Hace ya varios años, en la revista La ventana de enfrente, Pablo Ventura escribía un sentido homenaje al inolvidable Robert Mitchum. Esa breve nota se encadenaba con un texto de hacía apenas una semana, en el que su muerte aparecía involuntariamente anunciada, y su leyenda apenas consagrada. Tiempo después, con la excusa de celebrar el nuevo homenaje que planea el ciclo Filmoteca en vivo en la Enerc, a cargo de Fernando Martín Peña, recordamos aquella última despedida:
«En el número pasado recomendé Adiós, muñeca (1975) de Dick Richards, y concluía un párrafo diciendo: ‘(…) Robert Mitchum, amén’. Así, sin saberlo, estaba despidiendo al más grande de todos. Digo sin saberlo porque, al momento de entregar la nota, MItchum aún vivía. Un par de días después se moría con la muerte de los justos, sin dolor, mientras dormía. Y tengo que decir que su muerte es para mí una pérdida personal: como la de un pariente querido o como la de un amigo entrañable. ¿Por qué? No cuesta mucho simpatizar con esa personalidad increíble, con su sentido del humor secreto pero implacable, con ese envidiable desdén por la figuración, la notoriedad y eso que llaman la gloria.
Quiero detenerme en dos películas. En Retorno al pasado (1947), de Jacques Tourneur, todo parece ser invadido por la tragedia. Plano a plano se muestra la absoluta imposibilidad de revertir los destinos. El hombre está en un bar. Mira la nada en el fondo de su copa. Le pesan los hombros y le pesa el alma. En ese plano, Mitchum se convierte en la puesta en escena de la desolación.
Y si yo me sentía cercano al hombre que buscaba respuestas sin encontrarlas jamás, fue viendo El Dorado (1967), de Howard Hawks, cuando pude comprender la ligazón espiritual que me unía a Mitchum, el postulado que completaba el teorema. Porque si en Retorno al pasado Jane Greer lo traicionaba una y mil veces hasta arruinarle la existencia, la fantasmal bailarina de El Dorado demostró que, para que un hombre duro se quiebre, no hace falta una mala mujer, apenas se necesita una que no nos quiera.»
Publicado en La vereda de enfrente, Nº 10, agosto de 1997.
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