¿Cómo se hace para poner en pantalla un tiempo tan extenso –doce años- en los que casi no ocurre nada? Nada, al menos, de elementos que constituyan una progresión dramática, una alternancia de climas y anticlimas narrativos. Eso hubiera sido una película épica, el traslado de una historia a la espesura de un videogame de superhéroes, una estructura en la cual los personajes van superando obstáculos hasta llegar al objetivo final de la liberación. Brechner entiende –y lo pone en pantalla- que ese objetivo no depende de sus personajes (y la afirmación más tajante está en la forma en que acondicionan sus celdas para las visitas de la Cruz Roja, para luego quitarles todo lo que pusieron, o en las falsas entrevistas con miembros de esa organización, en las que solo pueden decir sus nombres), ni hay siquiera forma de repetir el romántico objetivo de una fuga como la que protagonizaron del penal de Punta Carretas. No hay épica posible ni rebeldía que libere en La noche de 12 años. Es, en todo caso, el relato de una derrota que se sostiene, interminable, con los años.
Habría que pensar a la película, por tanto, no como un relato de resistencia, sino como uno de supervivencia. Puede parecer que los dos conceptos van de la mano. Pero la resistencia implica la posibilidad de ejercer acciones voluntarias, la existencia de una relación de fuerzas de cierta equivalencia que se miden en un territorio, el establecimiento de límites o fronteras que se van moviendo en función de ese choque de fuerzas. Aquí, todos los límites están impuestos desde un solo lado, como cuando ese soldado anónimo, pinta en el piso de la celda un par de rayas que limitan aún más el espacio para los detenidos. No hay resistencia, no se cruzan esos límites por más absurdos que resulten: se roza, se toca la frontera, pero no se la traspone. La supervivencia implica aceptar esos límites a cambio de mantenerse con vida: Rosencof (Chino Darín), Huidobro (Alfonso Tort) y Mujica (Antonio de la Torre) son supervivientes condenados a la quietud, el silencio y el aislamiento, sin posibilidades de rebelión.
Volviendo a la pregunta del comienzo, lo que hace Brechner es convertir ese tiempo en inmóvil, acercándose a la percepción que tienen los tres presos. Es un tiempo detenido en la repetición (de gestos, de días y de espacios) y cuyas variantes son tan leves que no alcanzan a alterar, del todo, esa especie de loop al que están sometidos. En todo caso, lo que hace es que las variantes se estabilicen y comiencen a formar parte de la repetición. Si el tiempo se torna repetitivo no es solamente por los recurrentes cambios en los lugares de encierro, sino porque lo que se revela es la ausencia absoluta del exterior: no hay otra cosa que la celda y los mínimos espacios que las rodean, espacios cuya esencia es la invariabilidad. El afuera queda vedado, en tanto las ventanas se clausuran, están a una altura inaccesible, y cuando no, solo dejan ver los espacios de un territorio nuevamente ajeno y preso de sus propias repeticiones, como los cuarteles militares. La ruptura de esos tiempos es aparente, en tanto los segmentos que se dedican a cada uno de los personajes, están articulados sobre la base de las visitas que reciben (los padres y la hija de Rosencof; la hija de Fernández Huidobro; la madre de Mujica) y en las que circulan elementos de tensión que no logran resolverse del todo (la descompensación del padre de Rosencof, la hija de Huidobro preguntándole por qué no tiene manos, la madre de Mujica golpeando la mesa).
En todo caso, las visitas funcionan como la puerta de acceso al territorio particular de cada personaje. Y ese territorio está inevitablemente cifrado en relación con ese afuera al que no se tiene acceso. En ese momento, la película logra subvertir la temporalidad lineal. No se trata de una rememoración de los hechos pasados sino la construcción de sueños –o alucinaciones- que circulan por los personajes y de los que es imposible discernir si pertenecen a la órbita de los recuerdos o de los deseos a futuro (Rosencof jugando con su hija en una bicicleta; Huidobro en el camping con su mujer y su hija). Hay sin embargo, dos escenas que trascienden esas fronteras. La primera es el momento de la detención de Fernández Huidobro, articulada en una suerte de recuerdo doble –en tanto el punto de vista se va modificando en el desarrollo del relato- compartido con el Jefe Militar (César Troncoso) –“Ninguno de los dos va a olvidarse de ese momento” le dice Huidobro- en el que se restablece una linealidad más cercana a lo clásico. La segunda es la detención de Mujica, que se asoma a la experimentación en la que se mezclan el recuerdo de lo ocurrido y los signos de lo por venir: el enrarecimiento sonoro, pero también visual de esa escena en el bar (las voces se distorsionan, pasan a segundos planos; en un momento, Mujica ve a todos en el bar con capuchas similares a las que les ponen en el encierro) la desplaza de una descripción realista a otra alucinatoria de la que no está exenta la supervivencia del personaje a la cantidad de disparos que recibe.
El concepto principal de la película está allí: todo, absolutamente todo, está en la cabeza. Si las manos de los personajes son los elementos que sostienen la esperanza (la mano de Rosencof que escribe o se abraza con desesperación al cuaderno, las de Huidobro que aún esposadas se convierten en alas a los ojos de su hija, la de Mujica sembrando la planta que llevará en su liberación), la cabeza es el centro de todo el relato (como lo era en Mr.Kaplan, la película anterior de Brechner, en la que un viejo estaba convencido de que en una playa del Uruguay se había refugiado un criminal de guerra nazi). Las cabezas tapadas por las capuchas que no dejan ver, después de las primeras escenas en las que las vendas dejan entrever al convertirse en tomas subjetivas, algunas formas difusas que se intentan fijar con desesperación. Y también las que sortean los límites sin violarlos. Dentro de la cabeza de los personajes está ese código de comunicación –una forma contundente de poner en escena la idea de que “las paredes hablan”- personal e intransferible. El momento en que la pantalla se puebla de la traducción en letras de los sonidos que provocan los golpes de los nudillos en la pared es una sucesión de movimientos de piezas de un ajedrez que solo existe en la cabeza de los personajes. Si se sortea la imposibilidad de la palabra sin pronunciarla, es la cabeza la que reconstruye ese universo que los sonidos primero y la traducción después, evocan. De una manera similar, funcionan los momentos en que Rosencof escribe las cartas que sus propios carceleros le piden para sus novias: bastan algunos detalles para que el universo ajeno, absolutamente extraño y lejano, se corporice en las letras. De todas maneras, es en Mujica en quien esa idea se consolida de manera más persistente. No solo por el momento de su detención, sino porque su cabeza es la puesta en escena de una tormenta interminable que lo azota, compuesta de pensamientos (“Pienso, pienso, no puedo parar de pensar”), pero especialmente de sonidos, zumbidos, voces que vienen de algún lugar y tiempo imprecisos, como si fuera en él donde se verifica el objetivo militar (“Debimos haberlos matado cuando pudimos. Ahora los vamos a volver locos”). La cabeza de Mujica es el elemento en el que la disociación entre el adentro y el afuera se hace más evidente.
A diferencia de la enorme mayoría de las películas que abordaron situaciones ocurridas en las dictaduras latinoamericanas de los 70/80, La noche de 12 años elige correrse de los lugares comunes. El primero de ellos implica no abordar la historia previa de los protagonistas como una forma de comprender –o incluso, para algunos, justificar- la lógica perversa de la represión militar: sabemos que los tres eran miembros de Tupamaros, que la organización estaba desarticulada al momento del golpe de estado y vemos, de dos de ellos, y como ya se ha señalado, la recreación del momento de su detención. Pero lo que en otros relatos es el centro, aquí funciona de manera contextual: la pertenencia a una organización, la militancia política están en el inicio de la situación, y apenas están evocados. El segundo es la reticencia a caer en la mostración explícita de la tortura como método. Aquí se la muestra apenas en el primer traslado y no asume las formas más simbólicamente representativas (solo vemos la aplicación del submarino y algunos golpes).
De esos dos elementos surgen los hallazgos que sostienen y diferencian a la película, trabajando sobre la universalización de la situación. Por un lado, trascender la idea puntual de la tortura como la aplicación de un tormento físico sobre una persona, para convertirlo en una totalidad: el encierro, el traslado arbitrario, son una tortura. La privación de la libertad de manera caprichosa y la disposición sobre los cuerpos (y las mentes) como objetos (“Ustedes ya no son presos, son rehenes”) son en sí mismos, actos de tortura. Por otro lado, la película se despega de los personajes reconocibles y portadores de una posible simbolización. Solo para los militares siguen siendo Rosencof, Fernández Huidobro y Mujica. Lo que el apellido que se porta conecta con la historia previa, se clausura, se libera del peso simbólico de la militancia político-guerrillera. Sin dejar de ser lo que fueron, lo que hace la historia del cautiverio es despegar la condición de rehenes de los motivos que produjo la detención y focalizar en la condición de ilegalidad que revisten los actos militares. De allí que La noche de 12 años antes que la elegía o la épica de tres militantes tupamaros elige ser otra cosa. Elige ser la historia del Ruso, del Ñato y del Pepe, tres personas sumidas en la oscuridad de un infierno carente de lógica y de legalidad, y desde ese lugar se convierte en una de las representaciones más acabadas de lo que fueron las dictaduras militares en nuestro continente.
La noche de 12 años (Uruguay/Argentina/España, 2018). Dirección: Álvaro Brechnner. Guion: Álvaro Brechnner. Fotografía: Carlos Catalan. Edición: Irene Blecua, Nacho Ruiz Capillas. Elenco: Antonio de la Torre, Chino Darín, Alfonso Tort, César Troncoso, Soledad Villamil, Mirella Pascual, Silvia pérez Cruz. Duración: 123′.
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