El espectáculo ha perdido las fronteras. En la calle, en las escaleras que conducen a la sala, en el pequeño bar de recibimiento, un Ícaro furioso y demandante despliega su arte. Su arte ganado con empeño y convicción cuya historia es la que cuenta, a quien quiera escucharlo. Como en el mito de las alas, el vuelo resulta trampa, anhelo de gloria y caída presurosa. Este Ícaro vestido con andrajos, que acarrea sus eximes pertenencias en un viejo carro de supermercado, batalla con quien aún les son fieles para decirnos las mentiras y verdades que se tejen en su manto de consabido reconocimiento. Pero detrás de cada costura se esconde un secreto, una negación, un doloroso ocultamiento que es carne y apariencia de toda máscara.

El dramaturgo Matías Payer revive la leyenda de aquella criatura mitológica que consiguió alas solo para dirigirse al sol en un joven alter ego, escritor que declama un éxito que solo en su lenta deconstrucción podemos entender de qué se trata. Ícaro (Ariel Nuñez) farfulla sus frustraciones mientras entran a escena personajes de sus obras y amigos de su vida, confundidos en esa catástrofe que es siempre el éxito que embriaga y nunca despabila. La obra se acomoda cuando pasan los primeros minutos: Baldo (Pol Ajenjo) anuncia la inminente llegada de los “Dueños”, sombríos titiriteros que reclaman propiedad y control sobre cualquier creación posible que realice el artista. Baldo es el personaje autoconsciente de la obra, pieza del humor que entra y sale de la ficción para recordarnos que esa historia ya se ha contado, que la hemos vivido, que siempre está pronta a regresar.

En un escenario atestado de objetos que denotan la simbiosis entre verdad y representación vemos libros colgando de los cielos, vestuarios que cambian de signo, actores que se transforman ante nuestros ojos, una habitación en penumbra que se revela absurdo infierno. Junto con Baldo aparece Yoana (Camila Giudice), víctima de las desgracias teatrales que ha imaginado Ícaro para su propia consagración, revés de esa seductora riqueza que parece ser su recompensa a tanta imaginación. La obra logra sostener el clima cuando se concentra, cuando la entrada y salida de personajes da pie a que la puesta dialogue con el espectador y no lo bombardee demasiado. Las entradas del misterioso Presentador, mala conciencia del propio Ícaro y secreto Rasputín de los indecibles “Dueños”, se aprovechan sobre el escenario, cuando debajo de la palabra pomposa se intuyen los temores que el propio Ícaro experimenta frente a esa aparición.

Payer logra que la obra crezca a medida que avanza, que cada escena sea mejor que la anterior. Por ello las últimas apariciones de Baldo son las más divertidas, las de Yoana las más trágicas, las del mismo Ícaro el sostén de su propia soledad. Ariel Nuñez logra dar una actuación solvente para un personaje que debe ir revelándose ante nuestros ojos pese a que creemos conocerlo de antemano. Su ambigüedad entre deidad y maleficio, entre prepotencia y mascarada, entre lamento y soberbia es lo que mejor consigue. Bien por haber conseguido que una historia mil veces contada tenga el aura de un renacimiento.

Ícaro: Pequeño misterio sobre el éxito. Dirección y dramaturgia: Matías Payer. Asistente de dirección: Aimé Coca, Guzmán. Producción: Guido Formicelli, Guido Gastaldi, Teatro Porteño. Producción ejecutiva: Guido Formicelli. Luces: Florencia Carboni. Vestuario. Elisa D’Agustini. Sonido: Alexis Absy. Escenografía: Gun Otero Kemerer, Pol Ajenjo. Maquillaje: Marita Jara. Diseño gráfico: Victoriano Pololla. Audiovisuales: Ears producciones. Elenco: Ariel Nuñez, Pol Ajenjo, Camila Giudice, Diego Gallardo. Sala: Teatro Porteño. Funciones: Viernes 20:30 hs.

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