0204I. Cuatro son los rituales que organiza Terence Fisher en Prince of Darkness, dos a modo de aperitivos y uno como postre del plato principal de su película: la aparición del conde en una secuencia ceremonial inolvidable por la que debemos esperar hasta la segunda mitad del largometraje. El primero de ellos se desarrolla apenas comenzada la película. En la mismísima secuencia de apertura vemos avanzar un cortejo fúnebre bajo la sombra pesada de los árboles hasta un claro del bosque no particularmente luminoso pero sí dominado por una tonalidad de verde tan opaca como intensa. Mientras un representante eclesiástico se dispone a oficiar la ceremonia última frente al cadáver de una señorita, aparece otro y lo interrumpe rifle en mano y a caballo, so pretexto de que el alma de la joven fallecida cuyo cuerpo se disponen a sepultar, antes precisa ser liberada de la maldición que pesa sobre ella. La estaca, el martillo y un preciso, fugaz, y escalofriante -o estimulante- primer plano del rostro transfigurado del vampiro hembra, le darán la razón ante el estupor general de los espectadores.

Aquello que se puede ver en la segunda secuencia litúrgica es todavía menos que en la recién descrita, lo que sienta las bases del principio de economía visual administrado por Fisher a lo largo de toda la película. Gracias al fuera de campo y el sonido en off asistimos a un exorcismo menos explícito pero no menos brutal que los que filmara William Friedkin pocos años después y que acaba, de nuevo, con la definitiva muerte física de la víctima. Esto lo menciono porque, no casualmente, en las dos ceremonias instituidas por la iglesia que se nos muestran a lo largo de la película, la salvación es sinónimo de dolor, inactividad y muerte de la carne, pero en las oficiadas por y para el mal la liturgia redunda en recuperación de la vida corporal, apetito, deseo y placer físico. No poca evidencia de la aseveración precedente lo constituye la postrera secuencia ritual a la que ahora he de referirme. Postrera porque es la última de esta serie de cuatro —ya llegaremos a la tercera y medular— y también porque cumple la función del postre en este opíparo banquete simbólico.

La eficacia erótica de esta ceremonia reside en la elegante osadía de su puesta en escena. Nos hemos acostumbrado a ver cómo el cuerpo de Drácula desaparece bajo oscuros atuendos decimonónicos y la pesada capa de rigor. Físicamente hablando el conde no ha sido mucho más que una cabeza y, sobre todo, unos colmillos. Pues hasta las uñas góticas de Max Shreck en la versión de Murnau, los ojos literalmente inyectados en sangre de Christopher Lee, y las aristocráticas cejas de Bela Lugosi son accesorios, marcas de estilo, notas al pie, signos que pueden ser leídos como manifestaciones externas y decadentes de la maldad atribuida al personaje. Pero cuando el Drácula de Fisher se abre la camisa para que una recién casada le succione la sangre de una herida abdominal que el mismo conde se ha causado estamos ante un momento único, una situación extrema y sexualmente transgresora como ninguna en la saga hasta entonces. Gradual y ávidamente la cámara va dejando la cabeza de la mujer fuera del encuadre y al tomar en contra picado el satisfecho rostro del conde, ya todos sabemos de qué se trata la cosa.

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II. La aparición de Drácula, postergada hasta la segunda mitad de Prince of Darkness, debe haber tensado el ánimo de los espectadores como muy pocas películas de género se han atrevido a hacerlo. Tengamos en cuenta que en esta continuación ya no estaba Peter Cushing, y que Christopher Lee tarda más de cuarenta minutos en aparecer para no decir una sola palabra en todo el film. Si suele calificarse de ceremonioso a aquél cuyos gestos,  movimientos y maneras, no exentos de cierta afectación, se caracterizan por una particular graduación rítmica, podemos decir sin lugar a dudas que la estructura de la película de Fisher es una estructura ceremonial. Pero una vez que los protagonistas llegan al castillo la hora del ritual se supone inminente, y cuando Mr. Boyd deja a su mujer sola en la alcoba matrimonial a mitad de la noche para averiguar la razón de unos ruidos inexplicables, todos sabemos que en cualquier momento sobrevendrá lo (in)esperado y tantas veces (nunca) visto: el sacrificio de la víctima.

Claro que a Fisher no hay nada que lo apure y, sabiamente, ilumina de a uno por vez los elementos de la ceremonia mientras la banda sonora inicia un crescendo que no se detendrá durante los próximos doce minutos. La sombra furtiva del mayordomo que arrastra un pesado baúl mientras dobla la esquina de un largo pasillo cálidamente iluminado por las lámparas de aceite no contribuye en lo más mínimo a tranquilizarnos. Aunque sabemos que no estamos viendo un policial, no dudamos ni por un segundo de que el mayordomo es el asesino o, dada la naturaleza teológica del tema, verdugo y sacerdote.

Si la base del suspenso consiste en que los espectadores tengamos acceso a información que los personajes ignoran y gocemos o suframos con las alternativas de su desenvolvimiento, aquí ello se cumple básicamente porque los huéspedes no conocen la, para nosotros famosa, identidad de su anfitrión. Desde que llegan a las amplias y austeras estancias del castillo son atendidos por la servidumbre compuesta de un solo hombre flaco, fibroso y viejo que viste de negro. Pero esa posición privilegiada nuestra es gradualmente minada por Fisher. Tenemos la certeza de que Drácula debe aparecer, pero media película ha transcurrido y nada parece anunciarlo. Los minutos pasan y no hay pistas de su paradero. El conde parece estar tan muerto como al final de la primera entrega, cuando Van Helsing lo calcina al sol y cruz en mano, y nosotros estamos tan desconcertados como ese hombre que persigue, a través de corredores desconocidos y cerca de la medianoche, una figura y un sonido sospechosos, pero indefinidos, que desaparecen repentinamente. Burlado tan exquisitamente como la convencional ansiedad del espectador, Mr. Boyd se detiene junto a un tapiz y descubre que por detrás no hay pared sino un hueco, un portal, una abertura con forma de arco que da a otro ambiente, otra dimensión, otro mundo, pese a seguir siendo parte física de éste.

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Sólo cuando atraviese el tapiz se dará cuenta, demasiado tarde ya, de que su presencia es el elemento que faltaba para el desenvolvimiento del ritual. A propósito de ello, muy poco tiempo después de filmar costumbres y ceremonias en Asia, la cineasta neoyorquina Maya Deren supo decir que el ritual «es una acción que se distingue de las demás por la búsqueda de la realización de unos propósitos a través de ejercicios de forma». Ejercicios que habrán de repetirse ad infinitum para conseguir dichos propósitos y sostener la creencia en ellos, además de grabar en actores y espectadores el significado preciso del ritual. Por lo que se deduce que buena parte de su éxito radica en que los elementos del mismo sean minuciosamente respetados por los oficiantes.

Uno de tales elementos constitutivos del ritual es la cortina que divide el espacio sagrado -la propiedad privada del ente sobrenatural- del espacio humano, aunque no sin permitir un grado de comunicación entre ambos. A los efectos prácticos, una cortina es incapaz de impedir la entrada a nadie, pero sí la visión del otro lado, resaltando la poderosa entidad del imaginario. La cortina, o el tapiz -con su dibujo- que funciona como falsa pared en la película, (des)cubre a la vista de los legos la existencia del recinto sagrado, la revelación de lo sobrenatural. Revelación que acabará por ser el apocalipsis del personaje en cuestión y, para nosotros, un cambio en el punto de vista -una revelación- que resignificará lo visto hasta entonces y nos develará el núcleo sim(dia)bólico del misterio.

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III. Esa especie de constitución nacional del pueblo hebreo que venía a ser la ley mosaica estipulaba una serie de ofrendas que el pueblo, mediante la clase sacerdotal, debía realizar periódicamente para conseguir y mantener el favor divino. Luego de matar al animal en el altar del templo, desangrarlo y separar minuciosamente la carne del hueso y las partes grasas de aquella, el sacerdote se dirigía puertas adentro a ofrecer la sangre. En el interior del edificio había, entre otras, dos recintos de particular importancia: el lugar santo, y el santísimo donde guardaban el arca del pacto y siempre brillaba una luz cuya energía representaba la presencia divina. A esta última estancia entraba únicamente el sumo sacerdote una sola vez al año, no sin sangre como dice san Pablo, para renovar el vínculo con Dios y, de esa manera, asegurarse el perdón de los pecados que pesaban sobre individuos y nación. Ofrecer tales sacrificios, acatando escrupulosamente los estatutos legislados bajo inspiración sobrenatural, era como volver a nacer, conseguir otro año de plazo par el pago de la deuda original que sólo podía saldarse con la propia vida. Era, en definitiva, como resucitar. Como obtener un permiso para seguir viviendo.

Justamente alrededor de sendas ceremonias de resurrección giran los discursos del apóstol en su epístola y de Terence Fisher en su película. Luego de dar unos rodeos sólo en apariencia inconducentes, ambos llegan a lo que en verdad les interesa: desentrañar o jugar con las interpretaciones posibles de esa rutina sacrificial demorándose en cada uno de los detalles que la componen. Los dos consiguen, gracias al cuidado legal de su prosa el uno y a la concentración dramática de la puesta en escena el otro, conducirnos hasta el corazón del misterio como hipnotizados por el desenvolvimiento del ritual, de esa mecánica de movimientos transidos de significado.

San Pablo se vale de enumeraciones cada vez más abigarradas y de una maciza lógica delatora de su pasado tribunalicio para pintarnos el espacio celeste en el que transcurre su relato de los acontecimientos posteriores a la muerte de Cristo y su resurrección programada para cumplir con el deber sacerdotal de presentar ante Dios mismo el valor simbólico de su sangre. Fisher, por su parte, compone y monta con precisión quirúrgica los planos previos a la ceremonia, pero dejando que todos y cada uno respiren por sí mismos y duren lo suficiente como para que la mirada se tense cada vez un poco más a medida que el proceso se acerca a la instancia culminante del sacrificio. Todos los elementos dramáticos aparecen en su debido lugar y cumplen la función para la que fueron destinados, sólo que con el signo teológico invertido. Aquí no es el hijo de Dios, el Primogénito de entre los muertos, quien protagoniza el rito sino el Príncipe de las tinieblas, título que hace pensar más en el diablo mismo que en un representante suyo tan ilustre como Drácula, y la víctima -humana- es sacrificada contra su voluntad, lo que transforma al sacrificio en asesinato, entre otras diferencias.

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Por lo demás, el castillo del conde hace las veces de templo, su cámara secreta viene a ocupar el lugar del Santísimo judío, la cortina ha sido sustituida por un tapiz, el altar por un ataúd y el sacerdote por un mayordomo. Pero al derramarse la sangre de la víctima sobre el altar-ataúd sucede algo similar a lo que relatan los libros canónicos cuando describen los sucesos posterior al holocausto de inauguración del templo salomónico:

Y aconteció que tan pronto como los trompeteros y los cantores estuvieron como uno solo en hacer que se oyera un solo sonido, y tan pronto como elevaron el sonido, la casa se llenó de una nube, y los sacerdotes no pudieron permanecer de pie para ministrar a causa de la nube; pues la gloria de Jehová llenó la casa del Dios verdadero (1).

Sólo que en lugar de la gloria de Dios en forma de nube que desciende, la sala se llena del  humo, posiblemente cargado de olor a azufre y otros aromas infernales, que asciende desde el ataúd vacío en el que, gracias a la sangre salpicada de la víctima, habrá de materializarse Drácula para volver de entre los muertos mientras la atmósfera se carga de tensión debido al ceremonioso procedimiento que precede a la ejecución del sacrificio (todo a lo largo de esa increíble secuencia del golpe, la roldana y el tajo). Fisher compagina la película como san Pablo concatena sus argumentos y atiende al detalle escenográfico como el apóstol a la más mínima evidencia que contribuyera a fortalecer su alegato doctrinal. En uno y otro caso, el resultado es de una potencia y una belleza irrefutables.

(1) Esdras, “Segundo libro de las Crónicas”, en Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras, Nueva York, Wachtower Bible and Tract Society, 1987, pág. 455.

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