de su pensamiento, los momentos en los que se pone oscuro, o denso, o agresivo.

The End of the Tour es una película conversada. Cuenta la historia real de la entrevista de una semana que el escritor David Lipsky (Eisenberg) le hiciera a DFW para la revista Rolling Stone, al poco tiempo de la presentación de su novela más importante, La broma infinita. Lipsky lee el libro, no lo puede creer y le ruega a su editor en jefe que le permita producir un reportaje sobre la nueva estrella de la literatura. Entonces agarra su bloc de notas, su grabadorcito de periodista y un auto alquilado, y se manda a buscarlo. DFW es todo lo que esperamos de él: vive en una casa modesta ubicada en un pequeño pueblo del estado de Illinois, con la única compañía de tres perros, y tiene una mala onda atroz. En el pueblo hace un frío de cagarse y se dedica a escribir y dar clases en la universidad local. Al principio, fiel al arquetipo yanqui del escritor huraño y reservado, se muestra reacio a que lo entrevisten, pero se ablanda al reconocer en Lipsky a un par, a otro escritor. A partir de allí se establece entre ambos una especie de camaradería primaria –DFW lo invita a que se hospede en su casa– a veces teñida por algunas tensiones, como cuando compiten para ver quién la tiene más larga, que permiten revelarnos la “verdadera naturaleza” del escritor. Están todos los condimentos que el espectador-lector más o menos conoce sobre su figura y su visión de mundo: sus críticas al American Way of Life, su lucha contra la depresión, sus problemáticas relaciones con el género femenino, su rechazo del éxito, vueltas y más vueltas. Por las dudas, le recuerdo al lector que DFW se mató en 2008, fortaleciendo paradójicamente la vitalidad de su mito y las ganancias de sus editores, como ocurre siempre, y la película explota ese desenlace trágico arrancando por el final. Lipsky reconstruye su relación con el escritor a partir de los cassettes y las notas sueltas que tenía archivados en su casa.

Un comentario final: nosotros atravesamos la peor mierda del neoliberalismo y la globalización, pero algo muy grave debió haber pasado en la cultura estadounidense de los noventa para que algunas de las mentes más sensibles y observadoras de aquella época –no puedo dejar de pensar aquí en otro de mis suicidas favoritos, Elliott Smith, con quien tiene más de un punto en común– optaran por quitarse la vida. Productos idiosincráticos del agotamiento de un modo de existir, daño colateral, víctimas no combatientes de sociedades que han resuelto prácticamente todos sus problemas materiales y ninguno de los humanos.

The End of the Tour (EUA, 2015), de James Ponsoldt, c/ Jason Segel, Jesse Eisenberg, Joan Cusack, 106′.

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