“Resumiendo: lúcidos y, por lo mismo, cínicos con respecto a los valores que rigen a la clase de origen, estos tránsfugas se internan en la zona de la contra-sociedad, pero permanecen en la soledad y no logran entrar en ella. Aislados a pesar de ellos mismos en el centro de la zona que han escogido para vivir, no dejan en cambio de quedar referidos y referirse a aquella otra de la que han venido. Envueltos en un complejo de dependencia practican el mal sin olvidar el bien, se bañan en los lugares más infectos pero sin dejar de recordar ni por un momento los valores que gozan los que están en la otra zona. Cohabitan con prostitutas para desenterrar del corazón a alguna mujer pura, y de pronto, cuando alguno de los que pertenecen a la zona en la cual han elegido vivir y afirman querer hundirse, los trata de igual a igual, tienen entonces la centelleante revelación de que esa igualdad no existe y que el destino los obliga  a traicionar y a investir por segunda vez, el papel de tránsfugas.”

Oscar Masotta.

 Juan Moreira, el que fue impactante noticia de las crónicas policiales de finales del s. XIX con su muerte rodeada de policías en un prostíbulo de Lobos, el que supuestamente fue con su cráneo juguete de Perón cuando éste era pequeño, el que fue best-seller en la pluma de Gutiérrez, el que fue pionero del teatro nacional en la dramaturgia de Podestá, el que fue éxito de taquilla histórico en el ojo de Favio, en su cine, ese, ese mismo, este último más bien, el traidor, el nuestro.

Juan Moreira, el de Favio, el que desde los prolegómenos de su producción quiso traicionarle la cara mestiza, criolla, americana, picada de viruela con barba rabínica, por la del gran actor japonés Toshiro Mifune, por su mirada “achinada” en plano corto, por su voz al español doblada y terminó siendo traicionada -entre el capricho y la ironía- por la de Rodolfo Bebán, el galán de la época, el actor de telenovelas, el de los ojos claros como el cielo que iba a admirar retóricamente en los momentos más sublimes de la película.

Juan Moreira, el de Favio, el traidor traicionado; al que la burguesía y el Estado traicionó primero entre la firma que no sabía firmar y el cepo medieval en cuello y muñecas punitivo, humillante, doloroso, terrible.

Juan Moreira, el de Favio, el que va a traicionar la paz de su esposa (Elcira Olivera Garcés) y de su hijito para buscar venganza; no revancha, venganza en los vientres apuñalados y desgarrados de Sardetti, del Teniente Alcalde (Eduardo Rudy), de los que lo habían traicionado primero.

Juan Moreira, el de Favio, al que se le disputaban el nombre con violencia (política) en su entierro mientras su mujer caminaba en procesión, santa, santificada en puro luto, sin saber -quizás- que había sido traicionada por ese marido (ya) muerto en brazos de una prostituta en un tugurio en Lobos, donde fue arrinconado, donde Chirino le clavó la bayoneta en la cumbre -¿guiño al Arcano XVI?- de la tapia que le prometía, de ser traspasada, un poco más de tiempo en libertad, de ser él mismo sin traicionarse (quizás).

Juan Moreira, el de Favio, el héroe romántico tardío, marginal, traicionando al gauchaje y al pueblo que lo había ungido como héroe volviéndose un guardaespaldas, un matón pendenciero de la oligarquía política; de los políticos que sumían en pobreza y marginalidad a ese gauchaje, a ese pueblo.

Juan Moreira, el de Favio, el que traicionaba -con amenaza de puñal y látigo- la voluntad política del analfabeto, del gaucho, del pueblerino que en las votaciones a voz cantada no votaban al que él quería, al que a él le habían pagado para que obligara a votar.

Juan Moreira, el de Favio, el que traicionó la presencia, el cuerpo del actor que hacía de la Patria durante la fiesta popular -entre payasos, kermeses y circo criollo- en la que se pavoneaba como seguridad de los políticos recibiendo facones carísimos de regalo; ese equilibrista que encarnaba simbólicamente la precaria armonía de la Nación y terminó como el único herido (¿bala perdida?), desangrándose, agonizando, muriendo en una jornada de campaña política, en una jornada de caretaje “democrático” que Moreira protegía, donde Moreira mataba para proteger.

Juan Moreira, el de Favio, el que traicionó la orden alsinista de matar al candidato mistrista, Marañón (Carlos Muñoz). El que traicionó a Alsina para volverse de Mitre, después.

Juan Moreira, el de Favio, el que traicionó a la muerte con las artimañas del truco para ganarle la partida; el que traicionó la vida de su propio hijo ganándole a la Muerte (Alba Mujica) precisamente, lejos de la sabiduría del Antonius Block (Max von Sydow) de El séptimo sello (1957) de Bergman que sabía que mientras más se dilatara la partida, más alejaría a la Muerte (Bengt Ekerot) de las personas que quería.

Juan Moreira, el de Favio, el que se traiciona a sí mismo no clavándole el puñal al payador en la pulpería que le canta con arte y estoicismo todo lo traidor que era, que es, que no debiera ser, mientras la cámara en un picado cenital, entre tarros con fuegos dantescos, le impone uno de los ojos de (un) dios para su condena: el nuestro, el de los espectadores, ahí, cíclopes de un infierno posible, con sus purgas, con su tertulia bien argentina.

Juan Moreira, el de Favio, el traidor de los cielos radiantes -por más que en cámaras aparezcan nublados- con su oscuridad minuciosa, espesa, turbia, gaucha, nuestra.

Juan Moreira, el de Favio, el que traiciona en el final de la película a su propia muerte (la histórica) resistiendo al filo de la bayoneta de Chirino, revoleando el poncho y el facón como torbellino entre la música épica: la música que lo sublima en una eternidad, curiosamente, nada complaciente.

Juan Moreira, el de Favio, el de Borges también en “La noche de los dones”, el que traiciona (es usado para traicionar más bien… sirviendo de modelo) la vieja épica borgeana del gauchaje temerario y valiente que en gritos como los de Tadeo Isidoro Cruz hacían una patria, una literatura nacional al menos.

Juan Moreira, el de Favio, el que le confiesa al Inodoro Pereyra de Fontanarrosa que no quiere traicionar su libertad encerrándose en un galpón cinematográfico. El que se estrenó en el 73 siendo un gran éxito de taquilla hasta el día de hoy. Siendo lo que no pudo ser nunca la única película realmente esencial del cine argentino -la misma que estaba lista en ese año 73-:Los traidores del gran Raymundo Gleyzer; esa que, a diferencia de la de Favio, no se pudo estrenar ese año, ni se pudo estrenar comercialmente, nunca.

Juan Moreira, el de Favio, la película más extraordinaria del cine argentino; la del Judas necesario para un Cristo (¿criollo?) aún por ungir; la que quizás ya advertía y anticipaba de las traiciones entre los imberbes echados de la plaza y López Rega almorzando con Mirtha Legrand; la que en el día de la fecha, con más del 100% de inflación anual, se disputan, todavía, simbólicamente, ideologías políticas, partidarias, tan disímiles como similares en un mismo punto: el de la traición; la nuestra; la que necesitamos cada día a pesar de nosotros mismos (a veces) para seguir sobreviviendo un poco más bajo este mismo sol argentino.

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