Ojos de agua perforados por el cielo, por meteoritos en un México pre maya que luego fue maya; en un México que no era México y que ahora duda de serlo, de seguirlo siendo. Ojos de agua que hablan lenguas indígenas, que se fagocitan y mezclan con un español rural, sencillo, para recordar sus leyendas, para narrarlas, para inmortalizarlas. Ojos de agua que lloraron sacrificios humanos, que conectaron y alimentaron dioses con ahogados; que dan, a cambio, vida en lugares áridos, inhóspitos, inaccesibles. Ojos de agua misteriosos, arcanos más bien, peligrosos, traicioneros, calmos, al acecho, siempre. Ojos de agua que se conectan entre túneles y cavidades subterráneas, laberínticas. Ojos de agua donde viven peces y más peces. Ojos de agua reacios a la luz del sol, tímidos a ella más bien. Ojos de agua cristalinos, azulados, aturquesados, verduzcos a veces, siempre oscuros en su interior, en sus fondos, entre sus cavernas. Ojos de agua a cielo abierto, a cielo semiabierto, entre grutas. Ojos de agua silenciosos, no mudos, silenciosos. Ojos de agua donde se realizaron saltos de fe, donde las palabras todavía siguen saltando hasta sus profundidades por más que no haya más dioses para ponderar y las súplicas sigan siendo las de siempre: esas que piden abundancia, que piden que no haya pobreza, que piden, al menos, una mínima prosperidad para poder vivir y no seguir sobreviviendo a duras penas.
Kaori Oda, que ya en Aragane (2015) se había metido en las profundidades minerales de las montañas y minas bosnias, supo de estos ojos y los entuerta con su cámara y edición: manipula imágenes, fotogramas, tintes, focos, colores, matices. Manipula la belleza simple de estos ojos y la sublima induciéndola. Es como si se aburriera de esta simpleza; como si no se la tolerara. Entonces, interviene. Sublima. Induce. Monta, desmonta fotogramas subterráneos, acuáticos, con cámara en mano persiguiendo peces indiferentes, rogando porque haya aparecidos, fantasmas, monstruos marinos, dragones legendarios emergiendo desde estas profundidades y nada. Sólo hay cenotes.
Muchos cenotes.
Quizás siempre el mismo.
Kaori Oda nunca lo deja en claro. Sí deja en claro con diferentes voces en off (habladas en castellano a veces, en lengua indígena otras) que advierten sobre los cenotes, que recuerdan el poder milenario de los cenotes, que reavivan los miedos ancestrales de los cenotes. Todas estas narraciones, todos estos recuerdos son terribles: muertos, suicidados, sacrificados, desaparecidos. Ninguna leyenda es benigna alrededor de los cenotes. Por ello, al parecer, Kaori Oda se mete y bucea entre ellos intentado confirmar semejante oscuridad, semejante, ¿maldad?
Pero, nada de esto hay.
Todo lo contrario. Bucear entre ellos no es más que un ejercicio de paz, uterino, donde los sonidos del mundo se apagan, donde el tiempo se vuelve más lento, donde la gravedad se disipa, donde los colores del sol se destiñen, donde las profundidades de cuevas y grutas se delatan en su propia parquedad milenaria.
Ya no hay dioses viendo y viviendo entre los cenotes. Dioses conectados a través de los cenotes. Sólo hay leyendas de que los hubo. Ahora sólo está el México rural, pobre, escaseado, precario, campesino que vive el día a día recordando un pasado lejano del cual tampoco está convencido del todo que fuera mejor que éste presente que lo interpela.
Kaori Oda entiende, entonces, quizás, entre los múltiples rostros, facciones, miradas y voces en off de niños, niñas, hombres, mujeres y ancianos que multiplica paulatinamente intercalando entre los cenotes que filma, que si ya no hay nada misterioso en ellos, nada divino, pues que haya, al menos, un atisbo de belleza perturbadora conjurando… y, repitiendo de modo estético y conceptual ciertos procesos de edición y montaje a lo Leviathan (2012) de Verena Paravel y Lucien Castaing-Taylor y de La salvaje y azul lejanía (2005) del gran Werner Herzog, deja que lo inexpresivo se transforme en simbólico; que lo parco, se estalle en colores inexplicables, ficcionales, acuáticos, difíciles de describir, sumamente hipnóticos, como queriendo transformarse en imágenes que se filman por primera vez; belleza que brota, que nace en una pantalla por primera vez. Y este coqueteo con “lo original” vuelve a Cenote de Kaori Oda un documental imperdible, para disfrutar, primero, con y entre los sentidos más primarios para recién, después, intelectualizar, poética y filosóficamente; para creerse -de un modo u otro- esa belleza de colores líquida, hídrica, uterina, linfática y no desconfiar de las manipulaciones (estéticas) que la moldean, que la forman más bien.
Pues Cenote de Kaori Oda es eso: un documental breve, cinematográficamente artesanal, de apenas hora y cuarto aproximadamente, que forma belleza(s)… que recuerda leyendas, que coquetea con simbolizar sublimaciones misteriosas induciendo a ellas aunque siempre opte por quedarse con la poética perseverancia del agua: Esa que desde tiempos inmemoriales brota de la tierra mexicana para dar vida; esa que sigue añorando, al parecer, aquellos sacrificios humanos que, litúrgicamente, tanto la honraban y ya no están por más que cierta identidad originaria, indígena (¿maya?) siga corroyendo el inconsciente colectivo de estos campesinos que aún continúan percibiéndose interlocutores de dioses huidos, exiliados, con ganas, quizás, de volver a emerger desde algún descuido cósmico, desde algún cenote que reclame por el sacrificio adeudado.
Calificación: 9/10
Cenote (México, 2019). Guion y dirección: Kaori Oda. Fotografía: Kaori Oda. Elenco: intervenciones de Araceli del Rosario Chulim Tun y Juan de la Rosa Mibmay. Duración: 75 minutos.
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