Una historia minuciosa de las múltiples vejaciones a un niño de piel oscura a manos de personas de piel clara en aldeas rurales de Europa del Este durante la Segunda Guerra Mundial. Blanco y negro. Fílmico.

Primera escena: Un niño de ojos grandes corre acunando a un huroncito o una ardillita peluda. Huye de algunos púberes que lo persiguen y rápidamente le dan alcance, matan a lanzazos al animal y lo prenden fuego mientras el niño (y nosotros espectadores -la mirada, el ojo superpuesto-) observamos con horror mudo el episodio.

Segunda escena: Gran plano general, cabaña en medio del campo. Casi en el centro, un aljibe. De un palo esbelto cuelga una soga larga en cuya punta hay un balde que se mece, lento e hipnotizante. Luz delicada con focos puntuales y difusiones mágicas. Texturas ultra sensoriales sólo posibles con registro en fílmico. Objetos y rostros salen de la pantalla y nos tocan. Alternancia elegante y eficaz entre lo general y el detalle. Sublime.

Me detengo con detalle en las dos primeras escenas porque dan cuenta de la clave de la propuesta: la colisión entre la belleza fotográfico/sonora y la truculencia de la historia. Colisión que convierte a la película en un producto revulsivo o, si nos ponemos a la moda y usamos eufemismos, “controversial”. Cruel según la etimología de la palabra: “que goza haciendo sufrir a los demás y se recrea en la sangre».

A los cuarenta minutos, un campesino que sospecha que su empleado se interesa por su mujer no tiene mejor idea que arrancarle los ojos con una cuchara y tirar los globos oculares al piso donde un gato que acaba de fornicar a los gritos limpios con la gatita del buen campesino los lame en primerísimo primer plano con fruición y parsimonia mientras que se escuchan los gritos desgarradores de la víctima y el niño protagonista observa mudo la escena. El campesino dice: “ya no vas a poder mirarla”, se retira y le da una golpiza fuera de campo a la mujer. Por las dudas. El sonido se encarga de que nos duelan los golpes. Nuestros ojos y nuestros oídos son vejados como el protagonista y como otros personajes de la historia.

El tratamiento sonoro equipara a la fotografía en cuanto a su exquisitez. Tanto los timbres como el volumen y la focalización hacen estallar el morbo de la mirada construyendo con eficacia el shock perceptivo. Los sonidos de lo horrendo, al decir de Michel Chion, aparecen muchas veces fuera de campo; detrás de puertas, sobre la cara del niño que al comienzo mira estupefacto.

Esos primeros cuarenta minutos son los peores de tragar por el bombardeo de “atracciones” -en el sentido «eisensteniano» del término-: lo que sucede y la puesta en escena son tan traumáticos que generan el shock perceptivo que buscaba el maestro ruso en la primera parte de su obra. Pero luego, la sucesión de atrocidades hace que lentamente el relato se torne inverosímil y la intención cruel vaya perdiendo poco a poco su efecto inicial. Se ingresa en una espera sin sorpresas respecto de las “nuevas” maldades que desfilarán tanto ante nuestra mirada como ante la del niño.

Basada en la novela homónima de Jerzy Kosinski (1965) -autor de la famosa Desde el jardín-, que, presentada como autobiográfica, pronto se develó apócrifa, cuesta entender el sentido de la realización de esta película. Insistiendo en tratar de comprender y viendo que se trata de una coproducción checo-ucraniana, podría pensarse en la necesidad de interpelar la crueldad de la guerra. Pero no, porque absolutamente todos los personajes (a excepción del cura interpretado por Harvey Keitel) son de una maldad tan pura y sin motivo, que pretender que la misma sea producto de la guerra resulta forzado. Porque la maldad parece innata y común a todos. Una maldad detallada, sádicamente creativa en pergeñar torturas y vejaciones, no bestiales sino humanas. La Historia es generosa a la hora de darnos ejemplos de maldad. Pero el problema de la película es que en sus tres horas de duración lo único que existe es maldad y eso es lo que la hace irrespirable al inicio y previsible al final. El niño, que inicia su periplo a los seis años, se convierte en una especie de Bruce Willis inmortal, o incluso un personaje de videojuego, que sortea todos los obstáculos, obstáculos de igual jerarquía y distinto maquillaje, mientras que la lógica de la diégesis nos indica que no debiera pasar vivo de la segunda escena. Lo extremo de los desafíos eleva el relato casi a una parodia infernal y caricaturesca. Y lo que al inicio le/nos resulta insoportable, avanzada la película lo/nos deja más o menos anestesiados. 

La estructura en forma episódica hace que, al pescarla, un par de capítulos nos anticipen el total y en la repetición no asome la diferencia sino cierto tedio angustioso. 

Al ser tan malos los personajes la identificación es imposible. ¿Y la identificación con el niño? El niño es una especie de súperhéroe mudo que sobrevive con fuerza titánica a situaciones que destruirían al más fuerte y adulto. Nadie le da un respiro, o, el que se lo da, termina ahorcado o muerto de tuberculosis. El niño, el “pájaro pintado” del título. El “pájaro pintado” refiere a una especie de juego de chicos de zonas rurales en el cual se cubre con pintura un pájaro para luego soltarlo. El pájaro pintado vuela a su bandada buscando protección entre sus congéneres, pero ellos no lo reconocen. Y lo destrozan. Literalmente. Esta  terrible metáfora es burda y, sobre todo, discriminatoria con las personas del campo a las que define con malicia y liviandad. 

La guerra sobrevuela pero no estructura la historia. La religión cristiana funciona también como marco para la crueldad vertida en aquellos a los que se percibe como representantes del diablo. No sólo el niño de piel oscura sino también una mujer devota del sexo que pone contentos a los hijos de buenas madres. Cualquier diferencia se destruye. Sin embargo, tanto religión como guerra están impuestas, hace falta pensar mucho para llegar a esta conclusión. El niño a sus seis años tiene la “ventanita” en su boca producto de la ausencia de los incisivos definitivos. Entonces sus caninos son vistos como la corroboración de su ser vampiro. Ser apaleado, ser tirado a una letrina palpitante de mierda, ser enterrado vivo con la cabeza al aire a merced de cuervos, ser violado por una mujer, ser colgado de los brazos para que un perro le muerda los pies. Ser atado. Ser insultado. Ser expuesto a mirar mudo el horror de la mente afiebrada que hizo esta película. Un niño pasivo y mudo. La pregunta por el niño actor que trabajó en este producto. Y la bronca porque cada plano es un deleite de belleza plástica. Dolor porque la belleza se convierte en el vehículo de una historia más cercana a un noticiero sensacionalista que a una obra artística.

El pájaro pintado (The Painted Bird, República Checa/Eslovaquia/Ucrania, 2019). Dirección: Václav Marhoul. Guion: Václav Marhoul, Tom Abrams, Ludek Hudec, Václav Sasek, Michael Schiffer, Petr Ostrouchov, Jerzy Kosinski. Fotografía: Vladimír Smutný. Montaje: Ludek Hudec. Elenco: Petr Kotlár, Nina Sunevic, Udo Kier, Lech Dyblick, Jitka Cvancarová, Daniel Beroun, Harvey Keitel. Duración: 169 minutos.

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