Cuatreros es el quinto largometraje de Albertina Carri. Es la quinta vez que la directora expone las grietas de su pasado, de su historia, de su familia. Es la quinta vez que su cine surge al mismo tiempo como tarea imposible y como única forma de ir en busca de ese pasado. Pero es la segunda ocasión (la primera fue la ineludible Los rubios) en la que la directora recurre a la potencia devastadora del documental –potencia singular que sólo ella encuentra al poner su cuerpo y su voz como procedimiento principal- para partir el mundo en mil pedazos. Es la segunda vez que sale en busca de sus padres desaparecidos –y de todo lo que falta con ellos- a través del cine.

En Cuatreros falta un padre y falta una película, hecha a su vez por otro desaparecido (el cineasta Pablo Szir). Falta un padre escribiendo un libro sobre un bandido del Chaco y falta la película sobre ese bandido. Por el contrario, lo que sobran son muertos, “un camión de muertos”. A todo ese pasado de ausencia de cuerpos y de caras, de supuestos y de mitos, Carri intenta darle un orden formal que no obedece a otra cosa más que a la subjetividad de una memoria hecha de fragmentos, de pedazos sueltos y dispersos a lo largo de la historia, en donde las certezas son pocas y en general tienen que ver con algo que ya no está, que ya no puede recuperarse. Eso es lo que vemos. Eso es lo que hace Carri al iniciar la película leyendo la introducción de Isidro Velázquez: formas prerrevolucionarias de la violencia, el libro escrito por su padre a fines de los sesentas donde se da cuenta de las andanzas de ese bandido rural del Chaco. Lo concreto como signo de la convicción, la materia escrita como prueba física del presente que sobrevive al pasado. Ese es el punto de partida de Cuatreros. A eso le pone imágenes la directora. Con eso llena la pantalla.

Pero luego de este prólogo las imágenes se multiplican y la pantalla se divide. El cine como totalidad, como absoluto, se vuelve territorio de disputas entre la verdad y el mito, el viaje comprende un doble trabajo de lectura donde lo que se pone en juego son los distintos grados de significancia: lo que significaba Velázquez para Roberto Carri, el padre de Albertina, y lo que significa este padre para ella. Y es justamente allí, en el «ombliguismo» del que se parte para establecer una mirada sobre el mundo y que más de una vez es mencionado por la directora, donde Cuatreros da con la frase que la justifica y que bien puede aplicarse a todo el cine de la directora: “Esto se trata de lo que hacemos los hijos con lo que hicieron nuestros progenitores”.

¿Qué hace Carri, entonces? En principio intenta reconciliarse con ellos, intenta comprenderlos. Y para eso vuelve al cine una y otra vez. Vuelve a las imágenes, los (se) busca en ellas: mira Ya es tiempo de violencia, de Enrique Juárez (otro cineasta desaparecido), y sale convencida de haber visto la mejor película argentina de todos los tiempos. Y lo dice y lo grita, y, de algún modo, logra entender un poco; incluso reconoce, aun cuando no logre encontrarlos allí, que ella hubiese hecho lo mismo que sus padres de tener la edad suficiente en aquella época. Luego se sorprende de las similitudes que las primeras páginas del guion de la película perdida sobre Velázquez guardan con el inicio de Los rubios. En ambos casos se trata de un grupo de personas explicando una película posible. En ambos casos el cuerpo y sus fragilidades es lo que está presente.

Es verdad, el procedimiento formal en Cuatreros es similar al aplicado por Carri en Los rubios, con la diferencia de que los cuerpos que allí se ponían en movimiento son traducidos aquí por la narración de un viaje lleno de imágenes que no hacen más que representar un sinfín de interrogantes sobre la propia historia: si en Los rubios Carri aceptaba la influencia del pasado como condición que determinaba su presente –ser hija de desaparecidos-, pero elegía asumirse como cineasta antes que otra cosa (las pelucas rubias que todos se colocaban sobre el final, la interpretación que Analía Couceyro hacía de la propia Albertina), aun cuando esa tarea le deparara más incertidumbres que certezas, en Cuatreros la contundencia de sus palabras es mayor: porque allí donde la historia le sigue reclamando un compromiso colectivo, Carri elige hacer caso a su ombliguismo, a su subjetividad, que no es otra cosa que el lugar del que parte la memoria para establecer su posición: dentro de ese torrente de palabras e imágenes que se atacan unas a otras, que se anulan a sí mismas o se realzan, que pugnan todo el tiempo por adueñarse del centro o de la totalidad de la pantalla -que funciona a su vez como una subjetiva de la cabeza de Carri, de toda esa historia que la atraviesa y no la abandona nunca-, a la directora le bastan apenas un puñado de líneas y planos para destrozar la revolución china y la cubana. Lo mismo hace sobre el final cuando afirma que en 2015 la derecha peronista le entregó el poder a la derecha neoliberal. O cuando dice que Mariano Llinás es un gorila. No sé en cuántas películas argentinas actuales se dice todo esto. No sé en cuántas películas en general se puede encontrar esta sinceridad de la forma, que nada tiene que ver con el cálculo y la provocación. Me arriesgo a decir que son muy pocas, o ninguna.

En Cuatreros Carri habla y mucho, y esa verborragia habilita otros espacios más íntimos, que comprenden la amistad –la suya con Lita Stantic, esposa de Pablo Szir- y las relaciones amorosas –la escritura de la propia película junto a su esposa, esa notable escritora que es Marta Dillon-, la maternidad y el sueño pequeñoburgués de tener una familia que tarde o temprano termina viniéndose abajo: otro tipo de imposibilidad que ya estaba presente en Géminis y en La rabia, sus películas de ficción, y que sólo se sostenía allí a partir de lo que se callaba o se ocultaba, hasta que un grito final terminaba revelando esa oscuridad latente.

Por momentos Carri es contundente y asertiva; por momentos duda y no da más, pero inmersa en ese torbellino de historias perdidas y recuperadas, y acaso dejándose llevar por la inercia del pasado que opera como una extraña influencia de la que parece imposible librarse (Los rubios cerraba con la canción/versión de Charly García que llevaba por título esa palabra), su cine encuentra una de las mayores virtudes, que es la de celebrar la contradicción como parte de la vida, la de hacerse cargo de que “a veces, para sobrevivir, hay que olvidar”, y al mismo tiempo saberse consciente de que “las imágenes no están, que los cuerpos no aparecen y que uno no logro olvidar”.

En ese vaivén emocional que hace de Cuatreros una película singular e inigualable, sostenida por la potencia arrasadora de las palabras que intentan darle un sentido posible a todo ese caos visual que yace en la memoria de la directora, Albertina Carri se vuelve una mujer querible pero inabordable, solitaria. No pertenece a ningún lugar. No hay forma de ubicarla ni de aprehenderla. Es una mujer inconquistable. Como Velázquez y como su padre, Carri cabalga sola, y en esa montada a pelo hacia el pasado, por convicción o porque ya no se puede hacer otra cosa, el cine se vuelve una vez más el único camino posible para representar eso que está roto y que ya no va a recomponerse, para exponer las heridas, para hablar y reconciliarse, en la medida que se pueda, con los muertos y la historia.

Cuatreros (Argentina, 2016), de Albertina Carri, 83′.

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