Convengamos en que la ballena es un monstruo tan sagrado que pertenece más al territorio de la ficción que al de la naturaleza; mítica antes que tangible, ha sido el símbolo eterno de la inmensidad de la Creación. Desde la Biblia hasta Moby Dick (esa otra Biblia) una ballena fue siempre «bigger than life». Eso que bien supo Herman Melville preservar en su obra maestra y que intentara John Huston traducir en imágenes, con suerte análoga a la del Capitán Ahab, tal vez porque olvidara que ninguna pantalla es lo suficientemente amplia para contener a una ballena. Quizá por ello, en este espléndido film de Lindsay Anderson ningún cetáceo es visible, apenas unas estelas lejanas asoman en el mar de la memoria color sepia, durante el breve prólogo, para hundirse en las profundidades del Tiempo. Digámoslo entonces: Las ballenas de agosto es un film sobre el Tiempo, y también sobre el tiempo en que los monstruos sagrados del cine navegaban su estampa en el mar del celuloide. Allí están los rostros y las voces de Lillian Gish y Bette Davis, y ya no tendríamos más que decir, tan sólo contemplarlas como se contempla aquello que es siempre «más grande que la vida». Sus presencias justifican cualquier film. Si a ellas sumamos el nombre de Lindsay Anderson (el otrora iracundo autor de obras como If, Un hombre de suerte y Hospital Britannia) detrás de las cámaras, sabemos que no se trata de «cualquier film». Basándose en una pieza teatral de David Berry, el director inglés nos brinda una obra a contrapelo de las tendencias publicitarias del cine actual. Un film que es, a la vez, elegía y celebración, algo que los consumidores de películas y videos «rápidos» no podrán digerir. Y acaso está bien así; ciertas obras hay que merecerlas, para ellas es necesario un gusto exquisito, si no una predisposición sensible. Entonces podemos comprender el tono elegíaco de un cine que era capaz de mirar antes que ver. Un cine que se tomaba su tiempo, como para una celebración. Se podrá preguntar: ¿celebración en un film donde la vejez es tema prácticamente excluyente? ¿No se acerca eso a una compasión hipócrita? Vayamos por partes: Las ballenas de agosto no es solamente un film de «viejos» o «sobre los viejos», y mucho menos uno de acento compasivo o propenso al golpe bajo. Dijimos al comienzo de esta nota que su tema era el tiempo. Podríamos agregar, sin necesidad de corregirnos, que ese tema se alimenta con las memorias tanto de los personajes, como de las actrices que los interpretan.

De las actrices hablaremos después, ocupémonos ahora de los personajes. Las dos hermanas, que conviven, pelean y recuerdan bajo el mismo techo de la vieja cabaña familiar, durante el final de sus vidas, no intentan hacer otra cosa que conciliar los recuerdos del pasado con ese presente que las acerca a la muerte. La pregunta que se instala en ellas (y en el film) es aquella que interroga sobre los días por venir, qué hacer con los días por venir. Sarah, la hermana menor (Lillian Gish), no deja de moverse un segundo. Limpia la casa, cuida los muebles, los incontables objetos que recuerdan a los muertos y los suman a la tarea cotidiana; invita al conde a cenar (un exquisito Vincent Price), regaña al carpintero, recibe a su amiga de la infancia (Ann Sothern) y especialmente atiende cada uno de los reclamos de su hermana mayor, Libby (Bette Davis). Esta última, viuda al igual que Sarah, pero (acaso por su ceguera) más ácida, irritable, quejosa y despótica, se define como demasiado vieja para novedades y utiliza su disminución física para imponer su voluntad. Una y otra son conscientes de la proximidad de la muerte y se valen de sus recuerdos de manera diferente. Para Sarah los recuerdos se suman al presente, son en presente porque fueron alguna vez en la vida. Dos escenas nos ilustran magníficamente de ello: el saludo cotidiano a la foto de su madre con su inolvidable y desdramatizado «Hello Mother», o la emotiva secuencia de su aniversario de bodas frente al retrato de su esposo. Cada acto, cada acción de Sarah tiende a unir el mundo del pasado con el presente, una actualización que nada tiene que ver con la demencia sino, por el contrario, con una sabiduría que nos atreveríamos a llamar oriental. Libby, por el contrario, al no poder sumar visualmente el presente al pasado queda atrapada en imágenes fijas del recuerdo que no hacen más que marcar lo ausente, lo que irremediablemente se ha ido. La única novedad sería entonces la muerte. Toda intrusión (el conde, la vecina) amenaza romper su único lazo con lo vital, es decir, con su hermana. Se revela entonces que esa sujeción está ligada al temor a la pérdida. Una escena nocturna nos muestra a Libby, espectral, despertando de una pesadilla como quien escapa de la muerte. Esa tensión de las dos voluntades recorre todo el film que Anderson maneja sin ocultar los mecanismos teatrales que la historia carga consigo; esto está marcado en cierta densidad de algunos diálogos, entradas y salidas de personajes en momentos clave, las características claramente vodevilescas del carpintero o el agente de bienes raíces y hasta de la inefable amiga que se comporta como una quinceañera. Sin embargo, no nos hallamos ante una obra de teatro «aireada». Anderson hace cine. La inclusión del paisaje costero no es en absoluto turística, sino por el contrario le sirve a Anderson para marcar tiempos emocionales de las criaturas del film y a su vez para marcar el otro tiempo, el que se muestra en el prólogo. La cámara de Anderson provoca además una suerte de sensorialidad cuando se acerca a las flores del jardín, o a las artesanías que fabrica Libby. Con un pudor cercano al de John Huston en esa obra maestra, The Dead (con la cual Las ballenas … tiene más de un punto de contacto), Anderson acaricia los objetos de la casa y al recorrerlos nos cuenta toda una historia de vida. Cuando nos ofrece un primer plano de la Gish o de la Davis, nos está ofreciendo una historia del cine. Es en ese punto en que se funden y a su vez se fundan las memorias de los personajes y de las personas en el film. Y podríamos agregar que las propias memorias de los espectadores. Estos primeros planos de estas actrices ya sin edad (recordemos que éste fue el último trabajo de la Davis, y el último hasta hoy de la Gish) son todo lo contrario a la mirada compasiva de la que hablábamos en un principio. Allí está otra vez la labor del Tiempo. Jean Cocteau decía que el cine nos brindaba un instante de la muerte trabajando. Que es como decir lo que la vida está trabajando aún. Los rostros y los cuerpos de la Gish y de la Davis adquieren, por esa falta de falsa compasión, un estadio más de belleza. Aquella que vibra en los ojos de Lillian, o en la risa irrepetible de la Bette. Por eso volvemos a advertir: a ciertas lecturas, a ciertas músicas, a cierto cine se accede sólo por merecimiento. Es un sincero deseo que los lectores de esta revista estén entre los elegidos.

Publicada en El amante N° 3, marzo de 1992.

The Whales of August (Las ballenas de agosto; EE.UU., 1987). Dirección: Lindsay Anderson. Guion: David Berry, sobre su obra teatral homónima. Fotografía: Mike Fash. Música: Alan Pricc. Intérpretes: Bette Davis, Lillian Gish, Vincent Price. Ann Sothern, Harry Carey Jr. Duración: 90 minutos.

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