Por Marcos Vieytes

El tema de Mañana me suicido no es el amor contrariado ni la confusión entre amor y matrimonio. No es ni siquiera el suicidio, por amor o por lo que fuere. De haberlo sido, el título sería tan irresponsable como cruel. Pero la despreocupada programación del acto que propone, es ya un indicio del exagerado sentido sentimental de la fatalidad con el que juega la película.

Es cierto que en esta comedia clásica de excelente primera mitad, y cambio de registro hacia el final, están todos esos elementos y algunos más, como el preponderante papel que juega el dinero en la subvención del espectáculo y del amor, pero lo que más les interesa a Schlieper y al guionista Enrique González Tuñón es la eficacia dramática de los géneros populares y el contraste entre el puro placer o el dolor sin matices, que estos renuevan vez tras vez en los espectadores, y el marchito afán de legitimación de la riqueza o de trascendencia espiritual a través de La Cultura que persigue vanamente la moral pequeño burguesa.
En tiempos de televisión en ciernes, una línea femenina de perfumes auspicia la hora radial de Clara del Valle (Amanda Ledesma), lánguida cantante lírica que interpreta canciones en francés acompañada de un pianista que maltrata tísicamente a Chopin. Como ya se lo imaginarán, el éxito de la audición es directamente proporcional a las energías de los ejecutantes. Ante la presión del sponsor (Osvaldo Miranda) y la terminante negación de la figura a cantar tangos, la música que la gente quiere escuchar, popular y chabacana según la intérprete, el publicista Ferrari no tiene mejor idea que hacerle declarar públicamente, a cambio de mil pesos, su imposible amor por la cancionista a un suicida frustrado por deudas de juego (Alberto Vila).


De allí en más, la comedia de enredos con identidades y sentimientos que se confunden y entrecruzan queda tan bien instalada como el suceso de público que genera la puesta en escena —mediante un radio teatro cantado— del casi fatídico amor no correspondido de la estrella y el enamorado. Pero el problema es que Clara realmente cree haber sido la causante de esa contrariedad y, fiel a su concepción folletinesca del romanticismo, se enamora de Enrique quien, por supuesto, sólo se interesará por la fama y el dinero que tal situación puede proporcionarle, hasta que sea casi demasiado tarde para darse cuenta de sus verdaderos sentimientos. Es entonces cuando la historia se disfraza de —ya que no se convierte al— melodrama y aparecen algunos de los más que fértiles problemas de la película. Y digo fértiles pues pasamos a ser espectadores de un tira y afloje apasionante entre el ritmo veloz de la comedia característico del director y los morosos tiempos del folletín hacia donde se inclina el libreto.
El triunfo de este último implica el desaprovechamiento de las virtudes que Schlieper tenía para las idas y vueltas de los desencuentros amorosos típicos de la comedia clásica, y obliga a que la pareja principal deba encargarse de la película en función del carácter íntimo del melodrama. Pero como ni Amanda Ledesma ni Alberto Vila gozaban de la ductilidad de Mirtha Legrand, Juan Carlos Thorry, Amelia Bence o Alberto Closas, sus personajes quedan estancados en el rol más o menos estático de la soñadora crédula y el canalla adorable. Por más que el guión permita la redención de uno —gastando por amor los dineros ganados fingiéndolo— y la revelación de la otra —aceptando la realidad al compás de un tango—, las máscaras de ambos no logran convencernos de la modificación sustancial de sus personajes.

Me pregunto, entonces, qué es lo que hace que la película conserve un encanto tan particular e indefinible a pesar del brusco desnivel genérico. Intuyo que se debe al carácter elegíaco que —consciente o no— terminan imprimiéndole sus autores. Ya para ese entonces la ficción radiofónica y, con ella, una determinada concepción del arte popular entonaba su canto del cisne y le dejaba paso al espíritu más lúcido y crítico (un par de secundarios identificados por los únicos apelativos de Sr. Capitalista y Poeta son ejemplo de ello) que impregna el primer tercio de la película.
Pero así como toda agonía está salpicada de instantes en los que la fuerza vital se impone fugazmente a la enfermedad, el tono ingenuamente romántico del folletín termina apareciendo casi diríamos que por voluntad propia, para adueñarse estilísticamente del argumento y obligarnos a suspender nuestra incredulidad característica de espectadores modernos y descreídos. Como cuando visitamos la casa de una abuela y en el cajón de la mesa de luz encontramos un poemario descascarado de Amado Nervo entre prospectos, fotos amarillas, el carnet de jubilado y algún que otro billete ya fuera de circulación.

Mañana me suicido (Argentina, 1942), de Carlos Schlieper, c/ Amanda Ledesma, Alberto Vila, Osvaldo Miranda, Héctor Quintanilla, Adrián Cúneo.

(Publicado en Adamar)