Miércoles 4 de octubre. Está nublado y a punto de llover. Hace frío. El cartel electrónico en lo alto del hall del Belgrano indica que el tren saldrá a las 11:15 por el andén 2. Una hora y cuarto después llega a Tortuguitas. Hay sol y ya no hace frío. La casa de Zuhair Jury queda a unas pocas cuadras, sobre la calle Cura Brochero, y es él quien camina pacíficamente los quince o veinte metros de parque que hay hasta la puerta de calle cuando oye el timbre. Una vez adentro, corre a un lado la guitarra apoyada sobre el sillón y se sienta; le entrego el libro y me dispongo a explicarle de qué va, pero Jury se me anticipa, lee el título y reflexiona con calma: “Las batallas infinitas… -dice, y hace una pausa- …este título es para discernir sobre la infinitud. Es decir, el infinito nos rodea. No hay medida ni sensación que nos permita llegar a advertir la presencia de la eternidad. Podemos advertir la existencia del tiempo y decir yo fui, yo era… yo era la nada, participaba de la nada. Y ahora soy, pero en algún momento me voy a ir… otra vez a la nada. Lo cierto es que, en medio de esa fugacidad que es la vida, están las batallas… En fin, son quinientos pesos”. Jury ríe y abre libro, lo empieza a hojear mientras yo le indico que el texto sobre su película está casi al final, en la página 170, pero cuando nuevamente intento contarle sobre la elección de las películas me frena levantando apenas su mano, sin mirarme, y se toma unos cuantos minutos para leer la nota sobre El fantástico mundo de la María Montiel (1978), su ópera prima. Cuando la termina, cierra el libro y vuelve a mirar la tapa: “No me queda más que aplaudir y agradecer la intención de dejar asentado en papel esta parte de mi vida, ese tiempo en que hice mi primera película… En fin, preguntame lo que quieras”. Recién entonces comprendo que el hombre no tiene prisa alguna, que le sobra vida y que dispone de todo el tiempo del mundo. Recién entonces comprendo que nuestra charla va a ser larga.

Gabriel Orqueda: Quería empezar preguntándote por tu relación con el cine, porque entiendo que fue la literatura lo primero que apareció en tu vida.

Zuhair Jury: Cuando yo era un muchachito, un muchachito marginal de pueblo, de un pueblo que era muy chico y muy rudimentario, lleno de gente trabajadora, el cine era una cosa exótica. Pero al mismo tiempo nos agradaba mucho cada vez que íbamos y nos encontrábamos con esos sucesos de vida que veíamos en la pantalla. Fue un tiempo maravilloso ese, porque íbamos al cine de noche, y te estoy hablando de un pueblo que tendría diecisiete manzanas, ponele, y había dos cines… Te estoy hablando del año 50, pleno peronismo… ¡Qué hermoso! Y bueno, yo era un muchachito que iba, que iba todas las semanas, pero por ir, nomás. Sin embargo, se ve que algún tipo de sensibilidad particular tenía ya porque, al menos en mi caso, que fui criado en un entorno muy pobre, muy elemental, me pasó que una noche salimos de ver una película que protagonizaba este actor cómico argentino… bue, ahora no recuerdo su nombre…

GO: ¿Pepe Arias?

ZJ: ¡Pepe Arias! Ése mismo. Recuerdo que salimos del cine con mi amigo y mientras íbamos caminando por la plaza él me hablaba de la gracia de tal escena y de tal otra, hasta que en un momento lo frené y le dije “Perdoname, pero yo te tengo que decir que a mí Pepe Arias me genera tristeza, una honda tristeza”. Siempre me pareció un actor de una comicidad triste. Y cuando le dije eso a mi amigo, un hombre que justo pasaba por ahí, a unos metros de nosotros, y que evidentemente escuchó lo que dije, se dio vuelta y me miró como diciendo “qué original lo que dijo este mocoso”. Yo no sé si es original eso que dije, pero es el tipo de valoraciones que nosotros podíamos hacer en ese entonces. Qué se yo, para mí Pepe Arias tenía una tristeza existencial que partía el alma. No sé cómo hacía para ejercer la comedia. Con respecto a tu pregunta, tengo que decirte que veo muy pocas películas, que siempre he visto muy pocas películas. Elegí cuidadosamente qué ver, porque la vulgaridad, los lugares comunes, a mí me entristecen. Me entristecen porque siento que la vida es tan exultante… Que el ser humano no tenga rasgos trascendentes me resulta inconcebible. Yo siento que a veces no se ejerce en la medida en que se debiera ese regalo que es el hecho de tener un espíritu, una sensibilidad. Por eso creo que las grandes obras son pocas, que son pocos los creadores que han hecho buenas películas. Por ejemplo, cuando yo vi Caja negra me pareció una maravilla, una cosa conmovedora como pocas.

GO: ¿Por qué te conmovió? ¿Por los pocos diálogos que tenía?

ZJ: No, es que una película puede tener mucho, poco, o nada de diálogo, pero esa valoración no tiene importancia. Lo que importa en Caja negra es el silencio, justamente, lo que dice el silencio. En todo caso, las palabras las tenemos que aportar nosotros como espectadores. A mí ese tipo de cine me resulta conmovedor.

GO: ¿Qué otras cosas te conmueven?

ZJ: Mirá, hermano, yo me alimento de un pedazo de pan, pero también de las obras sensibles de las personas. Tu viaje hasta acá es una cosa que a mí me sensibiliza mucho. Yo valoro eso, porque lo que hiciste es de un tipo sensible, y a mí me gusta que estés acá y que podamos tener un diálogo reposado como este que estamos teniendo. Un diálogo humano, a nivel de un fogón. A mí el intelectualismo me abruma. Las personas que pretenden ser intelectuales me dan tristeza, pero por lo pelotuda que es esa pretensión. Creen que ese título les da algo, que pueden caminar a dos centímetros del suelo. A mí dame un changarín, que ahí yo me hallo. Entre los pobres y los marginales, yo vivo bien. Una vez le pregunté a un paisano amigo qué era el éxito para él: “Mire, Negro, para mí el éxito es sentirme gozosamente feliz escuchando una sinfonía o caminando con los pies descalzos metidos en el barro”, me respondió. No se trata de tener los bolsillos llenos o un cuadro con el título en el living de tu casa. El éxito es transitar la vida, esta vida breve que tenemos, como ese paisano. Nada más.

GO: También te he escuchado renegar de la industria y del cine como entretenimiento.

ZJ: Es que el arte no es entretenimiento. Si querés entretenerte, rascate las bolas. La Gioconda, La piedad, son sucesos espirituales, no obras hechas para entretener. No están pensadas para tener éxito en los términos industriales. Son cosas trascendentes.

GO: Bueno, la idea de esta entrevista era hablar de tu obra, de tus películas, de tus libros, porque en general siempre que te hacen una nota te terminan hablando de Leonardo, de los guiones, y yo creo que vos tenés una obra propia que se defiende por sí sola. Sin embargo, en Yo vengo de ahí, tu último libro, la evocación de tu hermano aparece ya en la primera línea.

ZJ: Es que con mi hermano no teníamos una relación de dos. Éramos uno. No había necesidad de hablar para entendernos. Muy pocas veces habremos intercambiado una opinión acerca del tratamiento de algún personaje, de alguna línea de diálogo. Ni yo tenía que explicarle nada a él ni él a mí. Sentíamos igual porque vivimos lo mismo. A los diez años ya teníamos los cuatrocientos golpes encima.

GO: Entonces aprovecho para pedirte que me cuentes un poco cómo nacieron esos cuentos que después filmó tu hermano.

ZJ: Mirá, cuando éramos jóvenes, ni mi hermano ni yo teníamos destino… ni nos interesaba tener destino, simplemente porque éramos felices viviendo en ese mundo de marginalidad. Y yo te lo cuento pero en realidad es muy difícil que te pueda transmitir esa sensación. Yo nunca me pensé como escritor. Lo que pasó es que, a los veintiuno, veintidós años, cuando me vine para acá, cuando tuve que trasladarme del rancho donde vivíamos, que estaba pegado a un río, y que siempre había música, y andaba el chinitaje por ahí jodiendo… me agarró una nostalgia tan grande por mi lugar que, para poder dormirme, tenía que salir a caminar hasta las tres, cuatro de la mañana para poder cansarme y recién ahí pensar en tirarme a la cama, agotado. Resulta que, en una de esas noches, en una de esas recordaciones y embrujos en los que me perdía, comencé a escribir en una hoja una cosa muy cortita que se llamaba El Aniceto y la Francisca. Luego lo convertí en un cuento. Pero el personaje soy yo y todo lo que me rodeaba entonces. El  Aniceto soy yo. Y con mi hermano pasó algo parecido: él no pensó nunca en ser actor, pero un día mi madre escribió una obra de teatro y le dijo que tenía que interpretar a uno de los personajes. Mi hermano tenía 18 años en ese entonces, y tenía que interpretar a un español bruto, muy primario, de Navarra y de cincuenta y cinco años, pero cuando estrenamos la obra en San Juan, en una comunidad española, y mi hermano se sacó el bigote postizo y la boina, la gente no podía creer que un pibe de esa edad hubiera interpretado a un personaje más grande y con un acento tan particular. Ahí empezó todo. Después pasó todo lo que ya sabemos. Nosotros nos criamos en la orfandad, pero en una orfandad rica en esas cosas.

GO: Ya que mencionaste a tu madre, aprovecho para llevarte a El fantástico mundo de la María Montiel: en los créditos del comienzo se informa que escribiste la película con ella. ¿Querés contarme cómo fue eso?

ZJ: Esta es la primera vez que lo digo, y que lo pienso, pero la verdad es que todos los trabajos, los míos y los de mi hermano, tendrían que haber llevado la firma de nuestra madre. Ella era una escritora maravillosa, de un conocimiento de lo humano que era total, y sabía de poesía, de teatro, de literatura. Todo lo que hemos hecho se lo debemos a ella, a lo que nos inculcó, a esa vibración que nos transmitió. Nosotros no fuimos profesionales en nada. Yo no me siento ni escritor ni director. Yo puedo estar jugando al truco con un amigo o charlando de cosas que nos interesan, incluso puedo estar en silencio con ese amigo, y soy tan feliz como cuando hago una película. Eso es un valor que también heredé de mi madre, porque tanto ella como nosotros siempre fuimos personas sencillas, humildes, de una simpleza muy linda (Jury se emociona y se levanta del sillón; lagrimea y saca un pañuelo para secarse. Se sienta y me dice: “Perdoname, pero son tan hermosos esos recuerdos…”. Luego me pide continuar)

GO: Hablando de poesía e influencias, lo primero que se lee en El fantástico mundo… es tu dedicatoria a Don Juan Draghi Lucero. En Yo vengo de ahí también le dedicás un poema. ¿Quién fue para vos?

ZJ: En ese poema yo traté de sintetizar lo que fue Draghi Lucero para el espíritu y el alma de la gente de mi provincia. Él fue quien tuvo la visión conmovida de rescatar y conservar las raíces de la identidad cuyana. Él rescató cerca de 2500 piezas anónimas de estilos y tonadas cuyanas. Anduvo de norte a sur y de sur a norte, en mula, en caballo, de a pie, recopilando todas esas piezas que en el fondo encierran una forma de ser y de vivir. Con eso nos quería decir que sin identidad no se puede ser nada. Si vos un ser eminentemente globalista, no pertenecés a nada. Si no tenés colores, no tenés patria. Y no me refiero a un lugar geográfico cuando digo patria, sino a una comunidad conformada por sus cantos y sus silencios, por sus particularidades. Los italianos gritan cuando les pasa algo grave, gritan al cielo, putean a Dios. Eso es una forma de ser particular y eso es lo que se encargó de conservar Draghi Lucero con la región cuyana. Por eso le dedico la película.

GO: Hay algo que se repite María Montiel y que tiene que ver con el recurso de la elipsis, sobre todo en dos escenas: el personaje de Bebán le pide trabajo al patrón y en el plano siguiente ya está arriando los caballos y trabajando en los hornos de ladrillo. Cuando le propone casamiento al personaje de Leonor Benedetto, ella dice sí y en el plano siguiente ya los vemos casados.  ¿Por qué elegiste ese recurso? ¿No te interesaba desarrollar esas situaciones?

ZJ: Es que hay que dejarle algo al espectador. Yo no puedo decir que ese señor llegó hasta allí porque dio diez pasos. Imaginalos. El cine trabaja con el espectador. Yo no puedo subestimar esa inteligencia. Yo tengo que creer que el espectador va a advertir que pasó el tiempo y que esas dos personas se casaron. Lo que se dijeron o no se dijeron desde que decidieron casarse, para qué contarlo, si lo que importa es la síntesis del suceso, el tempo de la escena en sí.

GO: Hay momentos en que, por su comportamiento tierno y hasta ingenuo, el personaje de Bebán recuerda a Nazareno; se muestra tímido, deslumbrado por la mujer que le gusta; incluso la escena en la que descubre a Benedetto es similar a la del niño que descubre a Griselda en Nazareno Cruz y el lobo. De hecho, Benedetto lo llama “mi niño” en algún momento. ¿Cómo pensaste al personaje de Bebán? ¿Te inspiraste en alguien?

ZJ: Es que yo he conocido hombres que han tenido un temperamento peligroso, pero también los he visto temblar ante la factibilidad de enfrentarse a un posible amor. Vos podés ser capaz de cualquier cosa, pero cuando lo espiritual te invade y sentís que te estás jugando la vida ante la posibilidad de quedar en armonía o destrozado por eso que deseás, empezás a  temblar, te sentís desamparado, te volvés un niño. Eso es lo que le pasa al personaje de Bebán, pero la verdad es que nunca se me ocurrió asociarlo con Nazareno. Evidentemente, con mi hermano teníamos un lenguaje sensorial interno que vagaba siempre en el equilibrio de lo vivido. Y tal vez sea por eso que reiterábamos características de los personajes y escenas en algunas películas.

GO: Yo te lo señalo porque fue tu hermano quien dijo que eras vos el que moldeaba a todos los personajes: él te contaba la escena, vos construías al personaje y él después lo filmaba. Hay algunos protagonistas de tus cuentos que también tienen esas características.

ZJ: Sí, pero lo que él hizo en cine con esos personajes míos no tuvo que ver sólo con darles una identidad perfecta, sino que también les encontró un lenguaje justo, bello. Yo le podía decir que la pieza del Aniceto era así y así; que había un catre, una mesita de luz armada con un cajón de botellas de vino, un alambre donde se colgaban cosas, etc., pero cuando él agarraba la cámara convertía esa descripción en una narración bellísima. Él ha “hermoseado” mis trabajos, los ha llevado a una cosa sublime, contundente.

GO: Hablemos del uso del silencio: una de las escenas más lindas de la película es aquella en la que Bebán le propone casamiento a Benedetto. Ella agacha la cabeza y se demora en decir sí. Ese tiempo que se toma, ese silencio que hace antes de responder, funciona doblemente, porque al tiempo que describe al personaje de Bebán, también anticipa el destino fatal de ella.

ZJ: Ahora que me lo decís, acabo de entender por qué hice eso y creo que tiene que ver con lo que te dije antes acerca del hombre fuerte que se juega la vida en esas situaciones: él espera que ella diga que sí, y cuando eso ocurre, el gesto de su cabeza es el de un hombre que se siente salvado. Por eso ella le dice “mi niño” después. Mi abuela lo trataba así a mi abuelo: cuando él se vino a Buenos Aires a curarse de una enfermedad, ella le escribía cartas donde le decía “mijito”. De ahí saqué esa forma de tratarse.

GO: Yo siempre creí que esa demora de Benedetto en decir sí se debía a que su personaje sabía que estaba enfermo y que en breve iba a morir.

ZJ: No, no. Ella se demora porque también tienen sus pudores. En ese momento está comprendiendo que lo que va a hacer es muy importante. Una proposición de vida en pareja para alguien que está sola, que es libre, es un paso inmenso. En ese agachar de cabeza ella está diciendo sí, este hombre se parece a mí, tenemos algo que ver, podemos construir algo juntos. Por supuesto que todo esto que te digo es algo que va por dentro y que yo intenté resumir en ese silencio y en esa respuesta.

GO: También resulta muy llamativo el uso de las palabras que hacen los personajes, sobre todo en la escena en la que Bebán le cuenta a Raúl Lavié que va a ser padre: después de preguntarse quién es él para hacer vida, dice que siente “un frío de asombro” en el pecho y que está “rebalsado de dicha”. En vez de mostrarlos como hombres rudimentarios, vos les regalás una sensibilidad y un lenguaje poético infrecuente.

ZJ: Es que yo quería mostrar que esos hombres de campo, que pueden parecer primarios, elementales, tienen también un sentido de trascendencia. Que pueden preguntarse cosas, que pueden reflexionar sobre su propia existencia y maravillarse con lo que son capaces de lograr, aun cuando no se espera demasiado de ellos. Es “la sagrada ternura de la pobreza”, como me la describió un paisano amigo una vez.

GO: Te confieso algo que me pasa con El fantástico mundo de la María Montiel, y que es un poco lo que nos pasa en HLC con la mayoría de las películas que incluimos en el libro: hay una escena donde el padre alza a la hija y vos los tomás en contrapicado y a contraluz para que el plano se llene de sol, pero no sé si eso fue deliberado o si ocurre porque la copia que se puede ver en Youtube, que no es buena, hace que el plano se vele casi por completo. Lo que siento es que, de existir una copia en buenas condiciones, esa escena y la película toda sería mucho mejor de lo que ya es.

ZJ: El cine siempre ha sido el último orejón del tarro acá. Me refiero al cine que aspira a cierta trascendencia, al cine que vale. Es una obligación mantener nuestra historia. A mí, como espectador, me gustaría hablar con Dorrego, por ejemplo. Pero al parecer no hay demasiado interés. Imaginate que yo no tengo copias de mis películas y que tampoco sé dónde están. Supongo que en el instituto, pero no sé.

GO: Contame de ese plano, entonces.

ZJ: No recuerdo ese plano que mencionás, porque no he vuelto a ver la película, pero conociéndome imagino que habré buscado trascender lo terrestre y acercarme a una idea de lo divino. María Montiel es el sol para su padre. Por eso él la alza y el plano se llena de luz. Debe ser una escena diáfana, donde yo sólo quise que apenas se vean las siluetas de los dos. Es posible que el tiempo haya exacerbado el tono buscado y que lo que vos ves hoy no es lo que yo quise filmar en ese momento. Tendría que volver a verla.

GO: Para un cinéfilo, el circo siempre remite a Fellini, y en El fantástico mundo… hay una escena que hace pensar en su cine. ¿Viste sus películas? ¿Lo tuviste en cuenta a la hora de filmar ese pasaje?

ZJ: (Jury se ríe) …Yo ni sabía que existía Fellini cuando hice la película. Yo soy alguien muy primitivo. Mi sensibilidad viene de la luz, de lo natural. Ni yo ni mi hermano tuvimos influencias de nada. Recuerdo que en su momento alguien dijo de Crónica de un niño solo que tenía cosas del neorrealismo italiano. Pero esa película cuenta lo que cuenta porque eso es lo que vivimos nosotros, hermano. Somos nosotros los que estamos ahí. Entiendo que ese cine haya tenido la intención de separarse del cine de teléfonos blancos, pero hasta ahí llegamos. Lo nuestro pasaba por otro lado. Para mí la vida no es una comedia. Es maravillosa, sí, pero también tiene sus tintes oscuros.

GO: A ese tema quería ir, porque en tu película hay tragedia pero sin embargo vos la usás en favor del viaje y la fantasía: a pesar de la orfandad, María Montiel no se queja, no llora, sino que se asombra con las cosas que va encontrando en el viaje. Incluso pasa a ocupar el lugar de su madre ausente en cuanto al cuidado de su hermano más chico y hasta el de su padre.

ZJ: Eso tiene que ver con una forma de ser, con una identidad particular como lo es la criolla, con la aceptación del destino. Me refiero a un destino sin teología, a la aceptación de lo inevitable. María Montiel no sabe que en esa aceptación está ejerciendo su identidad criolla, sino que la vive. Quien no puede soportar la pérdida es el padre, pero por otras razones.

GO: ¿Cuáles son esas razones? Porque en el caso de Bebán tampoco elegís el camino más fácil, que podría haber sido el refugio en el alcohol o la violencia. Él sólo dice que se siente vacío.

ZJ: Es que lo que a mí más me interesaba era mostrar el acto reverencial hacia ese sentimiento de dolor profundo por la pérdida. No quería mostrar al personaje emborrachándose, porque no creo que una botella de vino pueda solucionar ese tipo de problemas. Se trata de algo irreversible, y yo quería mostrar el misterio en torno a esa soledad que el personaje tiene que enfrentar antes que la idea de refugiarse en la bebida o en otra mujer. Los otros personajes, como el viejo que quiere volar o el loco que saluda a todo el mundo, no necesitan demasiada explicación: en un caso se trata de una utopía; en el otro hay locura pero también amor, desmedido y hasta ingenuo, quizás, pero a mí me gusta que esos personajes existan. Y los incluí porque he conocido a ese tipo de gente.

GO: Hablemos del costado político de El fantástico mundo…: la hiciste en un contexto oscuro y terrible como fue la dictadura, y sin embargo la película tiene una luminosidad y una ternura que, si pensamos en la mayoría del cine argentino de ese período, que en gran medida se volcó a la comedia o a la reivindicación del régimen, parecen hasta gestos contraculturales. ¿Tuviste inconvenientes para filmarla?

ZJ: Mirá, yo siempre tuve muy claro que, de mi tierra, de mi gente, no me iba a ir nunca. Yo no puedo despegarme de sus cantos, de sus cielos. En el 72 yo escribí Había una vez un general, un cuento largo que trata sobre un dictador latinoamericano que lamentablemente se parece mucho, en su proceder, a la barbarie que después llevó acabo Videla. Pero como a los militares no les interesaba leer, ese libro pasó desapercibido. Después, durante el proceso, yo sabía que podían venir a buscarme –mi hermano se tuvo que ir porque era una ficha segura, no le quedó otra-, pero yo no quería pisar países que no tenían nada que ver con mi identidad. Si me toca morir, yo muero en mi tierra, me dije. Yo creía que corría más riesgo por ese libro que por la película, pero ni leyeron el libro ni vieron la película. Una vez un vecino de acá cerca, que era policía, me quiso hacer una joda metiéndose con el auto al parque –tenía un falcón, encima- y gritando mi nombre: ese fue el único momento en que dije listo, me cayeron. Pero no tuve miedo. Yo quise hacer una película sobre la gente humilde y sobre lo que sueña esa gente humilde. Nada más.

GO: Bueno, pero hacer una película sobre los sueños de la gente pobre en ese tiempo, poner en escena a un hombre que le pide a otro que se anime a llorar, que ese hombre logre llorar y que se emocione por haberlo conseguido, que tu película termine con ese hombre gritándole a su compadre que pudo llorar, para mí tiene una carga política tremenda dentro del contexto de terror en el que fue hecha.

ZJ: Una pena es un llanto. Una angustia es un llanto. Hay muchas maneras de llorar. Se puede llorar sin lágrimas y sin gestos, que son las formas en que Bebán llora durante casi toda la película, pero al final yo quise mostrar lo contrario. Quise que ese sentimiento se vuelva agua, para que funcione como una descarga, como un alivio. Y tenés razón, porque no es frecuente ver llorar a hombres así, tan viriles, tan trabajadores, pero yo los he visto y me consta esa sensación. Es algo muy sanador. Vos recién me hablabas de la comedia, y yo vuelvo a repetirte que el arte no está para eso. No es para jugar ni para entretenerse mientras están pasando cosas graves. El cine refleja la vida, y la vida para mí no es cómica. Ojo, no me refiero a la comedia como género, sino a esa liviandad peligrosa de la que me hablabas respecto al cine de esa época. Chaplin hacía cine y hacía comedia, pero al mismo tiempo te mostraba torrentes vida en cada película. A mí dame esa gracia, no una cosa ligera y pasatista que, además de no servir para nada, resulta aberrante.

GO: Te hago una última pregunta: no sé cómo te llevás con el fútbol, pero, al igual que tu hermano en El mantel de hule, en Yo vengo de ahí le dedicás un poema a Maradona. ¿Quién fue Diego para vos?

ZJ: Ese poema no lo hice en honor al jugador de fútbol; olvidate de la profesión. Es un poema al hombre ideal. Diego ejercía la vida en su máximo respeto. A lo blanco le decía blanco y a lo negro, negro. Si tenía que gritar, gritaba. Si tenía que acariciar y abrazar, lo hacía. No dudó nunca en plegarse a las causas revolucionarias y amadoras del otro, aun sabiendo que eso le podía costar muy caro. Esas glorias sólo las podemos encontrar en él. Era más que un futbolista. Diego era el loco de mi película que dice “En todos lados hay gente… ¡Qué hermoso!”. Diego jugaba para la gente. Diego era la gente.

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