Ambientada en los años veinte, la última película en la que actúa, escribe y dirige Ben Affleck no está a la altura de sus anteriores películas como Gone Baby Gone o Argo. Una trama apegada literalmente al género que se convierte en un muestrario de clisés y lugares comunes sobre el amor, el crimen y la tensión entre el bien y el mal que acompañan a la historia de Joe Coughlin, una especie de Pablo Escobar del contrabando de ron en la época de la Ley Seca.
Vivir de Noche intenta recuperar aquel espíritu del cine de gángsters clásico de los años 30 -y evocado en los 70- en el que personajes como Bonnie, Clyde o John Dillinger se vestían de héroes, burlándose de las corporaciones y los bancos que habían dejado en la ruina a tantos estadounidenses durante la Gran Depresión. La acción, entonces, estaba puesta en los ojos del criminal que despertaba empatía en el espectador. El argumento cuenta la vida de Joe Couhglin, el hijo de un jefe de policía de Boston, que va escalando en la estructura criminal hasta convertirse en un verdadero capo de la organización. Esta línea argumental respetada por los grandes tanques del género – Hampa dorada (Little Caesar, 1931) de Mervyn Leroy, Scarface (1932) de Howard Hawks, o El enemigo público ( The Public Enemy, 1931) de William A. Wellman – es retomada por Affleck de manera casi estricta. Situada primero en Boston y luego en Florida, la historia no se desvía del protagonista principal y sin embargo se sostiene por las actuaciones secundarias: Chris Cooper es un jefe de policía que refleja en su interpretación la presión de la doble moral que rige a su alrededor, las tensiones entre el bien y el mal que Affleck no logra en ninguna escena. Otro punto a favor es el actor irlandés Brendan Glesson como el padre de Coughlin, otro jefe de policía que intenta aleccionar a su hijo y a la vez protegerlo. Glesson sostiene en soledad los primeros quince minutos de la película.
Del trío femenino, Elle Fanning, Zoe Saldaña y Sienna Miller, la única que sobresale, y mucho, es la primera. La hermana menor de Dakota recrea con fragilidad y potencia a una atormentada joven que en su decepción por la vida intenta creer en algo. No pasa lo mismo con la primero fuerte y luego siempre alterada y débil Saldaña en el papel de mujer de Affleck. Tampoco llena el escenario una Sienna Miller descolorida como su amante del pasado.
El gángster de Affleck presenta cierta dureza de facciones. En el transcurso de las dos largas horas que dura la película, nos damos cuenta de que es más una debilidad actoral que una elección. Un Coughlin que no transmite emociones, que en principio parece duro, cuando el duro para actuar es el pobre de Ben, como si al Rico de Edward G. Robinson en Hampa Dorada lo hubiesen embalsamado y pasado por la licuadora con el Dick Tracy de Warren Beatty. El personaje queda grotesco porque imita ciertos tics sin ofrecer ninguna vuelta de tuerca, quedando más cerca del ridículo que del homenaje.
También está presente el problema del bien y del mal. El cine de gángsters, que en un principio reflejaba a los criminales como personajes despiadados sin ningún tipo de moral estilo James Cagney en El enemigo público, luego fue virando hacia el discurso regenerador convirtiendo al mismo Cagney en Ángeles con Caras Sucias (1938), en un gángster que finge tener miedo en la silla eléctrica para que los jóvenes bandidos no lo tomen como modelo. Una forma de ponerlo del lado del espectador y redimir sus acciones es que los enemigos de Coughlin siempre sean más malos que él. El Coughlin de Affleck no tiene piedad en su ascenso criminal, pero asume un papel de redentor. Pareciera que la película rozara esa forma hegeliana en que el mal es parte esencial de un mundo maniqueo y que de él surge el bien y viceversa. El gángster es entonces un asesino despiadado y, a la vez, un cristiano blanco del sur que se casa con una cubana y protege a las grandes minorías: negros e inmigrantes no protestantes que pelean contra la mafia xenófoba del Ku Klux Klan. Todo un mensaje en épocas de muros y Donald Trump. ¿Se puede ser implacable y a la vez buena persona? Ahí reside el quiebre argumental que Affleck no puede resolver actoralmente. Su personaje es demasiado bueno, incluso cuando acribilla gente. Su expresión no va más allá del rostro de un hombre que sufre por lo que hace y avanza con premeditación.
Un punto fuerte de la película es la ambientación. Los primeros minutos presentan a un Coughlin en formación, escapando de un asalto muy al estilo Los intocables, la serie de televisión estadounidense de los 60. La recreación de la Boston posterior a la Primera Guerra resulta impecable. Lo mismo pasa con la Costa de la Florida, en Tampa. El cambio se siente auténtico: de la fría Boston con sus trajes azules y sus edificios de piedra a un escenario que transmite calor en las camisas de lino, los habanos y las palmeras cerca del mar.
Lo que pasa con el relato es que se rige solamente por las características del género y se va a pique cuando quiere dejarle al espectador un mensaje a modo de enseñanza. “El paraíso está en la tierra que habitamos, pero se vuelve un infierno cuando tomamos las decisiones equivocadas”, dice uno de los personajes y pareciera que esa sentencia, junto a otras implícitas como “el que las hace las paga”, acompañan a la película y la hacen naufragar. Cuando la moral pasa a segundo plano o se borra por los tiros o los diálogos entre policías y ladrones, todo se disfruta más. Dado que Affleck parece ser un amante de las sentencias que dejan una enseñanza, no estaría de más recordarle aquella que dice que el que mucho abarca poco aprieta.
Vivir de noche (Live By Night, EUA, 2016), de Ben Affleck, c/Ben Affleck, Elle Fanning, Zoe Saldaña, Brendan Gleeson, Chris Cooper, Sienna Miller, 129′.
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