1. Hay una película de Pedro Costa sobre el trabajo de Jean-Marie Straub y Danielle Huillet en la que asistimos, durante más o menos hora y media, al fabuloso dilema del montaje, infinitesimal e interminable. Ambos están editando Sicilia y discuten larga, meticulosa, violenta y apasionadamente sobre el punto exacto en el que debe cortarse un plano para captar el ‘brote’, florecimiento y declinación de la sonrisa que parece despuntar en la mirada de un hombre, cuestión que da título a la película de Costa ¿Dónde yace la sonrisa escondida? Lo que a priori puede sonarle rebuscado y tedioso a todo aquel que jamás haya editado o pensado más o menos detenidamente en cómo se hacen las películas, no sólo es uno de los bloques fílmicos a su manera más divertidos e intensos que se hayan filmado jamás sobre la dinámica de trabajo y la convivencia de una pareja, sino también sobre la pasión de hacer cine y todo lo que se juega un artista obsesivo en cada decisión, en cada gesto aplicado sobre su obra, por mínimo que sea e imperceptible que resulte para el espectador enfrentado al final de ese proceso. El verbo del título de la película de Costa no puede ser más apropiado. Mirar cine es hurgar, excavar, desesperar por hallar lo que subyace a la realidad. Cada película es un yacimiento de oro negro como la sombra de la noche o de la sala de cine donde se sueñan o proyectan imágenes a la espera del ojo crítico que lo penetre y que lo explote, a sabiendas de que hay tanto filón posible como miradas ávidas de ver la sonrisa –y tantas otras inflexiones, puesto que “sonrisa” es apenas un signo verbal, aunque no cualquiera, utilizado para imaginar lo indecible- que habita una mirada. El episodio en cuestión de esa screwball comedy heterodoxa que termina siendo la película de Costa culmina, si mi memoria no lo ha compaginado a su manera, con Huillet defendiendo su punto deseado de corte y Straub haciendo otro tanto, para darse cuenta bastante rato después que la distancia habida entre (la mirada de) ambos eran tan abismal y mínima como la de exactamente un solo fotograma, ni más ni menos (creo que no hay mejor semblanza de la pareja que la puesta en escena por esa situación, si exceptuamos aquella imagen del matrimonio suministrada por Kierkegaard cuando dijo que era “un animal lento”).
 
2. Hasta el lunes pasado, cuando fui a ver Fortini-Cania la sala Lugones, no había visto ninguna película de Straub-Huillet, amedrentado como estaba por los rumores acerca del rigor de sus películas, las carencias marxistas y materialistas de mi formación, así como varias lagunas estéticas, en especial musicales y teatrales, y la idea de que buena parte de las operaciones políticas sobre el discurso cinematográfico llevadas a cabo por esta pareja sólo puede ser cabalmente comprendida por alguien que esté al tanto de los debates culturales que atravesaron el panorama occidental a mediados del siglo pasado. La vitalidad política del presente mundial, latinoamericano, y argentino en particular, sin embargo, vuelven contemporáneos muchos de los discursos puestos en escena por Fortini-Cani, así como la dura instrumentación de los procedimientos cinematográficos llevada a cabo por los realizadores. Pese -o justamente debido- al tamaño de mi ignorancia, una nota al pie de un texto escrito por Jean-Louis Comolli pasó a ser desde hace un par de años una especie de amuleto o fetiche tan revelador como enigmático sobre mi relación con el cine. Decía lo siguiente: “Hay en Fortini-Cani de los Straub, un plano de una calle de Florencia que dura bastante tiempo. Un plano amplio. Se ve, entera, la línea de la calle. Y la toma se prolonga. No se sabe por qué. En algún lugar de esa calle hay una prisión y en ella han sido ejecutados algunos resistentes. No lo sabremos. El film no lo dice. Tanto peor. Pero la prisión está allí y la duración del plano, nos dice en cambio que allí hay algo importante; algo sobre lo que quizás habría que tratar de interrogarse. De descifrar. Descifrar el cine como se descifra una lengua perdida.”
3. Lo escrito por Comolli me hace pensar, entre otras cosas, en la naturaleza sagrada del secreto, de lo oculto, o del misterio. Supongo que no debe haber nada más alejado del materialismo straubiano que tal cosa, y sin embargo esto que llamo sagrado fue la primera causa de mi acercamiento al cine. Pienso en lo sagrado en tanto cosa apartada, extra-ordinaria, separada del resto, separada del fluir que se consume sin conciencia de sí mismo tanto como del consumismo, y se me antoja que, además de a lo divino, puede también aplicarse a la dimensión psicológica del cine que favorece la creencia virtual del espectador en la realidad paralela de lo que está siendo visto por él, más allá de las precisiones psicoanalíticas al respecto, pero también a las estrategias disruptivas que los Straub materializaron para interceptar esa relación. Me valgo de lo ‘sagrado’ porque evidentemente no tengo mejores elementos discursivos para hacerlo, pero si el término estuvo vinculado a una dimensión religiosa férreamente institucional, esta película, que en mi caso fue durante mucho tiempo sólo una glosa leída en una nota al pie de un texto titulado Prisiones de la mirada, es ahora un eslabón de la cadena de asociaciones que me liberan de aquella esfera mítica no elegida plenamente por mí. Esa calle de Fortini-Canique no muestra aquello que los Straub quieren que sea descubierto por los espectadores es como aquel discurso en el que Cristo conmina a beber de su sangre y comer de su carne tanto para alejar a las masas que fueron a escucharlo sólo para comer y beber la ración de milagros habituales y huyeron escandalizadas debido al funcionamiento literal de su estructura psíquica, como para resistir a través de la metáfora la vigilancia del fariseísmo servil a los poderes coloniales romanos. Sólo se quedaron los que dudaron del sentido único de lo escuchado, para luego edificar una fe sobre las ruinas de viejas certidumbres que no eran sino sólo hábitos heredados. ‘La verdad existe, absoluta en su relatividad’, escuchamos decir mientras el último paneo de Fortini-Cani va del lector de pelo blanco al mar, bajo el sol mediterráneo de 1977.
 
 
4. Diez años antes del rodaje de la película, ese hombre de pelo blanco cuyo nombre es Franco Fortini había publicado el libro Los perros del Sinaí, en el que, a juzgar por los fragmentos leídos en voz alta durante la película, ensayo político, diario y autobiografía se entrelazan para dar cuenta de la ‘cuestión judía’ (Tarantino desplaza la dialéctica del amo y del esclavo a la situación de los negros en EE.UU. en particular y a la lógica de las relaciones sociales capitalistas en general, poniendo en escena marcas semánticas de dominación como la del término ‘nigger’ que designa peyorativamente un rol o una función similares a las instaladas por el ‘cani’ que da título al libro del poeta italiano) a la luz de la historia personal y familiar del escritor, hebreo por parte de padre, y del conflicto árabe-israelí materializado en la Guerra de los Seis Días. Una hora antes del final de la película la cámara gira sobre su propio eje cuatro veces recorriendo un paisaje cuyo secreto no nos es revelado. Una voz habló instantes antes de la masacre de los valles apuanos pero no dio precisiones al respecto y las imágenes sobre las que cayó la mención no se correspondían con ella. Que poco después la cámara de Straub-Huillet diera cuatro giros sobre sí misma sin palabra alguna de nadie parece, como decía Comolli en referencia al plano de la prisión que no se muestra, llamar la atención del espectador sobre la masacre de Stazzema en la que los soldados nazis mataron a 500 civiles en su retirada de Italia. Pero no lo sé, y mientras miraba la película tampoco sabía de la existencia y naturaleza del hecho. En ese entonces cruzaron por mi mente una serie de asociaciones que incluyeron la voluptuosidad solitaria de las tardes a la hora de la siesta en la terraza de la casa de mi abuelo paterno, su antiperonismo debido a la forzosa sindicalización que sintió como un ultraje, una película que alquilé varias veces durante la adolescencia en la que se daba lo que llamo la iniciación sexual dominante en el cine europeo, consistente en el debut del chico con una mujer madura bajo una bucólica gama de verdes pasto, celeste cielo y amarillos solares resueltos en blancos, y los paneos de izquierda a derecha con que termina Los muros de Sana’a en los que Pasolini hace converger el repetido movimiento de cámara con la petición rogativa a la UNESCO que su voz escande como una forma de poesía elemental.

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