El paisaje, la bahía, el agua cristalina y las arenas parecen escaparse de la pantalla. La imagen, casi quemada de a ratos, intenta no esconder la luminosidad permanente del escenario: una belleza natural. Incluso los cuerpos de ellas y ellos parecen estar hechos con la misma esencia del paisaje. Pero estos son los únicos detalles que generan cierta empatía en Madres perfectas. La simpleza de algunos planos distienden al ojo de una trama que termina mordiendo el filo de lo insoportable y poniendo al desnudo, literalmente, el ingenio y el oficio de actrices como Naomi Watts y Robin Wright que, en ciertos momentos, parecen preguntarse “¿Qué carajo estamos actuando?”.
Puede sonar frívolo pero, en ocasiones, cuando no logro acomodarme en la butaca habiendo pasado tan solo quince minutos de la película (y esto me pasa cuando yo estoy frente a la película y no la película frente a mí), observo cómo se acomoda el resto. En esta ocasión me asaltó una especie de percepción dividida. Observé que algunos se reían dubitativos, tímidos por sentir que estaban haciendo algo fuera de lugar -¿una especie de acuerdo con algo que roza el incesto?-, mientras otros simplemente fruncían el ceño sostenidamente. Sí, claro, a todos nos genera cierta contradicción una historia de estas características: dos mujeres que sostienen una entrañable amistad desde muy jóvenes, madres de dos hermosos hijos veinteañeros ambas, se enamoran del pibe de la otra. Lo curioso es que con esta película no se sabe muy bien qué hacer porque nunca elige una dirección, ni lleva la historia hasta las últimas consecuencias.
Como lo que parecía estar siendo contado -dos amores aparentemente prohibidos- no producía ningún tipo de identificación y hasta generaba molestia, pensé que quizás era una historia de personajes, solamente de personajes. Sin embargo, a medida que esos dos amores avanzaban y crecían, los personajes iban hundiéndose en las profundidades de Australia. Y en el intento por ponerlos en situación, forzándolos para hacerlos estallar con escenas reiterativas y chatas, la situación les estalla en la cara. Los personajes son pobres y despreciables porque no tiene ética. Ninguna. Ni siquiera alguna inventada que les sirva como motor para negarse o continuar con ese amor desenfrenado, imposible. Los personajes aborrecen porque no tienen ninguna justificación para hacer lo que hacen o lo que dejan de hacer. Son planos, sin vericuetos, sin pliegues.
A esta altura, la trama se caía, nadie se hacía cargo de la propuesta, sólo tenían cierta entidad las postales elocuentes del lugar. Los personajes se relegaban a los rincones y el guión, que debía aparecer para anclar y sostener lo que a duras penas con algunas imágenes se lograba vislumbrar, le pegaba un hachazo a la totalidad de la máquina y la hacía pedazos. Cuando todo parecía indicar que no estábamos frente a un drama sobre la situación en sí misma sino sobre lo que esas dos mujeres y esos dos jóvenes sufrían y elegían, aparecen “pequeños inserts” sacados de un híbrido entre comedias bizarras de los 90’ y los tiempos sostenidos de ese cine en el que “parece que no pasara nada”. ¿Con qué intención? ¿La de hacernos reír? Uno empieza a mirar al operador a ver si no se confundió de rollo, pero no, esas fueron elecciones de la directora, Anne Fontaine, y de ese guión lleno de recursos efectistas, predecibles y gráficos.
Si hubieran corrido de lugar el deseo de contar esa historia tan apática, tan opuesta al espacio natural en el que transcurre; si hubieran extendido las escenas eróticas aprovechando esos cuerpos hechos a mano y les hubieran quitado un poco más de ropa; si la cámara se hubiera atrevido a hacer foco en otras partes y hubieran omitido esos discursos tan comunes y predecibles… tendríamos una gran película porno y Australia sería el destino de mis próximas vacaciones de verano.
Madres perfectas (Adore, Australia / Francia, 2013), de Anne Fontaine, c/ Naomi Watts, Robin Wright, Xavier Samuel, James Frecheville, 112’.
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