Atención: Se revelan detalles del argumento.
La película arranca bien. Tampoco digamos que es un despliegue de talento, pero es sutil. Una banda sonora relajada reemplaza al audio que correspondería a las imágenes que aparecen en pantalla: un parto evidentemente doloroso y complicado. Sin mediar palabras ni explicaciones, entendemos que debían nacer mellizos (o gemelos), pero sólo uno de los bebés sobrevive. Hay algo sobrecogedor en esta escena inicial, que está muy bien llevada. En la escena siguiente, la habitación de los niños, con dos cunas, consigue trasponer la ternura que debiera evocar, hasta componer un momento siniestro, incómodo.
Ella, la madre, se llama Mary (Christie Burke). El padre, Jack (Jesse Moss). Son una pareja joven, que acaban de mudarse a un barrio más bien privilegiado. Aparentemente, a él le está yendo bien en su profesión y, la sensación general, es que son un matrimonio convencional, de clase alta. No obstante, este retrato inicial (que podría servir para ilustrar una publicidad de Coca-Cola) comienza a mostrar sus fisuras de manera gradual. Lo que bien podría ser un razonable estrés posparto se complica cada vez más hasta volverse una auténtica pesadilla.
Según el punto de vista del Dr. Neilson (Michael Ironside), psicólogo experimentado, no es infrecuente que una madre de gemelos que ha perdido a uno de los dos hijos, sufra delirios auditivos y trastornos varios. Mary insiste en que su caso no es grave, pero lo cierto es que duerme poco y mal, y comienza a percibir anomalías y pesadillas inquietantes. Lo mejor, desde luego, es que, como espectadores, no sabemos si todas esas percepciones corresponden a un delirio del personaje o si efectivamente se trata de la irrupción de lo paranormal. En cualquier caso, la vida continúa para Mary y para Jack, a través de viejas rutinas adquiridas y nuevos hábitos domésticos. Luego, aparece en escena Rachael (Rebecca Olson), la vecina de al lado, con quien Mary comparte muchos puntos en común, empezando por el hecho de que ambas acaban de ser madres. Aunque tienen personalidades muy distintas, se vuelven amigas.
Hasta aquí, el argumento es correcto. Pero, a partir de este punto aproximadamente, es cuando el verosímil comienza a trastabillar. Jack tiene que irse unos días por un viaje de negocios y ella se quedará sola con el bebé (lo que, en la vida real, resultaría disparatado incluso aunque ella no demostrara señales de fatiga o estrés, pero que es directamente inadmisible cuando se trata de una mujer con problemas psicológicos confirmados). En fin, tienen dinero como para comprar una mansión en un barrio privilegiado, pero aparentemente no les alcanza para contratar a una niñera. Lo que el espectador adivina, sucede.
Es decir, Mary comienza a tener alucinaciones cada vez más intensas, hasta que decide que no son alucinaciones debidas al estrés, sino que verdaderamente hay un demonio que quiere llevarse a su hijo. Busca información en Internet al respecto y da con un caso que estima similar al de ella. Se entrevista con la persona en cuestión y, entre una cosa y otra, Mary se convence de que ese demonio existe. Incluso, encuentra información en varios libros de historia y mitología (lo cual es cierto, el mito existe tanto en la ficción, como en la realidad).
Aquí hay otro punto discutible del argumento: si Mary asume que un demonio la acosa (más allá de que sea real o imaginario), no puede, luego de esa certeza, continuar con su vida y su rutina como si no pasara nada. Pues bien, es lo que sucede. Mary está convencida de que ese demonio es real, pero insiste con la rutina y los quehaceres domésticos. Insiste con una vida feliz junto a Jack, que entiende que ella está perturbada, pero que no termina de posicionarse en ningún lado, ni de tomar cartas en el asunto.
Habrá un interesante giro argumental, en el último trecho de la película, en una fiesta de disfraces organizada por Rachael, que es interrumpida por Mary, en un estado de perturbación psicológica de extrema gravedad. El final es lo que se dice un final abierto. Probablemente, lo mejor que tiene la película para ofrecer. Es decir, esta idea de que nunca sabemos con certeza si realmente ocurren fenómenos paranormales o si sólo se trata de una serie de delirios que afectan a un personaje. Idea que, según Todorov, explicaría la esencia del género fantástico.
Ni los aciertos ni los desaciertos de la película llegan a inclinar la balanza ni totalmente a favor, ni totalmente en contra. Se trata de una de esas películas que no son ni del todo buenas, ni del todo malas. Contiene algunos aciertos formales, ciertas sutilezas, un par de buenas actuaciones. El punto más flojo, claramente, está en el guion. Sin embargo, la idea general que lo atraviesa, es valiosa. Es decir, la intención es correcta. La efectividad del género fantástico ha sido ampliamente comprobada, tanto en el cine, como en la literatura. En este caso, la intención fantástica atraviesa todo el relato, de manera oportuna y conveniente. Lamentablemente, le faltó elaboración al guion. El diablo quiere a tu hijo es, en definitiva, una película correcta, con un enorme potencial desperdiciado.
Los amantes del género no verán nada que no hayan visto un millón de veces ya, y los que no son particularmente adeptos al cine de terror, encontrarán una película correcta, que les deparará dos o tres sustos nada despreciables.
El diablo quiere a tu hijo (Still/Born, Estados Unidos, 2017). Dirección: Brandon Christensen. Guion: Brandon Christensen, Colin Minihan. Fotografía: Bradley Stuckel. Elenco: Christie Burke, Jesse Moss, Rebecca Olson. Duración: 87 minutos.
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