Horace McCoy fue el más atípico de los escritores de la novela negra. Nacido en Nashville, Tennessee, fue aviador en la Primera Guerra, periodista con ambiciones, escritor de historias para la revista pulp Black Mask y aclamado actor de teatro. En 1931 falló en su primera prueba para entrar en el cine. Después de ese fracaso, se dedicó a la vida bohemia en Dallas, fue vagabundo, recolector de frutas, guardaespaldas, hasta que finalmente fue contratado por la RKO como guionista por 50 dólares a la semana. Su vida en Hollywood durante la Depresión inspiró varias de sus novelas, signadas por el tedio y la desesperación. Si bien se lo considera un escritor de la tradición del hard boiled, sus novelas se apartan de esos tópicos: no existe la figura del detective recio, sus personajes están sumergidos en extrañas crisis existenciales y escapan a cualquier atisbo de redención, ofrece un retrato despiadado del capitalismo de entreguerras, y la sensación de opresión define esos mundos sin escapatoria.

Su novela más importante fue They Shot Horses, Don’t They? (publicada en 1935 y traducida al castellano como Acaso no matan a los caballos), cuyo germen nació en los días en los que McCoy trabajó como portero de un concurso de baile en Santa Mónica, expulsando a los contendientes desesperados, físicamente agotados, y muchas veces al borde la locura. La novela está narrada en primera persona, desde el punto de vista de Robert, el protagonista, quien en las primeras líneas confiesa un asesinato. La víctima es Gloria, su amiga y compañera de baile. «El fogonazo de la pistola iluminaba todavía su rostro. Todo fue de lo más sencillo». La confesión y el posterior y extendido relato sobre los sucesos que anteceden esa muerte quitan toda pátina de misterio. La prosa de McCoy es precisa y desoladora, permite una mirada despojada de efectismo sobre el mundo alrededor de los personajes.

El encuentro entre Robert y Gloria se produce en las puertas de un estudio de Hollywood, donde ambos son rechazados para ingresar como extras en una película. Robert es ingenuo y todavía tiene sueños de convertirse en un gran director; Gloria escapa de una vida oscura en Dallas, de abusos e intentos de suicidio, y está marcada por el desencanto y la amargura. El retrato de Gloria es una de las claves del relato: es un personaje incómodo, con evidentes rasgos de patetismo, pero con un extraño humor negro que le brinda a la novela sus mejores pasajes. Su enojo se entremezcla con una extraña agudeza en el ingenio, que le permite a McCoy condensar las más afiladas observaciones sobre el tiempo oscuro de la Depresión.

La acción transcurre en un salón de baile, con sus vestuarios y sus dormitorios, instalado sobre la playa del Pacífico, en Santa Mónica. El entorno natural, las olas del mar, la luz que se filtra por la ventana ofrecen algunos de los momentos más introspectivos de la novela, en los que la voz de Robert discurre sobre ese mundo de ideales que nunca serán cumplidos. Los distintos asistentes, al igual que los organizadores, ofrecen un retrato despiadado sobre la época: la desocupación, la falta de oportunidades, la explotación de los desesperados, la hipocresía de la sociedad (condensada en la aparición de las mujeres de la Liga de la Decencia), la emergencia de la publicidad y el reinado de los espectáculos «con aires de realidad», la ilusión de Hollywood como salvación posible.

Varios directores, entre ellos Charles Chaplin, Joseph Losey y François Truffaut, intentaron llevar la novela a la pantalla, hasta que finalmente el proyecto recayó en manos de Sidney Pollack , un director que venía de la televisión y que en esos años había conseguido cierto éxito con una adaptación de otro sureño, Tennessee Williams: Una mujer sin horizonte (1966), con Natalie Wood y Robert Redford. En este caso, el guion de James Poe (quien trabajó en las adaptaciones de varias novelas y obras de teatro, muchas de ellas escritas por sureños, como La gata sobre el tejado de zinc caliente de Richard Brooks, Santuario de Tony Richardson, y Toys in the Attic de George Roy Hill) y Robert E. Thompson capturó el espíritu del texto de McCoy, sobre todo en la relación de los dos protagonistas. A diferencia de la novela, en Baile de ilusiones -título que tuvo en su estreno en Argentina en 1970- el encuentro se produce en el salón donde se inscriben los concursantes, cuando Gloria (Jane Fonda) se queda sin compañero de baile y uno de los organizadores atrae a Robert (Michael Serrazin) al centro de la escena, quien hasta entonces deambulaba por el lugar. Las conversaciones que en el texto mantienen al inicio del relato en la película se dispersan en sucesivas escenas, contribuyendo a construir la progresión del vínculo.

Uno de los cambios centrales de la transposición es el cambio de punto de vista. En la película no hay primera persona ni voz en off. Las primeras imágenes muestran la alegoría de los caballos y el impacto que esa muerte piadosa de los animales tiene en la memoria de Robert. Tampoco hay confesión del asesinato y las pistas sobre el destino de los protagonistas son más elusivas: sucesivos saltos hacia el futuro anticipan la detención de Robert y la posibilidad de un crimen. Pollack también traslada a los protagonistas varios de los hechos que atañen a otros personajes en el relato de McCoy, como por ejemplo el casamiento convertido en show al que finalmente Gloria decide renunciar. Esto le permitió concentrar la acción en la pareja, dos desclasados sin posibilidad de triunfo, signados por sueños rotos, y encerrados en esa noria de locura y fracaso. La puesta en escena se construye a partir de la concentración: un único espacio, convertido en un territorio de pesadilla, filmado en planos cerrados y con movimientos vertiginosos. Todos los personajes están marcados por el desamparo y la vulnerabilidad: el espacio del salón se torna cada vez más opresivo, los vestuarios de los concursantes están atestados de camas y ropa colgada, y la entrada a la oficina de Rocky (Gig Young), el responsable de la organización del concurso, se realiza mediante un complejo travelling que nos sumerge en la oscura profundidad de esa estafa (es en esa escena donde el personaje revela que era el cebo para los actos de «magia» de su padre).

La escena de la primera carrera es determinante en el rumbo de la película: la velocidad no solo se imprime por el montaje sino por la concepción circular y fragmentaria de los planos, que recortan los cuerpos de los concursantes convirtiéndolos en las piezas aisladas de un show sádico. Otro atisbo de esa creciente locura asoma en la figura de Alice (extraordinaria Susannah York) cuando presiente que su vestido ha sido tocado por la marca de la muerte y desvaría buscando al responsable del robo, para luego seducir a Robert en la oscuridad del vestuario, territorio fronterizo entre el encierro y la ilusión de escapatoria. Es allí donde el vínculo entre Gloria y Robert (más fuerte que el que asoma en la novela), que comenzaba a tejerse como posible salida a ese irremediable desencanto, se destruye. La convicción de Gloria de que sus ilusiones están destinadas a estrellarse se confirma con la visita a la habitación privada de Rocky (que en la novela es confesada por ella recién al final del relato, cuando abandonan el concurso).

Baile de ilusiones se desplaza lentamente hacia un escenario surrealista, aún pese al estricto respeto de las condiciones históricas de esos maratones de baile en California. Esos bailes que comenzaron como concursos en los años 20, con la crisis de los 30 se convirtieron en espectáculos de explotación, abuso y competencia, con ribetes mórbidos y grotescos. Sus asistentes eran los marginales, pobres y desahuciados, y los comentarios de Gloria dejan en claro la crítica mirada de McCoy sobre la época, tanto en la sugerencia del aborto a la joven embarazada (¿qué sentido tiene tener hijos si no se cuenta con el dinero suficiente para mantenerlos y educarlos?), como en el descreimiento de las intenciones de los realizadores del concurso (dice, respecto a la carrera: «es una forma como cualquier otra de eliminarnos»), o los reiterados chistes negros («¿querés que te traiga algo para los pies?», le pregunta la enfermera a Gloria; «¿una sierra?», contesta ella) que acentúan el espiral nihilista de todo el relato. A eso se suman los flashes del futuro que anticipan el destino de Robert frente al tribunal. La frase final que da título al libro y a la película, marcando el asesinato como un acto de piedad y de desesperación (el aspecto aniñado e inocente de Robert contrasta con la realidad de su condición de asesino), se complementa en la película con la imagen final del concurso que continúa, con algunas parejas exhaustas todavía dispersas por la pista, atrapadas en un tiempo circular que nunca concluye.

They Shot Horses, Don’t They es considerada, junto con Viñas de ira de John Steinbeck, como uno de los retratos más convincentes y desgarradores sobre el tiempo de la Depresión, marcado por un tono de extraña parodia y grotesco absurdo. Pollack supo capturar el espíritu de aquel acercamiento, manteniendo la humanidad y honestidad de los personajes desesperados de McCoy, convirtiendo a la Gloria Betty de Jane Fonda en uno de los personajes más cínicos y mordaces nacidos de la tradición literaria estadounidense. Su deseo de muerte es tan implacable como la continuidad de las rutinas de baile. Cuanto más se deshacen, sumergidos en el sudor y el sueño, más cercana resulta la sensación de asistir a un cortejo lento y mortuorio. Todos los aspectos de la naturaleza humana son expuestos allí para que el mundo los vea. Pollack nos hace sentir la empatía hasta el punto del castigo. Es una película agotadora, obsesionada con la muerte, demencial, con un final es oscuro, casi erótico. El arma en la cabeza como gesto de misericordia a la vez que un acto de amor trágico y desesperado.

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