Llegada, apertura, cóctel y borrachera.
Viernes 12. Una serie de complicaciones con las reservas de los pasajes aéreos me obligó a volar hasta Mendoza. En el aeropuerto nos esperaba una combi que nos llevaría hasta San Juan. Como la noche anterior no había dormido nada, me pareció que las dos horas de viaje que separaban una provincia de la otra era una buena oportunidad para recuperar el sueño. Pero justo cuando me disponía a dormirme el chofer puso un mp3 de Los redondos. No sólo se me dibujó una sonrisa en la cara, sino que me pasé al primer asiento para escuchar mejor las canciones. Tomate todo el tiempo que quieras para llegar, pensé. No me importaba nada (cuando escucho Los redondos, y sobre todo el disco Oktubre, no me importa nada).
Finalmente llegamos al hotel cerca de las dos de la tarde. Después de acomodarme y almorzar, me encaminé hacia la oficina de acreditaciones. Y digo me encaminé porque literalmente recorrí a pie las doce cuadras que había hasta la oficina, traicionando mi espíritu urbano, ese que me lleva siempre a hacer uso de cuanto transporte público haya con tal de facilitar el traslado. Incluso me cuesta comprender a la gente que sube escalón por escalón las escaleras mecánicas ¿acaso no están hechas para evitarnos ese tedioso ritual de ir cuesta arriba, peldaño a peldaño? Nunca más, dije. De ahora en adelante colectivo o taxi, y sobre todo teniendo en cuenta que las cuadras que hay hasta el shopping donde se exhiben las películas del festival no son doce, sino veinticinco (en cualquier caso es demasiado para mí).
Volví al hotel para descansar un par de horas antes de la función de apertura. La película elegida fue El ardor, de Pablo Fendrik. Más allá de que me gusten o no, pasa algo interesante con sus películas, o al menos lo suficientemente llamativo como para causarme cierta gracia. Si no me equivoco, su ópera prima El asaltante fue elegida para inaugurar la sala Artecinema en el barrio porteño de Constitución. En ese momento me hizo reir que una película con ese nombre fuera proyectada en un rincón de la ciudad que no se caracteriza por garantizar la seguridad de sus habitantes o habituales transeúntes. Ahora su flamante tercera película, con un título que remite al calor y al fuego, es elegida para ser proyectada en una provincia que extraña el agua más que cualquier otra cosa. Nada importante, pero la desesperante calma sanjuanina nos lleva a veces a pensar estas cosas irrelevantes.
No me gusta El ardor, considero que tiene algunos de los males que aquejan al cine argentino cuando se propone copiar a rajatabla los modelos del cine clásico americano. Para que una película nos haga acordar a John Wayne no hace falta ponerse un sombrero de cowboy, caminar con determinación y hablar seco (en el tramo final de la película, los personajes de Tolcachir y Sesán se comunican, inexplicablemente, mediante balbuceos). Lo que hace falta es fumar y beber todo el tiempo, y recorrer el conurbano manejando un remís, como hace Julio Chávez en Un oso rojo. La película de Caetano reescribe un género, lo vuelve contemporáneo, lo hace propio. Fendrik intenta copiar la superficialidad de los motivos visuales que lo componen. La seria pretensión de ser un western, mezclado con mensajes pro-ecològicos y espiritualidad ancestral, hacen de El ardor un híbrido sin personalidad (el felino que aparece en la película es un tigre para los personajes. Yo vi un leopardo, y otros espectadores hablaban de un yaguareté) que se pierde en la frondosidad de la selva y los parlamentos onomatopéyicos de sus protagonistas.Más allá de estas consideraciones (al respecto pueden leer en este mismo sitio dos textos sobre la película), la proyección, realizada a cielo abierto en el patio del centro cívico, se vio permanentemente interrumpida por personas que se levantaban todo el tiempo y obstaculizaban la visión de los que estábamos sentados. A lo que debe sumarse la inexplicable presencia de un señor que se paseaba entre las filas con una bolsa enorme de garrapiñadas que ofertaba al público. Tal vez en el futuro una proyección bajo techo, con la sala a oscuras, le permita al público concentrarse en la pantalla y no dispersarse por cualquier cosa.
Lo mejor de la noche llegó con el cóctel de bienvenida. Vino y cazuelas con todo tipo de comidas, y la tierna belleza de Guadalupe Docampo, a quien pude conocer y conversar unos minutos. Por ahí también andaban la reina y virreina de no se qué, vestidas con los hábitos correspondientes, y unas cuantas personalidades más. Una vez concluida la ceremonia, con el colega Ezequiel Boetti, compañero de habitación, decidimos coronar la noche con un trago más. Lo que en principio iba ser una cerveza y a dormir, terminó derivando en una larga charla y unas cuantas cervezas más. Emprendimos la vuelta al hotel (que estaba a la vuelta del bar) con un estado ebriedad interesante. Recuerdo que Boetti se quedó fumando en la vereda. Recuerdo que llegué a la habitación y prendí el televisor mientras me tumbaba en la cama. Recuerdo ver a Los Pumas marcando un try frente a Australia. Después ya no recuerdo más.
Ecuador uno, Uruguay dos.
Sábado 13. Primer día de festival. Primer día de películas. Como la noche anterior había sido un tanto agitada, y la resaca aún duraba un poco, empecé la jornada a las cinco de la tarde. La película: A estas alturas de la vida, ecuatoriana, dirigida y protagonizada por Alex Cisneros y Manuel Calisto. La historia: dos amigos conversan en la terraza de un edificio. Uno parece totalmente absorbido por el sistema y cree que eso es bueno, aunque fantasee con recorrer en bicicleta los cinco mil kilómetros que separan su casa de la Patagonia; el otro es bueno para las matemáticas y las estadísticas, pero la voz en off se encarga de informarnos su deseo de matar a todos. A estas alturas de la vida es una comedia negra que arranca bien, contrastando el blanco y negro de la imagen con la comicidad de los diálogos, pero que luego se torna repetitiva y se desinfla. Los permanentes fundidos a negro la fragmentan demasiado y le quitan fluidez, convirtiéndola en una sucesión de escenas que, si bien guardan relación entre sí, terminan revelando un guion calculado y predecible. Sobre el final, cuando se vuelve un excesivo canto al desprecio, una subjetiva desde el piso terminará indicando el destino de los protagonistas.
Lo mejor del día vino por el lado del Río de la plata. Dos películas uruguayas, dos formas muy distintas pero igualmente sólidas de mostrar la errancia y las mutaciones del hombre sobre la tierra. El hombre congelado es un documental de observación, deslumbrante y poético. Su directora, Carolina Campo, fija la cámara sobre la cubierta de un barco de la armada uruguaya para mostrar el recorrido que este hace desde el Atlántico hasta la Antártida. La película arranca ahí, con el barco ya en altamar; arriba del barco un grupo de hombres meditabundos se abocan a las tareas que la nave demanda. Campo prescinde casi por completo de las palabras y hace del plano fijo el único modo posible de registrar ese mundo. Esa elección formal le permite encontrar momentos de belleza allí donde se supone a la tripulación sumergida en la rutina que impone la máquina: dos hombres fuman en un pasillo y parecen sumirse en la abstracción de sus pensamientos, la imagen convierte sus cuerpos en sombras, y el humo se recorta sobre la profundidad del plano. Otro momento notable es el de la comida, que puede ser la cena pero también el almuerzo. Al concentrarse en el registro interior, y al dejar fuera de campo el devenir de la nave, el tiempo se vuelve incierto, la errancia parece infinita.
A medida que avanza, El hombre congelado va generando la sensación de que la única parte habitable es la superficie marina, la interacción con otros barcos responde a una necesidad meramente funcional, pero a la vez vital para continuar la existencia. Sobre el final, cuando la película llega a su punto máximo de abstracción, la superficie terrestre se vuelve inhabitable. La nieve parece cubrirlo todo y el viento arrecia con tenacidad y sin pausa. Allí el hombre no tiene más lugar, la película lo deja afuera, y lo único que nos queda son los restos de un mundo antiguo, ya irrecuperable. Acaso el único punto flojo de la película sea la música sacra que suena en algunos pasajes, quitándole realismo y cargándola de una solemnidad que no le hace falta. Sin embargo, esta Waterworld rioplatense, futurista y abstracta, trasmite la impresión de estar ante un manifiesto fílmico sobre la existencia del hombre. Y esa pretensión es lo que la vuelve valiosa.
El lugar del hijo es la segunda película de Manuel Nieto, muy superior y mucho más ambiciosa que su ópera prima La perrera, estrenada hace unos años. Es de noche, y unos chicos fuman en la vereda mientras suena un rock sucio y pesado. La imagen nada tiene que ver con lo que escucha. Sobre ella se imprimen los créditos, el plano es largo y contemplativo, pero el sonido estridente de la música lo contamina todo. Nieto evidencia ya desde esta primera escena el contraste con el que va a trabajar a lo largo de toda la película. La tragedia que pone en marcha la historia se choca de frente con la introspección del protagonista, Ariel (Felipe Dieste), militante universitario que debe abandonar Montevideo para hacerse cargo de las deudas que dejó su padre al morir. Este hecho lo coloca en una posición que no sabe bien cómo manejar, acaso porque no está muy interesado, acaso porque no lo esperaba. Y si bien la película toca varios puntos interesantes (la militancia, el rol de los medios, el entorno familiar, etc.) y elabora con inteligencia las críticas a esos puntos, lo mejor está en la solidez con la que construye el punto de vista y las mutaciones del protagonista. Porque son mutaciones internas que se perciben en la deriva del personaje: primero Montevideo, después Salto y la casa familiar, después el campo y finalmente un rodeo en motocicleta frente al mar, para terminar huyendo no se sabe dónde. Ariel se compromete con cada lugar que habita, su participación es corporal, activa. Se compromete con el entorno y lo transforma, aunque no lo manifieste.
El lugar del hijo es luminosa y sensible, y está cargada de una vaga melancolía nocturna que la aleja del drama y la abulia que muchas veces se percibe en películas protagonizadas por jóvenes y adolescentes. Su gran mérito está en la economía de recursos que utiliza, en el trabajo preciso con elementos mínimos, para sugerir mucho. Con eso le alcanza.
Salimos del cine pasado la medianoche. Alguien propuso ir a tomar una cerveza. Pero la experiencia de la noche anterior me hizo comprender que una cerveza nunca es una cerveza. Me acordé que peleaba el chino Maidana y preferí irme al hotel a descansar y mirar la pelea.
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Es preocupante como destruye nuestra selva sudamericana las organizaciones extractoras de madera y oro están dejando en condiciones muy deterioradas porque son recursos irrenovables este es canibalismo de mafias que no respetan nuestra sudamerica ni mucho menos a las nuevas organizaciones sudamericanas donde acuerdan tratados contra dichas contaminaciones pero que en este año 2014 ha aumentado esta destrucción de nuestra amazonia pero el centro de todo esto es que esta madera y oro de nuestra selva sudamericana es comprado por eeuu y europeos por lo que los sudamericanos estamos librando una de las muchas batallas por nuestro bienestar mientras que estos países compradores apoyan la destrucción de nuestra selva es por esto que se ve la inacción de las ONGS que envés de denunciar la destrucción de nuestra amazonia lo han encubierto ya que las ONGS han sido creados para un propósito de espionaje de países pobres mejor dicho es uno de los brazos de la CIA y sus genocidios mundiales es por eso que nuestra amazonia sigue destruyendose por los mineros y por los madereros y la cabeza de estas mafias es directamente estos países que compran esta madera y oro.