Paul Thomas Anderson, en 2015, en la fortaleza de Mehrangarh, situada en lo alto de la ciudad de Jodhpur, sobre una especie de montaña, filma, en una de sus torres, a un hindú diciéndole que su padre, el padre de su padre y el padre del padre de su padre, subían a esa misma torre tal cual lo hace él, a alimentar a las águilas (o halcones) que allí se amontonaban de a docenas a buscar comida. Les daba pedazos, trozos de carne que agarraban en el aire o en el piso con sus picos y garras afiladísimas. El hindú le dice a Paul Thomas Anderson que las águilas (o halcones) lo consideran uno de ellos y viceversa; por eso no se agreden y se alimentan pacíficamente. Paul Thomas Anderson las filma mientras el hindú le habla en un idioma que no entiende y que le traducen. Uno que las águilas (o halcones) no necesitan saber para alimentarse allí arriba, como lo hacen desde hace siglos.

Paul Thomas Anderson, en 2015, sabe que su documental Junun está ahí, en esos dos o tres minutos donde filma al hindú que alimenta águilas (o halcones) en esa torre, mientras comparte el ritual con su cámara. No abajo, más abajo, adentro de la fortaleza donde Shye Ben Tzur y Jonny Greenwood, rodeados de músicos de Rajasthan Express, intentan grabar un álbum de nombre homónimo al de la película llamado Junun.

Abajo, adentro de la fortaleza, la luz se les corta en medio de la grabación.

Abajo, adentro de la fortaleza, no hay agua potable y hace mucho calor.

Abajo, afuera de la fortaleza, “el exotismo” de la India (¿por el que Anderson se sintió tentado, en una primera instancia, más allá de su amistad con Greenwood?) termina conjugándose en la miseria y pobreza exasperantes de un país de tercer mundo gigante, plagado de lenguas y religiones que no se llevan muy bien entre sí.

Abajo suenan trompetas, tambores, instrumentos hindúes de nombres particulares, propios, con sonidos que rozan lo ancestral, lo antiguo, vigorizados por las computadoras de Greenwood y la voz catando en hebreo de Ben Tzur.

Abajo no hay película, hay música, y Paul Thomas Anderson sabe que no puede filmar música. No él. Los videos musicales que graba para Radiohead o Haim son cortos que se llenan con la música de estas bandas y no viceversa. Por ello en Anima (2019) tuvo que intervenir la danza en la puesta en escena. Acá, en Junun, no hay danza. Hay palomas molestas en los techos, que un productor inglés quiere echar con la palanca de un micrófono. Acá, en Junun, hay alfombras viejas y decoraciones barrocas que dejan entrever un lujo que los habitantes que rodean la fortaleza, no tienen. Acá, en Junun, Paul Thomas Anderson sabe que no tiene película (documental) a menos que salga a filmar águilas (o halcones) hambrientos en las torres.

Quizás por esta razón, Paul Thomas Anderson es descuidado en la puesta en escena. En el uso de la cámara. En los focos de las lentes. Pues todo lo que parece “artesanal” y “natural” es, en realidad, una muestra de desgano estético y fílmico de una música que, por momentos -y sólo por momentos-, suena fabulosa y que no alcanza a construir un film sólido más allá del disco en proceso de grabación. Ninguno de los músicos, además, es carismático como para sostener el hipnotismo de un documental que quiere jugar a ser hipnótico y termina siendo, en cierto punto, irónico.

Paul Thomas Anderson no quiere que se le note (mayormente) esa ironía y por eso vuelve al cielo. Abre ventanas y eleva un dron para que filme una ciudad, abajo, que no tiene nada de atractivo salvo sus casas y calles y personas hacinadas; que no tiene ningún color o relieve que sobresalga y potencie una música que suena potente pero que se desvanece en imágenes intrascendentes que no la ameritan.

Paul Thomas Anderson parece filmar lo que puede y no lo que quiere y se da cuenta de ello en el acto mismo de filmar: de prender su cámara y capturar una escena, un cuadro que se repite una y otra vez sin mayor contraste de montaje; no obstante, la música le disimula este desfasaje (artístico) entre querer y poder. Le disimula la película que no termina de brotar, de nacer, de gatear, de caminar y de correr. Junun es más disco que película, sin dudas, pero Paul Thomas Anderson filmó durante dos o tres minutos a un tipo que decía ser el heredero de una casta de hombres que alimentaban águilas (o halcones) en el cielo, y por eso ella lo tomaban como un igual.

Y viceversa.

Esos dos o tres minutos valen, de lejos, los otros cincuenta que dura el resto del metraje.

Valen este documental medio escondido para estas partes del mundo que Paul Thomas Anderson, después de cinco años, le otorga a la plataforma MUBI (es su única película subida en esta plataforma); le otorga con un poco de pena y de gloria a los fanáticos de su cine que todavía extrañan (¡extrañamos!) que mate dioses a martillazos en pistas de bowling; que sirva bocados de comida envenenada en bocas enfermas de amor para, después, volver a servir otros bocados en las mismas bocas, pero con el antídoto adecuado que cure el veneno ingerido, por seguir ingiriendo.

Calificación: 6/10

Junun (Estados Unidos, 2015). Dirección: Paul Thomas Anderson. Edición: Andy Jurgensen. Intérpretes: John Greenwood, Ehtisham Khan Ajmeri, Nihal Khan, Nathu Lal Solanki, Narsi Lal Solanki, Aamir Bhiyani. Duración: 54 minutos. Disponible en Mubi.

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