Atención: Se revelan detalles importantes del argumento.
La muerte del ser amado, la eutanasia, el suicidio… todos temas que sugieren golpes bajos son aquellos a los que recurre la película de Sandra Nettlebeck sin llegar a caer íntegramente en el dramatismo sensacionalista –aunque por momentos lo roce-, sobre todo gracias a la distancia que mantiene con el mundo que construye. El protagonista terminará suicidándose, en una toma que incluso puede llegar a ser linda, y si se eluden las escenas lacrimógenas es, en gran parte, gracias al manejo de las sutilezas rítmicas de la música de Hans Zimmer.
El último amor cuenta las vicisitudes por las que pasa un octogenario luego de la muerte de su esposa y de los intentos que realiza para sobrellevar la soledad. Ya pasados tres años de esa pérdida, Matthew (Michael Caine) conoce a una joven francesa con la que entabla amistad. Pauline (Clémence Poésy) busca una familia a la que pertenecer y ve en el viudo una suerte de padre, mientras que él ve en ella las reminiscencias de su fallecido amor. Dentro de la cinefilia, es ineludible apelar al star system –porque años de metrallas Hollywoodenses así nos educaron-, y la elección de quien fuera un galán rompecorazones no es una elección azarosa, sino que todo ese bagaje que acompaña al cuerpo del actor, que excede a la película, resignifica lo que se muestra en pantalla. ¿Qué pasa cuando el galán pierde la cualidad de objeto de deseo? Simplemente deja de ser. Perdida la capacidad significante como cuerpo no queda más que la muerte que, de tardar en llegar, será buscada una y otra vez.
Como en toda narración clásica, los personajes están polarizados: Pauline es el opuesto de Matthew en género, edad, profesión, poder adquisitivo, nacionalidad, e incluso en la inserción o no dentro de la institución familiar. Lo interesante es que la película juega con la repetición de moldes y los cuatro personajes relevantes (Matthew, su esposa Joan, su hijo Miles, y su amiga Pauline), terminan siendo simplemente dos entes que se repiten y se repetirán, casi como algo cíclico, imposibilitando la movilidad, enfrascando todo. Él la ve como a la esposa, y ella lo ve como a un padre. Es obvio que con la aparición de Miles, el hijo de Mathew, la relación con su amigo se va a truncar y va a surgir una historia romántica con el joven, porque tiene el erotismo que el cuerpo de Mathew/Caine ya ha resignado. Si bien la francesa se termina enamorando del joven, éste, al igual que su padre, la encuentra similar a su madre; dando como resultado un triángulo tirando a cuarteto amoroso, con incestos cruzados que no llegan a explicitarse carnalmente. Lo interesante es que las estructuras se repiten y no hay originalidad de identidades. Los cuatro personajes son dos (Matthew y Joan), que fueron y serán otros y los mismos. La película termina con Pauline hablándole en el banco como él le hablaba a la esposa, al que luego se suma Miles, para terminar ambos jóvenes emulando las costumbres de la pareja ya anciana. Se forma un círculo, hay algo infinito, circular, eterno, en esas relaciones de soledades.
La forma que tienen esos entes solitarios de relacionarse es a través de la comida utilizada como evento social comunicativo. Cada vez que aparece el conflicto se evita comer, los personajes se levantan y se retiran de la mesa. La incomunicación se pone de manifiesto en las dicotomías lingüísticas: el francés y el inglés. Los franceses se burlan del protagonista en varias ocasiones –luego la misma secuencia sucede con Miles- por no hablar francés. Él tiene un problema para comunicarse que sólo era zanjado por su esposa, ya que ella era su conexión con el resto del mundo. Pero ese problema comunicacional queda sin resolver, y termina adquiriendo un sentido únicamente decorativo. El tema del habla es relevante, porque los diálogos son tan importantes que siempre se dan en planos muy cortos y automáticamente se desenfoca al otro participante del plano/contraplano para centrar la mirada del espectador en el rostro hablante. Es un procedimiento que se repite a lo largo de la película, evitando los planos conjuntos que permitirían que la atención discurra de un lado a otro. La importancia de los diálogos y el dramatismo actoral deja un tanto relegados a los demás recursos cinematográficos, sobre todo el uso de la fotografía. La iluminación no deja de ser más que decorativa, no cumple una funcionalidad significativa y, a fin de cuentas, no termina por declararse naturalista o artificial. Asimismo, la película no se ancla fijamente en un tono de dramatismo bufo o de ascetismo narrativo, y puede que esté bien que así sea, porque después de todo la historia de las relaciones humanas es cíclica tanto en su ridiculez como en su frialdad.
El último amor (Mr. Morgan’s last love, Alemania, 2013), de Sandra Nettelbeck, c/Michael Caine, Clémence Poésy, Justin Kirk, Jane Alexander, Michelle Godet, y Gillian Anderson, 116’.
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